14 ago 2015

LA CRÍTICA DE HANNAH ARENDT A LA SEPARACIÓN POIESIS-PRAXIS



Según expone Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, cuando Marx sostuvo en sus Tesis sobre Feuerbach que “los filósofos se han limitado hasta ahora a interpretar el mundo, cuando de lo que se trata es de transformarlo”, lo que hizo fue legitimar, en contra de sus declaradas intenciones, una avalancha de prejuicios. Arendt considera que esa afirmación parece presuponer que interpretar el mundo es un lujo ocioso, y que basta la acción revolucionaria para revelar el nuevo mundo encerrado en la crisálida del viejo.

Más allá de lo acertada o no que resulte esta interpretación de Hannah Arendt, lo que nos interesa es destacar su interpretación de las raíces profundas de la alteración de la “vida del espíritu”. Para ella, nuestra regresión espiritual, creativa o vivencial no es tanto una consecuencia directa del industrialismo como de la distorsión sufrida por nuestras tres principales facultades intelectuales: pensar, querer y juzgar. La base de este desastre histórico es la separación moderna entre teoría y praxis, por la que se considera que el actuar es la mera aplicación de un concepto o de un proyecto que la teoría ha elaborado de forma autónoma. Cuando la voluntad se transforma en el brazo secular del pensamiento, dice Arendt, al final acabará inevitablemente por cegarse. A su vez, la pura contemplación, después de haber afirmado durante milenios su supremacía, se ve obligada a confesar su impotencia. El predominio de la convicción moderna de que el hombre conoce sólo lo que hace acaba por privilegiar definitivamente la actuación y por devaluar, como consecuencia, toda forma de pensamiento que no se convierta inmediatamente en acción. 

Posiblemente Arendt no detecta la compleja interrelación entre teoría y praxis presente en muchos escritos de Marx. Para ella, cuando Marx pone el acento en el valor del “trabajo”, entendido como modificación del mundo y automodificación del hombre, contribuye a borrar la distinción, cultivada por los antiguos, entre poiesis y praxis, entre el obrar-hacer (entendido como producción de un mundo artificial de cosas) y el actuar (entendido como la única actividad que relaciona directamente a los hombres sin la mediación de cosas materiales). El hacer da lugar al homo faber, capaz de controlar la realidad mediante la técnica, mientras que el actuar da lugar a la vida política, o vita activa, como la llamaban los latinos. 

Al reivindicar el papel de esta vita activa, Hannah Arendt recupera una tradición de pensamiento republicano que sitúa la política incluso por encima de la vida contemplativa. A la política le es necesario el actuar autónomo de los individuos en cuanto capacidad de dar comienzo a algo nuevo, a algo no previsto por los mecanismos causales del mundo. Sin embargo, no sólo se es libre cuando se actúa. “Desgraciadamente, a diferencia de lo que se piensa habitualmente de la proverbial independencia de torre de marfil de los pensadores, ninguna facultad humana es tan vulnerable, y, en efecto, es mucho más fácil actuar que pensar.” 

Para Arendt, la consecuencia es que la voluntad ha asumido un papel predominante en la Modernidad, posiblemente como consecuencia de la incertidumbre que nos provoca el futuro. Y dado que, en general, los individuos contemporáneos se ven constreñidos a una íntima soledad, sin ser capaces de concebir planes de vida sensatos, los fenómenos de la sociedad de masas (consumismo, medios de comunicación, espectáculos deportivos, etc.) acaban ejerciendo sobre ellos una atracción que los induce a someterse sin reservas: “La principal característica del hombre de masas no era la brutalidad o la rudeza, sino el aislamiento y la falta de relaciones sociales normales”. La ética del sacrificio, propagada e impuesta, no apela, por tanto, a la abnegación como virtud, sino como sentido de la nula importancia del propio yo, del compromiso y del sacrificio. Se exige de los individuos la obediencia automática, la regresión al reino animal, a la mera vida biológica, a unas condiciones en las que la cadena de mando permanezca sólida e indiscutida. 

Tanto el totalitarismo del capitalismo cultural como la pérdida de sentido en las democracias-liberales contemporáneas son producto de los automatismos y de la pasivización de nuestras tres facultades intelectuales: 1) la del pensar, que no consigue comprender el sentido de los acontecimientos; 2) la del actuar, que falla en la concertación colectiva de las diferencias políticamente relevantes para tratar de conseguir la “vida buena”; y 3) la del juicio, que se manifiesta en la incapacidad de discriminar. 

Según Arendt, el juicio es la raíz común del pensar y del actuar. Es el intento de tender un puente entre ambos. Al igual que el gusto en el campo de la estética (que se consolida cuando disminuyen los pretendidos criterios objetivos de la belleza), la facultad del juicio, para determinar su objeto, no puede recurrir al pensamiento, a los instrumentos y a los métodos prefijados que están en uso. Al igual que ocurre en el “juicio reflexionante” de Kant, Arendt considera que, sin el juicio, pensar sería un contemplar estático e inerte. Las monstruosidades cometidas por Eichmann en los campos de exterminio (sin mala conciencia, casi como si fuesen una acción administrativa cotidiana) dependen del debilitamiento difuso de la facultad de juzgar, de la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal, entre actuar y trabajar. Cuando el juicio se embota, la libertad y la autoridad se hacen igualmente justificables y los hombres no son capaces de establecer relaciones de cooperación satisfactorias.

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