Para Marcuse, la verdad única del arte rompe tanto con la realidad cotidiana como con la extraordinaria. El arte consiste en la trascendencia hacia esa dimensión en la cual su autonomía se confirma como la autonomía en contradicción. Cuando el arte abandona esa autonomía, y con ella la forma estética que la expresa, sucumbe ante aquella realidad a la que trata de apresar y denunciar. Y si bien el abandono de la forma estética es capaz de proporcionar lo inmediato, el rechazo de la sublimación estética reduce las obras de arte en pedazos y fracciones de la misma sociedad cuyo contra-arte pretende ser. El anti-arte resulta ser, desde el principio, autodestructivo.
Las diversas fases y tendencias del contra-arte o del no-arte comparten una suposición común: la época contemporánea se caracteriza por una desintegración de la sociedad que convierte en falso, cuando no en imposible, cualquier intento de otorgar significado. Estamos experimentando no la destrucción de toda totalidad, unidad o concordancia, sino más bien la destrucción de la regla y el poder de la totalidad. La catástrofe no consiste en la desintegración, sino en la reproducción e integración de lo existente, de lo dado. En la cultura intelectual de nuestra sociedad, la forma estética configura aquello que en razón de su carácter otro es capaz de resistir a esa integración.
Para Marcuse, la obra de arte sólo puede alcanzar relevancia política como producción autónoma. La forma estética es esencial en su función social; las cualidades de la forma niegan las características de la sociedad represiva. La autonomía del arte y su potencial político se manifiestan en el poder cognitivo y emancipatorio de aquella sensualidad. De hecho, resulta revelador que todos los ataques contra el arte autónomo en sociedades pasadas se hayan fundamentado en la denuncia de la sensualidad y la defensa de la moralidad y la religión. La quema de cuadros y estatuas en el alto Medioevo no es sólo una muestra de fanatismo violento, sino más bien la reacción resentida de un ideal de vida pequeño-burgués, anti-intelectual, como el del “último hombre” de Nietzsche. Como expresaba Adorno: “La hostilidad contra la felicidad, el ascetismo, esa especie de ethos que balbucea constantemente nombres como Lutero o Bismarck, no desea la autonomía estética”.
La autonomía del arte refleja la ausencia de libertad de los individuos en una sociedad sin libertad. Si las personas fuéramos libres, el arte sería entonces la forma y la expresión de nuestra libertad. Por eso, la ley a la que obedece el arte no es la propia del principio de realidad sino la de su negación; pero, como la mera negación sería abstracta, es necesaria una superación trascendente mediante la cual pasado y presente deslicen su sombra sobre su realización. La auténtica utopía, por tanto, estaría basada en la memoria. En la medida en que el arte nos permite recordar las metas no alcanzadas, los sueños no realizados, los héroes ninguneados, las utopías no culminadas, las esperanzas frustradas, también puede servir como “idea reguladora” en la desesperada lucha por la transformación del mundo. Contra el sometimiento continuado de los individuos a las condiciones objetivas y a las relaciones de dominación, el arte representa el objetivo último de todas las grandes transformaciones: la libertad y la felicidad de un individuo entero, completo.
1 comentario:
Gracias por compartir estas reflexiones estéticas tan interesantes, nos son de utilidad en el fundamento de nuestro proyecto de arte terapia.
Saludos cordiales¡
Publicar un comentario