11 abr 2010

MIKE DAVIS: "Es el carácter antiurbano de las ciudades lo que tiene efectos destructivos"



Para los lectores franceses, acostumbrados desde el colegio a distinguir la geografía de la historia, su planteamiento liga de manera penetrante las preocupaciones de orden espacial (de las mutaciones de la ciudad al cambio climático o a la multiplicación de las fronteras), y de las categorías tomadas de esta tradición de la crítica social construida, con Marx, sobre una historia de los modos de producción. ¿De dónde procede, en su caso, esta doble preocupación de la historia y del espacio?

Cuando yo era un adolescente que vivía en la frontera mexicana, mi salvación personal consistía en irme a Tijuana con mi novia, pues era aficionado a los toros, pero también debido a que en esta ciudad había un mercadillo de libros creado por republicanos españoles, que me ofrecía un universo paralelo y desconocido. ¡Iba a Tijuana y me encontraba con los escritos de Lukács sobre estética en cuatro volúmenes! Así descubrí a Althusser al fondo de una estación de autobuses. Y aunque esta ciudad era para los adolescentes de mi edad sinónimo de borracheras y prostitutas, a mi me sirvió de puerta de entrada al mundo de las ideas. Es difícil que se pueda comprender la liberación que sentía cada vez que atravesaba la frontera. Estábamos todavía en la época de la Guerra Fría. Mi padre trabajaba en los mataderos, donde había fundado el sindicato local. Era demócrata y adepto del New Deal, pero tenía dos amigos croatas, que estaban fichados como comunistas, dado que varios miembros de su familia habían formado parte de los partisanos de Tito, y que su padre, que había emigrado a Arizona, pertenecía los Industrial Workers of the World (IWW).

A comienzo de los años cincuenta, se había establecido una comisión de «actividades antiamericanas», ante la cual testificaban públicamente los comunistas corrientes y a los que se les arruinaba la vida en directo. Se expulsaba a sus familias y amigos de los terrenos en que tenían las autocaravanas, los vecinos les tiraban piedras...Estos dos amigos de mi padre eran para mí como unos tíos. Pero después de desfilar ante la comisión, todo el mundo los evitaba, nadie quería darles trabajo...Estas dos personas fueron mis primeros maestros, sobre todo uno de ellos, Lean Gregovitch. Sufrió un ostracismo tal que acabó de cocinero en una pequeña ciudad de montaña — al estilo del Lejano Oeste — perdida en medio de la nada. En aquella época yo trabajaba de repartidor de carne, y cuando iba a su casa, me invitaba a sentarme, me llenaba un vasito de vino y me decía: «Mike, ¡tienes que leer a Marx!». Y yo le respondía: «Pero, ¿qué es lo que tiene Marx, Lean?», y decía él entonces: «No lo sé, nunca he podido leerlo, pero tú eres un chico inteligente, debes leer a Marx». Pocas cosas me han afectado tanto como la partición de Yugoslavia, porque los amigos de mi padre y los vínculos que mantenían con los partisanos yugoslavos me habían dado un sentido muy agudo de los sacrificios que habían hecho falta para levantar ese país. Por eso resultó para mí mucho más difícil que el derrumbe de la Unión Soviética.


Viviendo por tanto en la frontera mexicana, ¿cómo contempla la situación de los latinos en los Estados Unidos, que sacaron a la luz las grandes manifestaciones de 2006?

La primera gran manifestación contemporánea de los latinos data de 1993, con la sorprendente campaña de protesta contra la «proposición 187», que endurecía el estatus de los sin papeles en California, y habría vuelto a excluirles de la ayuda médica y a expulsar a sus hijos de las escuelas. Pero en el año 2006 nadie se esperaba una movilización de estas dimensiones. Fue una de las experiencias más intensas de mi vida. Durante décadas me había dado cabezazos contra la pared, tratando de organizar movimientos en Los Ángeles, y hete aquí que, de pronto, teníamos una manifestación cientos de veces mayor que las que se habían podido ver en el caso de los movimientos contra la guerra. Al desfilar desde los barrios del Este de Los Ángeles y atravesar el río camino del Ayuntamiento, se pasa al lado de un enorme centro penitenciario, cerca de una pequeña colina. ¡Desde allí podía uno darse cuenta de toda la gente que había! Era algo increíble, ¡por todas partes! Tenías la impresión de haberte convertido de pronto en una mariposa después de no haber sido más que una oruga. Y todo alrededor otras orugas estaban a punto de hacer eclosión. Era la primera vez en que podía medirse el inmenso potencial político de los latinos, y darse uno cuenta de hasta qué punto esta población formaba en realidad una mayoría.

Se habría podido pensar que esta población, habiendo tomado conciencia de su poder, no podía más que seguir después hacia adelante. Pero había todavía muy pocas organizaciones capaces de estructurar ese movimiento, y esto no ha cambiado desde entonces. El potencial político que tuvo su expresión en ello no se ha materializado por tanto. Y los latinos siguen siendo blanco privilegiado de los ataques más desleales. Mi mujer no tiene papeles y nuestra vida cotidiana está totalmente organizada para evitar toda circunstancia que entrañe riesgo para ella. A ella le encanta hacer dedo e ir a la montaña, pero no podemos, porque la policía de fronteras está por todas partes. Igual que en Europa, no nos enfrentamos a una sola frontera. Las fronteras se repiten aquí y allá y por donde quiera que vayas hay zonas de control.

Es la cantinela de toda la historia norteamericana. Todas las generaciones de inmigrantes han conocido esas experiencias. Pero lo que resulta nuevo es que esta experiencia se asume ahora dentro de un continuum geopolítico. Ya no se habla de inmigración sino de seguridad. Y una de las cosas que ha cambiado entonces es la manera de atravesar la frontera. Antes se iba primero a buscar a algún hombrecillo del lugar que llevara estos asuntos, algún emprendedor que supiera cómo cruzar. Le pagabas y él te pasaba, los había a cientos. Pero la militarización de la frontera ha dejado vía libre a los cárteles de la droga, organizados en multinacionales. Si eres muy pobre, ya no te puedes permitir cruzar. Antes, cuando conseguías cruzar, era un poco como los trabajos al servicio de la comunidad, vendías naranjas en Los Ángeles durantes tres meses para devolver el dinero. Ahora a la gente se le pide que transporte droga.

La guerra contra el terrorismo, la guerra contra la droga o el arsenal de seguridad forman parte de una mecánica enmarañada, que se ha vuelto increíblemente lucrativa. Son las grandes empresas las que construyen prisiones privadas para los clandestinos o las que desarrollan tecnologías para vigilar la frontera. En San Diego, donde vivo, he visto desarrollarse las tecnologías de vigilancia utilizadas simultáneamente en Irak, en la frontera y en nuestras ciudades. La universidad de San Diego — la de Marcuse, la de Angela Davis — es uno de los lugares donde se han sembrado los gérmenes de una sociedad literalmente orwelliana. Y son los inmigrantes los que han sufrido el regreso del garrote más violento del mundo tras el 11 de septiembre.


La ciudad miseria global

En su trabajo, las transformaciones urbanas aparecen a la vez como un precipitado de las contradicciones sociales contemporáneas, y como una apuesta muy real en torno a la cual se enfrentan las técnicas de mantenimiento del orden y las formas de resistencia desesperada : la ciudad-espejo y la ciudad-campo de maniobras. Así se ve sobre todo en Planet of Slums [Planeta de ciudades miseria], [2] donde se trata de leer la política mundial a través de la expansión de las ciudades miseria, y de mostrar cómo los barrios de chabolas desestabilizan el orden político, obligándole a inventar nuevos modelos. ¿Cómo se articulan esas dimensiones en su reflexión?

Comienzo siempre disculpándome cuando hablo de Planet of Slums: no he vivido en Dhâkâ (Bangladesh) ni en las Colonias Populares de México. He trabajado principalmente en la Universidad de Berkeley, que dispone de uno de los mejores fondos documentales en lo que respecta al desarrollo urbano. Soy una especie de buscador a todos los niveles, un kamikaze de biblioteca: voy allí, me llevo libros, los fotocopio, y me fabrico un corpus de un millar de libros y artículos en inglés, y en menor medida en francés.

No he buscado, por cierto, sólo tesis provocadoras; quería ver qué puntos comunes se desprendían de todos los estudios sobre ciudades en expansión, y me he centrado en dos temas especialmente preocupantes desde hace unos veinte años.

En primer lugar, hay cada vez menos alojamientos disponibles para los pobres en los centros metropolitanos; para encontrar donde vivir, hace falta alejarse cada vez más del centro, en los lugares más peligrosos. Y hasta los alojamientos más informales son objeto de mercadeo. Los pobres deben comprar su terreno, o — sobre dónde esté, se cierran los ojos — alquilarlo a quienes son tan pobres como ellos. Esta privatización del espacio ha destruido la válvula de seguridad que constituía, hasta los años 70 y 80, la relativa libertad de instalarse.

Luego, las posibilidades ofrecidas por la economía informal — traperos, vendedores callejeros, trabajadores a jornal, etc. — se han reducido considerablemente: hay muy poco trabajo, hemos entrado en el tiempo darwiniano en el que la competición por sobrevivir es cada vez más dura. En Planet of Slums empecé a explorar la relación entre esta intensa competencia en la economía informal y las violencias interétnicas en las comunidades pobres. La consecuencia mecánica de un mercado de trabajo completamente saturado es su control por parte de las comunidades, hasta para los empleos peor pagados, de acuerdo con criterios de pertenencia étnica, de lengua, de lealtad a un clan, etc.

Ese era, desde luego, ya el caso en el siglo XIX: los inmigrantes irlandeses — ¡mis antepasados! — sabían muy bien cómo controlar el mercado de trabajo con el fin de reservarse empleos. Se puede por tanto preguntar en qué medida el aumento de las tensiones interétnicas no se desprende de la estructura misma de las economías informales, incluyendo las sociedades o las ciudades en las que existe una fuerte tradición de solidaridad obrera. Es lo que se observa, por ejemplo, en África del Sur con los progromos contra los inmigrantes de Zimbabwe. Aún resulta más impresionante en Bombay: en la época de esplendor de la industria textil, los representantes sindicales de los trabajadores hindúes, musulmanes, tamiles, etc., pertenecían a una misma cultura obrera; cuando han cerrado las fábricas, se ha visto el ascenso al poder, en los barrios populares, de partidos estrictamente confesionales. El partido dominante hoy es allí el Partido Nacionalista Hindú. La desindustrialización, el desmoronamiento o declive del movimiento obrero, y el ascenso de partidos confesionales que controlan el mercado de trabajo, el alojamiento y, en cierta medida, el acceso al microcrédito están pues íntimamente ligados.

Los piqueteros sudamericanos son la excepción a la regla: los trabajadores de los mataderos en Argentina, los mineros en Bolivia, los estibadores en Venezuela, han importado con éxito las técnicas del movimiento obrero en las ciudades miseria; en el momento en que perdían los medios para desarticular la economía bloqueando las fábricas, han descubierto los medios para bloquear las ciudades y controlar los accesos, como sucedió en El Alto, en Bolivia, donde el bloqueo del aeropuerto ha desarticulado la economía.


¿Ve usted por tanto en estos movimientos no la supervivencia de antiguas formas de lucha antiguas sino un posible contramodelo?

Hay una apuesta fundamental en un mundo destinado a volverse cada vez más urbano, y en el que el 90% de las ciudades estarán situadas en los países en desarrollo: la búsqueda de nuevas formas de actuar para millones y millones de personas que, aunque estén marginadas, pueden sin embargo tener un peso en la economía-mundo, gracias a su capacidad de bloquear las ciudades. Esta excepción latinoamericana es a mi entender una alternativa a un mundo en el que los atentados con coche bomba y las represalias con grandes contingentes de helicópteros se convertirían en la norma. El control de las megalópolis es, desde hace 20 años, una apuesta de primer orden. La ocupación de Ciudad Sadr, probablemente la ciudad miseria más grande del mundo, en Bagdad, ha inaugurado un modelo, con la militarización del mantenimiento del orden.

Pensemos igualmente en las intervenciones militares en Puerto Príncipe, en Haití. Los norteamericanos y los brasileños, con ese matrimonio curioso entre Bush y Lula, han inaugurado un modo de acción concertado de mantenimiento de la paz como forma de retomar el poder eficazmente. Esa es la solución por la que se interesa el ejército norteamericano desde el inicio de los años 90, y debido a la bofetada que supuso para los norteamericanos, pese a pérdidas relativamente leves — 19 o 20 muertos —, la matanza de rangers en Mogadiscio. En ese momento es cuando han comprendido que la ciudad miseria era un nuevo escenario de luchas de poder.

En los países del Tercer Mundo, allí donde se han debilitado las capacidades de inversión del Estado, se desarrolla una hemorragia de poderes: la gente se vuelve hacia modos alternativos de gobierno. Más allá de todo el mal que causan, veamos qué papel desempeñan las redes de traficantes de droga o las bandas de todos los géneros en el mantenimiento del orden, y de modo más general, en la estructuración de lo cotidiano en las favelas de Río de Janeiro, allí donde la policía de todos modos no interviene. La tendencia no ha hecho más que acelerarse en los últimos veinte años, lo que obliga a los gobiernos a plantearse la cuestión: « ¿Cómo retomar el
control?»

Yo creo que la guerra urbana y las guerras entre bandas van a convertirse en un problema de importancia geopolítica. Los antiguos modelos para mantener el orden son ineficaces en las ciudades miseria: imposible desestabilizar una red anárquica e invertebrada de ciudades miseria, en las que no hay centrales eléctricas ni infraestructuras, tal como se reprimía una revuelta en una vieja capital como Belgrado. Intente además cargar y sus tropas se verán diezmadas. Se ha hecho un esfuerzo colosal para comprender este nuevo terreno de guerra en el que está a punto de convertirse la ciudad miseria.


Ciudades vulnerables

Frente al análisis de las nuevas estrategias desplegadas por las grandes potencias para el control de estos espacios urbanos, su historia del coche bomba aparecía como una vertiente a la vez «low tech» e imparable de luchas. Los «car bombs» son para usted a la vez el modelo de lo incontrolable al que no consiguen oponerse los esfuerzos exponenciales de control, y el producto de una situación mundial en la que poblaciones enteras, por el hecho de estar excluidas del campo económico, andan buscando formas de expresar su cólera. ¿Cómo se le ocurrió este proyecto?

Viví durante varios años en Belfast, primero en 1974-1975, y después en 1981, durante la huelga de hambre de Bobby Sands y otros militantes del IRA. Esto influyó profundamente en mi vida. Cuando en 1993 el World Trade Center fue objeto de un atentado con un camión bomba, yo trabajaba en L.A. Weekly y escribí que debíamos comprender la cólera y sus razones porque, cuando vivía en Belfast, no podías caminar sin acabar en medio de una refriega. Es un misterio que no me pegaran nunca un tiro, pero he visto explotar un coche bomba, algo increíblemente potente y aterrador. Que un atentado de este género llegara a América mostraba que hemos rebasado un límite. Luego quise remontarme a la genealogía de los atentados con coche bomba. Y cuanto más los estudiaba, más veía el punto de vista de los revolucionarios, aun cuando se trate de un arma a la que habrá siempre que oponerse. Es el equivalente de los bombardeos aéreos, y hay casi siempre mueren víctimas inocentes, pero se trata de un arma imparable. Puedes construir enclaves de seguridad como la «Zona Verde» de Bagdad, donde se encuentra la embajada norteamericana: una ciudadela cuasi medieval defendida por carros Abrams y helicópteros de combate. Puedes intentar proteger el corazón del gobierno o la alta burguesía…Pero la cosa más eficaz que llegó a realizar el IRA fue detonar un camión cargado de explosivos en la City de Londres. Murió una persona accidentalmente, pero lo que se buscaba eran los daños económicos, ¡y fueron demoledores! Se produjeron daños materiales por valor de mil millones de libras. A dos minutos andando del edificio de Lloyds, esta explosión demuestra la vulnerabilidad de los centros urbanos en una economía mundializada.

En los Estados Unidos, hubo toda una histeria en torno a la forma en que se podrían localizar y tomar como blancos los principales servidores de la red informática para paralizar Internet. Hollywood le ha sacado partido realizando esta película con Bruce Willis, Die Hard 4, en la que los terroristas atacan las infraestructuras del país y cortan todas las comunicaciones del territorio.

Decidí trabajar sobre los coches bomba porque las minas antipersonas son muy eficaces, pero no lo son más que a condición de disponer de una tecnología militar, de antiguos soldados...Cuando el arma se disimula en la circulación, cuando el «ingenio explosivo» es un simple automóvil, cuando cualquiera puede — en América, cuando menos — ir al supermercado, comprar abono químico con nitratos, mezclarlo con gasóleo, y obtener una bomba lo bastante potente como para destruir un edificio moderno de acero, cuando dispones de un arma que, mientras no se invente una máquina capaz de detectar algunas moléculas de nitrato en un embotellamiento de 5.000 coches, es imparable. Este tipo de acción la utilizan movimientos que tienen una base social fuerte, como Hizbolá en el Líbano, e individuos aislados. Sólo hicieron falta dos hombres para pulverizar un edificio de Oklahoma City en 1995, Timothy McVeigh y Alfred Murrah. Es también un arma que se presta particularmente bien a las operaciones de desestabilización llevadas a cabo por los servicios secretos: así de fácil resulta maquillar la responsabilidad.

Tenía intención de escribir — y todas mis investigaciones se han orientado en este sentido — una historia del terrorismo revolucionario haciendo una distinción entre el terrorismo revolucionario de antes de la Primera Guerra Mundial y el de antes de los años 60, a fin de mostrar que el terrorismo revolucionario clásico nada tiene que ver moralmente con los atentados tal como se realizan hoy en día. Los grupos de acción directa de los socialistas rusos habrían preferido matarse antes que hacer explotar un dispositivo que pudiera matar a civiles. Hay muy pocos ejemplos de violencia ciega. Creo, pues, que el terrorismo es un concepto completamente inútil, porque es un cajón de sastre. Lo que se precisa es una tipología.

De hecho, tanto el libro sobre el coche bomba como el libro que he escrito sobre la gripe aviar se «cayeron» de Planet of Slums, como se dice en el cine. El primero muestra la vulnerabilidad de las ciudades atacadas en pleno corazón, en el cruce de las redes de comunicación. El segundo, la vulnerabilidad de las ciudades a las nuevas enfermedades, sobre todo después de que se industrializase el proceso de cría de ganado. Por un lado, la industria agroalimentaria crea las condiciones de aparición y propagación de nuevas enfermedades, sobre todo víricas; por otro, es responsable de crisis alimentarias de unas dimensiones asombrosas, que parecen devolvernos a la época de Dickens.