El humanismo estético de Schiller es sobre todo un humanismo heroico. La utopía de la reconciliación entre las dos naturalezas del hombre debe ayudar a completar su naturaleza moral, lo que implica que la cultura se impone a la naturaleza o, lo que es lo mismo, la naturaleza intelectual domina sobre la naturaleza sensible del hombre. El ser humano sólo alcanza su verdadera grandeza y culmina su vocación gracias a esa grieta y al esfuerzo continuo por superarla. La alienación, así, es la condición de la grandeza del hombre moderno. La totalidad original propuesta por los griegos es sólo trascendental. Permite indicar un horizonte ideal. Pero, al igual que hizo Nietzsche posteriormente, Schiller considera que el ser humano ya no tiene primera naturaleza. Sólo nos queda una segunda naturaleza: la cultura.
Por eso Schiller, o al menos el Schiller de las Cartas, se sitúa en lo que podríamos denominar una “Ilustración sentimental” al estilo de Rousseau o Herder, los cuales, sin negar la razón, han querido reencarnarla, escapar a la influencia de un entendimiento demasiado frío y calculador. Por eso el “juego” se presenta como la actividad humana propiamente dicha, en la medida en que combina el instinto sensible y el instinto formal. El hombre está destinado a ser libre, pero esta libertad debe realizarse en el mundo sensible. Hay un deber de libertad, pero también de encarnación. La libertad tiene que enfrentarse a la necesidad de la materia y transformarla. El homo ludens schilleriano es a la vez homo sapiens y homo faber. La belleza es contemplación y acción al mismo tiempo, como nos explica en sus cartas 25 y 26. La alegría que nos provoca la contemplación de lo bello procede de la alegría que sentimos al crear libremente.
Esta antropología schilleriana guarda una clara relación con las reflexiones posteriores de Friedrich Nietzsche y Karl Marx. Por un lado, el homo ludens es un verdadero creador de sí mismo y de su mundo —una especie de Dios—. Hay en Schiller un elogio de la apariencia y de la ilusión que anuncia Nietzsche. Pero no es porque, como en Nietzsche, la apariencia sea todo aquello que queda después de la deconstrucción de toda verdad sustancial o metafísica. Se trata de que en la apariencia se manifiesta el instinto de la forma y, por tanto, la libertad humana. El juego toma en Nietzsche el lugar de una razón totalmente desacreditada en el seno de un universo que sólo tiene una justificación estética. El juego no es más que la expresión de la fuerza plástica de una vida dionisíaca. Para Schiller, sin embargo, la fuerza plástica del arte permanece al servicio de la razón. El juego es para él la metáfora que designa el modo de funcionamiento de una razón ansiosa por encarnarse... y de su triunfo en la historia.
Quizá la relación entre Schiller y Marx pueda parecer, a priori, un tanto atrevida. Sin embargo, el juego schilleriano consiste precisamente en llevar a la práctica ese proceso que debe conducir, según Marx, tanto a la humanización de la naturaleza como a la naturalización del hombre. La utopía social expresada en la carta 27, esto es, la idea de un Estado estético como “Estado de la libertad, la igualdad y la fraternidad”, evoca en cierto modo la aspiración marxista del comunismo (con la importante diferencia de que Schiller reserva el “paraíso” para algunos elegidos). Lo que separa a Schiller de Marx es fundamentalmente el idealismo y el trascendentalismo del primero, lo que le impide reflexionar sobre las circunstancias concretas que permiten al ser humano realizar su “ser genérico” en la historia.
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