20 ago 2015

LA ARMADURA ROMÁNTICA Y EL REFUGIO NARCISISTA



Tras su ruptura con Wagner, Nietzsche se interesa por desenmascarar al tipo de individuo pusilánime e incapaz de afrontar los peligros inherentes a su libertad. Es entonces cuando estudia el “deseo de sufrir” como estrategia pasiva de endurecimiento, como voluntad de anestesiarse, cosificarse, ser pasivo. El romanticismo, a pesar de su aparente limitación, nace del instinto de protección de una vida cansada, débil, que no descarta ningún medio, por desesperado que sea, para conservarse y atrincherarse en lo existente. Para el último Nietzsche, en definitiva, el sueño romántico-wagneriano consiste en un yo acorazado frente a la fragilidad, un yo inmunizado, adaptado y aclimatado en una burbuja artificial y consoladora. 

Desde este punto de vista, lo interesante de la autocrítica que realiza Nietzsche en la segunda edición de El nacimiento de la tragedia no sólo radica en su ajuste de cuentas con el poder seductor de un nihilismo reactivo, sino en su polémica con la sociedad de masas emergente y sus mecanismos de poder. Lo que en la primera edición parecía un profundo culto al genio, en la segunda pasa a ser visto como un sutil mecanismo de dominación que vaticina la alienación de las masas contemporáneas. Cuanto más mecánica y despersonalizada es la experiencia del trabajo industrial, más se busca una compensación narcótica. Es como si, una vez aniquilada la sensibilidad laboral, el individuo buscara un aturdimiento del gusto estético. De ahí la curiosa complicidad entre el cuerpo disciplinado (militar, gimnástico, deportista) y el romántico que busca el dolor trágico o el vacío. 

A pesar de sus frecuentes lamentos contra la vida burguesa, la supuesta cura proporcionada por el arte romántico-wagneriano no puede sino alimentarse parasitariamente de esa vida convencional, decadente. El romántico grita desesperadamente contra la normalización y la vida convencional, pero necesita construir ese refugio para autoafirmarse. Nietzsche comprendió que, bajo la bandera romántica, el dolor masoquista y el lamento trágico también sirven como coartada defensiva para no afrontar el reto experimental de la nueva individuación. El romántico se anula narcóticamente (“sacrificio animal”, lo llama Nietzsche) para vivir atrincherado y no permitir contagio alguno o posibilidad de modificación, de aprendizaje. 

Las expresiones grotescas y autocompasivas, presuntamente trágicas, no sólo no curan al individuo de las causas reales (corporales) de su condición decaída, sino que agravan su enfermedad al desplazar el horizonte real de sus prioridades e intereses. Por eso, Nietzsche arremete contra el mito de los “grandes acontecimientos”, de las “grandes negaciones”, pues a la larga sólo sirven para agudizar el resentimiento frente a lo real. Puede comprenderse así el esfuerzo del Nietzsche maduro por desmantelar esa fortaleza cerrada y majestuosa, llena de misterio, que es el romanticismo: un espacio de huidas y autodesprecios, fantasmagórico, ahistórico, irresponsablemente adolescente, donde la necesidad se convierte en virtud: “La vida de las criaturas que goza salvajemente, que se desgarra, se hastía de su desmesura y aspira a una conversión: igual en Schopenhauer que en Wagner. Ambos de acuerdo con la época: no más mentira ni convención, no más costumbre ni eticidad; monstruosa confesión de que se trata del más salvaje egoísmo. Sinceridad, ebriedad, no suavización”[1]

[1] El nacimiento de la tragedia. VIII.

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