La noción de cultura que sostuvo Marcuse desde sus primeras obras sólo puede comprenderse como parte de su proyecto emancipatorio. Más allá de sus aplicaciones concretas o de la pluralidad de sus manifestaciones, la cultura es aquello que nos abre una puerta hacia la esperanza utópica al mismo tiempo que nos permite reconocer la insatisfacción con un presente alienante. Esta concepción de la cultura puede contemplarse desde un doble sentido: por un lado, como apropiación personal de unos condicionantes históricos (costumbres, religión, filosofía, ciencia), es decir, como adscripción del hombre a su tiempo a través de unos roles precisos que dan significado a su conducta. Por otro lado, la cultura mantiene un sentido clásico, ya presente en Goethe o Schiller, como aspiración a la realización plena del hombre en el reino de la libertad: “La cultura resultaría así una manifestación de la pura esencia humana sin la cortapisa de sus conexiones funcionales en la sociedad”.
Marcuse sitúa en Platón el sentimiento de resignación ante el desbordamiento pulsional de la naturaleza propia del hombre. En lenguaje platónico, razón significa liberación de la naturaleza, pero solamente como liberación ascética, es decir, fundamentada en el control de la naturaleza tanto en el interior como en el exterior del hombre. Es así como Marcuse da cuenta del mito ilustrado del dominio humano sobre la naturaleza, frente al que ya se levantaron Nietzsche y Freud. El malestar en la cultura significa el ahogo de las pulsiones vitales y existenciales bajo el imperio de la represión civilizadora. Desde esta posición, la aspiración a la felicidad se convierte en un logro imposible y el placer en una maldad suprema.
La tarea básica de la teoría revolucionaria debe consistir, pues, en hacer patentes las potencialidades humanas acalladas en esta situación histórica que llamamos 'capitalismo avanzado'. Según Marcuse, la realidad natural del capitalismo reposa sobre la negación de la totalidad hombre, que se presenta fragmentada en la división cada vez más transparente entre privaticidad y vida pública. La privaticidad tiene su origen en la erradicación del instinto, sojuzgado a la lógica de la producción. La vida pública contemporánea, por su parte, se limita a representar el rol atribuido en el proceso de intercambio material, sin espacio para la afirmación de una crítica siquiera instrumental.
Los índices de productividad requeridos para la satisfacción de unas necesidades ficticias sobrepasa el grado de neutralización ideológica que el sistema, mediante sus medios de comunicación de masas, impone en defensa de la continuidad. Curiosamente, el capitalismo ha sido capaz de impulsar el progreso técnico a cimas insospechadas. Marcuse llamó la atención sobre la transformación radical del hombre que supuso la exoneración de la necesidad de producir para sobrevivir. Las plusvalías del proceso de acumulación capitalista harían posible la manifestación de otras necesidades dirigidas a la realización del hombre como totalidad.
Asimismo, una de las principales consecuencias del capitalismo es la supresión de la conciencia histórica del individuo. Se destruye cualquier otra forma de existencia distinta del modelo representado por el individualismo burgués degradado. La competividad, la lucha de todos contra todos, el determinismo genético o el afán de lucro se interpretan como condiciones naturales y, por tanto, incorregibles. Desde las nuevas atalayas de la psicología evolutiva y la neurociencia se afirma que el capitalismo es el sistema que mejor se ajusta a la naturaleza humana, por lo que no sólo es el más eficiente sino que además resulta inútil oponerse a él. Se niega, en definitiva, cualquier otro tipo de antropología. Ya en 1929, Marcuse sostuvo que el capitalismo aparece como “una catástrofe de la esencia humana”, puesto que exige la abolición de las condiciones que harían posible un cambio sustancial de estilo de vida. La cosificación de las relaciones sociales, la “naturalización del sistema capitalista” y la decadencia de la vanguardia revolucionaria se transforman, a ojos del filósofo alemán, en claros síntomas de victoria de la unidimensionalidad.
Marcuse sitúa la génesis de esta unidimensionalidad en el proceso del trabajo, que impone un doble condicionamiento a la existencia humana: en primer lugar, el trabajo aparece como actividad propia, cuyos objetivos determina uno mismo en función de sus apetencias personales; y, en segundo lugar, el trabajo se presenta como consecuencia de la necesidad, en razón de unos objetivos externos impuestos objetivamente según la ubicación en el proceso productivo: “La práctica mecánica de la dimensión económica absorbe por entero la existencia y objetifica cuanto de libre práctico exige la práctica de la existencia”.
De esta manera, la vertiente activa del hombre queda reducida a responder a los imperativos de la necesidad, sometidos a su vez a los criterios objetivos de la “racionalidad tecnológica”. Como alternativa a esa “racionalidad tecnológica”, generadora de su correspondiente mecánica de conformismo, Marcuse propugna una “racionalidad crítica”, basada en la prosecución de una existencia gratificadora centrada en el “hombre particular y completo”. Es aquí donde se sitúa la dimensión estética y su potencial emancipatorio.
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