10 ago 2015

REPENSAR LA HISTORIA, REPENSAR LA SOCIEDAD DESDE EL CUERPO



Para Terry Eagleton, Marx dedicará la mayor parte de los Manuscritos a pensar toda la historia y la sociedad de nuevo, pero desde la primacía corporal. Asume que el mundo es el cuerpo del ser humano y que, una vez proyectado ese cuerpo en el mundo construido, los seres humanos pierden su corporalidad y se “espiritualizan”. De esta forma, el sistema económico de producción pasa a ser una especie de metáfora materializada del cuerpo. 

Así, se podría reinterpretar la Historia de la humanidad como un relato en el que cuerpo humano, a través de esas extensiones de sí mismo que llamamos “sociedad” y “tecnología”, llega a abstraer su propia riqueza material hasta hacer de ella una cifra, mientras convierte el mundo en su propio órgano corpóreo. Y dado que las condiciones sociales en la que el desarrollo tecnológico tiene lugar son unas condiciones de lucha, es preciso que una serie de instituciones sociales se encarguen de regular y estabilizar estos conflictos que, de lo contrario, serían destructivos. Los mecanismos por los que esto puede llevarse a cabo son la represión, la sublimación, la idealización o la desaprobación. 

La lucha por el control de los poderes del cuerpo es tan urgente e incesante que lastra y deforma toda la historia institucional. Este proceso, en el que la contención sobre los poderes corporales canaliza radicalmente nuestra vida intelectual e institucional, es conocido en el marxismo como la doctrina de la base y la superestructura. Al igual que el síntoma neurótico, la superestructura es ese emplazamiento en el que el cuerpo reprimido logra manifestarse ante aquellos que pueden interpretar los signos. Y dado que existen determinados cuerpos (nacidos prematuramente, potencialmente comunicativos, necesitados de trabajo) que producen una historia, el marxismo es la narración de cómo esa historia escapa de ese control sobre el cuerpo hasta ponerse en contradicción consigo misma. 

Descubrir una forma particular del cuerpo como histórica significa decir que es continuamente capaz de hacer algo a partir de eso que la constituye. En otras palabras: si Marx puede reivindicar una ciencia basada en lo material sin caer en el empirismo más tópico, es porque los sentidos para él no son tanto una parcela aislada como la forma de nuestras relaciones prácticas con la realidad. La percepción sensible para Marx es antes que nada la estructura constitutiva de la práctica humana, no un conjunto de órganos contemplativos. Y en este marco, la propiedad privada se convierte en la “expresión material” del extrañamiento de la humanidad respecto a su propio cuerpo. Nuestra plenitud material se dirige hacia un único impulso: la posesión. Por eso dice Marx: “Todos los sentidos físicos e intelectuales han sido reemplazados por el simple extrañamiento de todos esos sentidos: el sentido de tener. De este modo, pudiendo haber dado a luz su riqueza interior, la naturaleza humana ha sido reducida a la pobreza más absoluta.”

Lo que tiene lugar bajo el capitalismo, según el Marx de los Manuscritos, es una especie de división y polarización de la vida material en dos direcciones contrapuestas. En un determinado nivel, el capitalismo reduce la plenitud corporal de los seres humanos a simples necesidades abstractas. Son abstractas porque, cuando está en juego la superviviencia puramente material, las cualidades sensibles de los objetos a las que tienden dichas necesidades dejan de importar. En lenguaje freudiano, se podría decir que la sociedad capitalista colapsa las pulsiones y las convierte en instintos, entendidos éstos como esos requerimientos fijos y repetitivos que, al igual que el miedo o el apetito, encarcelan al cuerpo dentro de sus propios límites.

Ahora bien, el capitalista despoja al trabajador de sus sentidos pero, al mismo tiempo, también renuncia a los suyos. Por medio del ascetismo se obsesiona con una constante acumulación de capital. Pero si el brutal ascetismo ahorrador (acumulador) es uno de los aspectos de la sociedad capitalista que conoció Marx, la imagen invertida que se refleja en su espejo sería su esteticismo. El dinero es para Marx un territorio de fantasía quimérica en el que toda identidad es efímera y cualquier objeto puede ser transmutado inmediatamente en cualquier otro. El dinero se convierte así en un fenómeno puramente estético, autoalimentado, autorreferencial, autónomo respecto a toda verdad material y capaz de convertir como por arte de magia una infinita pluralidad de mundos en una existencia concreta. El cuerpo humano bajo el capitalismo está, por tanto, dividido entre un materialismo grosero y un idealismo caprichoso. El aspecto dialéctico consiste en que cada uno de esos opuestos confiere existencia al otro. El narcisismo y la necesidad, los apetitos hambrientos y desorbitantes, son las mitades partidas de una libertad corporal integral que, sin embargo, no se logran unificar.

La meta del marxismo, según Eagleton, consiste en devolver al cuerpo sus capacidades expropiadas. Ahora bien, sólo aboliendo la propiedad privada podrán los sentidos volver a su verdadero lugar. “Si una sociedad comunista es necesaria”, afirma Eagleton, “es porque no somos capaces de sentir, oler, gustar y tocar tan plenamente como podríamos.”

Así, de acuerdo con la interpretación de Eagleton, Marx es más profundamente estético cuando cree que el empleo de los sentidos, poderes y capacidades humanas es un fin absoluto en sí mismo, sin necesidad de justificación utilitaria alguna. Ahora bien, el despliegue de esta riqueza material dirigida al propio beneficio sólo puede ser conseguido, paradójicamente, a través de una práctica instrumental que pasa por la destrucción de las relaciones sociales mercantilizadas, burguesas. Sólo cuando los impulsos corporales hayan sido liberados del despotismo de la necesidad abstracta, sólo cuando el objeto haya sido restaurado, será posible vivir estéticamente. Sólo subvirtiendo el Estado seremos capaces de experimentar nuestros cuerpos. Dado que la subjetividad de los sentidos humanos es un hecho objetivo de principio a fin, sólo a través de una transformación histórica objetiva puede emerger esa subjetividad material del ser humano.

De esta forma, mientras que el pensamiento burgués estético suspende la distinción entre sujeto y objeto, Marx no sólo conserva esta distinción sino que la supera. A diferencia del idealismo burgués, él insiste en los presupuestos materiales objetivos de la emancipación material. Los sentidos son al mismo tiempo objetivos y subjetivos, modalidades de la práctica material y riqueza de la experiencia. Los Manuscritos de Marx sobrepasan así, de golpe, la dualidad entre lo práctico y lo estético que subyace en el corazón del idealismo filosófico. Al redefinir los órganos de los sentidos reificados y mencantilizados de esa tradición como productos históricos y formas de práctica social, Marx resitúa la subjetividad corporal como dimensión de una historia industrial en desarrollo. 

En consecuencia, Marx invierte el planteamiento de Schiller al concebir la libertad humana más como un problema de la realización de los sentidos que como una liberación de ellos; pero, por otro lado, hereda el ideal estético schilleriano del desarrollo humano pleno, multifacético, y, al igual que hacen los pensadores estéticos idealistas, sostiene firmemente que las sociedades humanas son, o deberían ser, fines en sí mismas. El intercambio social no requiere una base metafísica o utilitaria, sino que es una expresión natural del ser genérico humano. Al igual que el Schiller de las Cartas, nos habla de una sociedad humana que nace por motivaciones pragmáticas, pero que logra evolucionar más allá de tal utilidad hasta convertirse en un placentero fin en sí mismo. El arte se configura para Marx como paradigma ideal de producción material precisamente por ser tan evidentemente autotélico. La actualización de las potencialidades humanas es una necesidad placentera de la naturaleza humana, y no requiere más justificación funcional que la obra de arte. Un escritor no considera sus obras como un medio orientado a un fin; son un fin en sí mismas.

Hay que recordar, en ese sentido, que el Marx de los Grundrisse alude al trabajo manual medieval como algo que es “sólo artístico a medias, y tiene su fin en sí mismo”, mientras que en los Manuscritos define la “verdadera” productividad humana como el impulso para crear en libertad a partir de la necesidad inmediata. La gratuidad del arte, su trascendencia respecto a la sordidez de la utilidad, contrasta con el trabajo forzado en la misma medida en que el deseo humano difiere del instinto biológico. El arte es así una forma de suplemento creativo, un excedente radical de la necesidad; en terminología lacaniana, concluye Eagleton, el arte es lo que permanece cuando la naturaleza se sustrae del deseo. 

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