1 sept 2015

A MODO DE EPÍLOGO



A modo de epílogo

Xavier Artigas, coautor del proyecto ‘Culturas audiovisuales emancipadoras: deconstruyendo códigos activistas’, coincidiría con Marcuse en que el arte por sí solo tal vez no pueda cambiar el mundo, pero sí puede contribuir a transformar la conciencia y los impulsos de personas capaces de cambiarlo.

Narrar varios episodios de tortura en la Barcelona contemporánea es algo necesario. Lo es desde un punto de vista ético-político. Ahora bien, ¿es indispensable renunciar a la sublimación estética? ¿Puede el naturalismo despertar conciencias? ¿Puede llegar a un público amplio o, al menos, a sectores que no estén previamente convencidos del mensaje que se pretende transmitir? ¿Cómo llegar más allá, cómo enlazar la potencia del arte con la necesidad de denuncia y transformación?

Nietzsche nos enseña que una concienciación social basada solamente en el suministro de información es inútil. La racionalidad no es más que una construcción secundaria, muchas veces superflua o accesoria respecto al verdadero funcionamiento del organismo en relación con su medio. Son los impulsos los que actúan como una especie de memoria de evaluaciones vitales incorporadas a los mecanismos de la acción. El cuerpo funciona como primera instancia en nuestros comportamientos reales. Por eso no basta con aumentar nuestra información para alterar nuestra manera de interpretar la realidad. El exceso de información, paradójicamente, puede contribuir a la fragmentación, a la inmunización y a la congelación de la reacción.

Por otro lado, el rechazo de la sublimación estética reduce las obras de arte a la condición de fragmentos de la misma sociedad a la que se dirigen. Por eso, como indicarían Vattimo o Marcuse, la obra de arte sólo puede alcanzar relevancia política como producción autónoma. No se trata de una autonomía absoluta, encerrada en sí misma, sino de una autonomía relativa, en conexión con los acontecimientos y con la vida en su sentido más amplio. La forma estética es la que nos permite elevarnos más allá de los mecanismos cognitivos convencionales y resistir a la integración en lo dado, en lo existente. 

La sublimación estética puede ayudarnos a definir como problemática, injusta o ilegítima una situación hasta entonces aceptada como natural. Al igual que los movimientos sociales, el arte puede provocar una liberación cognitiva, esto es, el cuestionamiento de principios, valores y actitudes aprendidos e interiorizados socialmente. Los mecanismos más efectivos de poder ya no son directos (militares, burocráticos), sino difusos (ideológicos, financieros). La resistencia frente a estos poderes difusos requiere esfuerzos simbólicos, cognitivos, que nos ayuden a desenmascarar las distorsiones ideológicas que consolidan las relaciones de dominación imperantes. La inconsciencia con respecto a las ideologías no se puede superar solamente por la vía socrática-racional, y mucho menos a través del aislamiento romántico. Por eso, la sublimación estética y una subjetividad renovada, vitalista y equilibrada resultan más necesarias que nunca. 


“El arte posee su propio lenguaje e ilumina la realidad sólo a través de este otro lenguaje. El arte posee, por otra parte, su propia dimensión de afirmación y negación, una dimensión imposible de coordinar con el proceso social de producción”. La dimensión estética, Herbert Marcuse


31 ago 2015

LA ESTÉTICA DE LA RESISTENCIA




Para Marcuse, la verdad única del arte rompe tanto con la realidad cotidiana como con la extraordinaria. El arte consiste en la trascendencia hacia esa dimensión en la cual su autonomía se confirma como la autonomía en contradicción. Cuando el arte abandona esa autonomía, y con ella la forma estética que la expresa, sucumbe ante aquella realidad a la que trata de apresar y denunciar. Y si bien el abandono de la forma estética es capaz de proporcionar lo inmediato, el rechazo de la sublimación estética reduce las obras de arte en pedazos y fracciones de la misma sociedad cuyo contra-arte pretende ser. El anti-arte resulta ser, desde el principio, autodestructivo.

Las diversas fases y tendencias del contra-arte o del no-arte comparten una suposición común: la época contemporánea se caracteriza por una desintegración de la sociedad que convierte en falso, cuando no en imposible, cualquier intento de otorgar significado. Estamos experimentando no la destrucción de toda totalidad, unidad o concordancia, sino más bien la destrucción de la regla y el poder de la totalidad. La catástrofe no consiste en la desintegración, sino en la reproducción e integración de lo existente, de lo dado. En la cultura intelectual de nuestra sociedad, la forma estética configura aquello que en razón de su carácter otro es capaz de resistir a esa integración.

Para Marcuse, la obra de arte sólo puede alcanzar relevancia política como producción autónoma. La forma estética es esencial en su función social; las cualidades de la forma niegan las características de la sociedad represiva. La autonomía del arte y su potencial político se manifiestan en el poder cognitivo y emancipatorio de aquella sensualidad. De hecho, resulta revelador que todos los ataques contra el arte autónomo en sociedades pasadas se hayan fundamentado en la denuncia de la sensualidad y la defensa de la moralidad y la religión. La quema de cuadros y estatuas en el alto Medioevo no es sólo una muestra de fanatismo violento, sino más bien la reacción resentida de un ideal de vida pequeño-burgués, anti-intelectual, como el del “último hombre” de Nietzsche. Como expresaba Adorno: “La hostilidad contra la felicidad, el ascetismo, esa especie de ethos que balbucea constantemente nombres como Lutero o Bismarck, no desea la autonomía estética”.

La autonomía del arte refleja la ausencia de libertad de los individuos en una sociedad sin libertad. Si las personas fuéramos libres, el arte sería entonces la forma y la expresión de nuestra libertad. Por eso, la ley a la que obedece el arte no es la propia del principio de realidad sino la de su negación; pero, como la mera negación sería abstracta, es necesaria una superación trascendente mediante la cual pasado y presente deslicen su sombra sobre su realización. La auténtica utopía, por tanto, estaría basada en la memoria. En la medida en que el arte nos permite recordar las metas no alcanzadas, los sueños no realizados, los héroes ninguneados, las utopías no culminadas, las esperanzas frustradas, también puede servir como “idea reguladora” en la desesperada lucha por la transformación del mundo. Contra el sometimiento continuado de los individuos a las condiciones objetivas y a las relaciones de dominación, el arte representa el objetivo último de todas las grandes transformaciones: la libertad y la felicidad de un individuo entero, completo.

30 ago 2015

EL ARTE REVOLUCIONARIO COMO ENEMIGO DEL PUEBLO



Para el último Marcuse, el alejamiento del arte del proceso de producción material le ha permitido desmitificar la realidad reproducida a lo largo de este proceso. Por eso, el arte desafía el monopolio de la realidad establecida para determinar qué es lo real, y lo hace creando un mundo ficticio que, sin embargo, es “más real que la propia realidad”. La acción de Hamlet se puede transferir del mundo cortesano al mundo de la producción material. También se puede variar el marco histórico y modernizar la conspiración de Antígona. Ahora bien, si esta adaptación o traducción quiere penetrar y comprender nuestra realidad cotidiana tiene que someterse a la estilización estética. Esta estilización permite descubrir lo universal en la situación social concreta.

Gracias a las verdades universales, transhistóricas, el arte apela a una conciencia que no es solamente la de una clase social concreta, sino más bien la de los seres humanos como especie, desarrollando el conjunto de sus facultades vitales. La tradición ortodoxa marxista sostiene que el sujeto de esa conciencia es el proletariado, porque es la única clase en la sociedad capitalista que no tiene ningún interés en conservar la realidad existente. De acuerdo con esta concepción, la conciencia del proletariado sería también la que validase la verdad del arte. Frente a esta posición ortodoxa, Lucien Goldmann se pregunta qué sucede en una sociedad capitalista avanzada en la que la clase trabajadora ya no solamente no es la negación de la sociedad existente, sino que está en gran medida integrada en ella. ¿En qué términos se establece la conexión entre las estructuras económicas y las manifestaciones artísticas en una sociedad en la que esta relación se da fuera de la conciencia colectiva, es decir, sin fundamentarse en una progresiva conciencia de clase?

Para Adorno, por ejemplo, ésa sería precisamente la situación en la que se impone la autonomía del arte: la expresión artística como absoluta enajenación. La tradición marxista ortodoxa sostendría que las obras de arte alienadas son elitistas o síntomas de decadencia; sin embargo, Adorno replicaría que constituyen configuraciones auténticas de las contradicciones que definen a toda una sociedad y seducen cuanto cae a su alcance, incluso a las propias obras de arte enajenadas. Las estructuras económicas se imponen y determinan el valor de uso —y, por extensión, el valor de cambio— de las obras de arte, pero no por ello establecen lo que son y lo que afirman.

Aquello que en el arte se presenta alejado de la praxis de cambio social exige ser reconocido como elemento necesario en una futura praxis de liberación. El arte no puede cambiar el mundo, pero puede contribuir a transformar la conciencia y los impulsos de personas capaces de cambiarlo. Precisamente los movimientos sociales de los años sesenta buscaban una transformación radical de la subjetividad y la naturaleza de la sensibilidad, la imaginación y la razón. Iniciaron una nueva visión de las cosas mediante la infiltración de la superestructura ideológica en la base. Hoy, sin embargo, ni siquiera la grave crisis socioeconómica que afecta a Europa ha conseguido seducir (salvo excepciones) a una clase trabajadora que no muestra interés por los grandes cambios. ¿Debe el arte expresarse, por tanto, en el lenguaje de esa mayoría que ha demostrado no desear un gran cambio?

El Marcuse de La dimensión estética sostiene que, en este contexto, el elitismo puede tener un contenido radical. Trabajar por la radicalización de la conciencia significa hacer explícita y consciente la discrepancia material e ideológica entre el escritor y el pueblo, en lugar de oscurecerla y disimularla. El arte revolucionario puede convertirse, así, en “el enemigo del pueblo”. La transformación de la conciencia es algo más que un desarrollo de la conciencia política, la cual aspiraría, en el mejor de los casos, a un nuevo sistema de necesidades. La emancipación de la sensibilidad, la imaginación y la razón van mucho más allá de la mera propaganda. Sus formas de expresión no son traducibles al lenguaje de la estrategia política o económica.

El arte constituye una fuerza productiva cualitativamente diferente del trabajo. Sus cualidades esencialmente subjetivas se afirman a sí mismas frente a la dura objetividad de la lucha de clases. Los escritores que se identifican con el proletariado son marginados, y lo son no solamente porque su origen no sea “obrero”, ni porque su actividad se desarrolle lejos de la fábrica o la oficina. Son marginados por la trascendencia especial del arte, que hace inevitable el conflicto entre éste y la praxis política. Es lo que le ocurrió al surrealismo, sin ir más lejos. 

Marcuse reprocha a la tradición marxista su desprecio de la “interioridad”, ya que, si bien es cierto que la “subjetividad” constituye un logro indiscutible de la era burguesa, no menos cierto resulta que esa misma interioridad, esa autorreflexión del individuo, constituye una fuerza antagónica en la sociedad capitalista. En efecto, el concepto de individuo se ha convertido en el contrapunto ideológico del sujeto económico competitivo y del autoritario cabeza de familia. El “vuelo hacia la interioridad” y la insistencia por conseguir una “esfera privada” pueden servir de baluarte contra una sociedad que administra todas las dimensiones de la existencia humana. La interioridad y la subjetividad son susceptibles de convertirse en el espacio interno y externo para la subversión de la experiencia, para la creación de otro universo. El rechazo del individuo como un “concepto burgués” recuerda y presagia actitudes fascistas. La defensa de la solidaridad y la comunidad no presupone la absorción aniquiladora de lo individual; por el contrario, tiene su origen en la decisión autónoma del individuo. La comunidad es la unión de individuos libres, no de masas.

Ahora bien, si la subversión de la experiencia propia del arte y la rebelión contra el principio de realidad implícito en esta subversión no pueden traducirse en praxis política, si el potencial radical del arte consiste precisamente en esa no-identidad, entonces ¿cómo puede encontrar ese potencial una obra de arte y de qué forma puede convertirse en un factor decisivo para la transformación de la conciencia?

29 ago 2015

LA DIMENSIÓN ESTÉTICA



Como otros discípulos de Horkheimer, Marcuse muestra su admiración hacia la concepción kantiana del acto estético como vínculo de esperanza en el futuro de la humanidad. “Desde que el arte conquistó su autonomía”, escribió Horkheimer, “ha preservado la utopía que se desvaneció en la religión”. El arte alcanza así a constituir la expresión más acabada del “legítimo interés del hombre por el futuro” y se convierte en una promesa de felicidad.

Marcuse también admitió la influencia de Adorno en lo que se refiere al análisis y la función de los objetos de arte en el mundo contemporáneo. La obra de arte deja paso a la producción imaginativa dirigida al consumo. Ese es el destino de las vanguardias artísticas, incapaces de soslayar las limitaciones de difusión de mercado a que se ven sometidas como productoras de mercancías enfrentadas a la demanda de renovación constante. Para Adorno, el único objetivo que puede esperarse aún del arte es que nos haga patente la vacuidad de nuestras “vidas dañadas” a través de la representación de otras posibilidades de realidad más satisfactorias. Sin embargo, también aquí el arte parece incapaz de superar el engaño, pues si bien nos muestra una vida potencial diversa y mejor, se limita a presentárnosla como apariencia/fantasía, sin que jamás sea posible su traducción a la vida real.

A la obra de arte corresponde, según la crítica de Adorno, el testimonio de todas las carencias del hombre contemporáneo: debe preservar la imitación de la naturaleza (mímesis), pero a la vez consiste fundamentalmente en la construcción imaginativa y libre de objetos. Debe aspirar a la validez objetiva y universal (hecho social), mientras que simultáneamente constituye una expresión del sujeto particular. Adorno se debate entre polarizaciones que sólo tienen en común la repulsa generalizada del presente, pero que en su generalización trivializan la complejidad de la interacción que media entre el deseo de un arte autónomo y la estratificación capitalista de su comercialización. 

Marcuse, por su parte, apelará en La dimensión estética a la reconciliación erótica del hombre con la naturaleza, una reconciliación fundamentada, principalmente, en la Crítica del juicio de Kant. El juicio estético aspira al conocimiento enriquecido por el sentimiento del placer. De Kant asume también Marcuse la concepción del placer estético como ámbito de la sensibilidad y la belleza. Para Kant, la experiencia estética se manifiesta ajena a la utilidad y a todo propósito exterior. La realidad cotidiana y la experimentación racional del mundo son dos obstáculos perturbadores que nada cuentan para la perfección intelectual de la obra de arte legitimada como proceso mental.

Marcuse nunca se desprendió totalmente del idealismo estético kantiano. Sin embargo, le añadió el idealismo de la sensibilidad de Schiller y los románticos alemanes. Si para Kant la actitud estética era considerada como no real (o idealmente real), Schiller opta por integrar en ella los factores pulsionales que tradicionalmente conforman la sensualidad. La belleza debe liberar al hombre de las condiciones de existencia inhumanas: el juego y el placer serán los signos de la libertad cuando haya desaparecido la coacción de la miseria y la necesidad. Marcuse encomienda también a la actividad estética la reconciliación entre razón y sensibilidad, aunque para ello recurre a la terminología freudiana de los principios de realidad y de placer: “El instrumento de pacificación universal es la imaginación; sólo ésta es la verdad del hombre”. Es ahí, pues, donde habrá que buscar los nuevos modelos de realización individual.

El arte alienta la empresa de una nueva realidad para el hombre. Lejos de remitir exclusivamente al pasado, los símbolos y arquetipos artísticos pueden servir de modelo para las sociedades industrializadas. La creación artística detenta el protagonismo en la oposición frente a la racionalidad dominante, puesto que representa un orden distinto, invoca a la sensualidad y se enfrenta a los tabúes de la lógica del beneficio y la represión. 

Desgraciadamente, el fracaso de la rebelión estudiantil y la comercialización de las prácticas liberadoras amortiguaron las primeras ilusiones emancipadoras de Marcuse. Desde los años setenta parecía imposible confiar en la transformación estética de la sociedad o en la realización del arte. La razón última del arte quedaba reducida al reflejo de sí mismo como una “totalidad armónica” que jamás alcanzaría el hombre. En las obras tardías de Marcuse se percibe el desvanecimiento de la esperanza en las posibilidades emancipadoras de la contracultura. Sin embargo, La dimensión estética ofreció una última esperanza: la autonomía del arte.

28 ago 2015

MARCUSE Y EL POTENCIAL EMANCIPATORIO DEL ARTE: LA CULTURA Y LA RACIONALIDAD CRÍTICA



La noción de cultura que sostuvo Marcuse desde sus primeras obras sólo puede comprenderse como parte de su proyecto emancipatorio. Más allá de sus aplicaciones concretas o de la pluralidad de sus manifestaciones, la cultura es aquello que nos abre una puerta hacia la esperanza utópica al mismo tiempo que nos permite reconocer la insatisfacción con un presente alienante. Esta concepción de la cultura puede contemplarse desde un doble sentido: por un lado, como apropiación personal de unos condicionantes históricos (costumbres, religión, filosofía, ciencia), es decir, como adscripción del hombre a su tiempo a través de unos roles precisos que dan significado a su conducta. Por otro lado, la cultura mantiene un sentido clásico, ya presente en Goethe o Schiller, como aspiración a la realización plena del hombre en el reino de la libertad: “La cultura resultaría así una manifestación de la pura esencia humana sin la cortapisa de sus conexiones funcionales en la sociedad”.

Marcuse sitúa en Platón el sentimiento de resignación ante el desbordamiento pulsional de la naturaleza propia del hombre. En lenguaje platónico, razón significa liberación de la naturaleza, pero solamente como liberación ascética, es decir, fundamentada en el control de la naturaleza tanto en el interior como en el exterior del hombre. Es así como Marcuse da cuenta del mito ilustrado del dominio humano sobre la naturaleza, frente al que ya se levantaron Nietzsche y Freud. El malestar en la cultura significa el ahogo de las pulsiones vitales y existenciales bajo el imperio de la represión civilizadora. Desde esta posición, la aspiración a la felicidad se convierte en un logro imposible y el placer en una maldad suprema. 

La tarea básica de la teoría revolucionaria debe consistir, pues, en hacer patentes las potencialidades humanas acalladas en esta situación histórica que llamamos 'capitalismo avanzado'. Según Marcuse, la realidad natural del capitalismo reposa sobre la negación de la totalidad hombre, que se presenta fragmentada en la división cada vez más transparente entre privaticidad y vida pública. La privaticidad tiene su origen en la erradicación del instinto, sojuzgado a la lógica de la producción. La vida pública contemporánea, por su parte, se limita a representar el rol atribuido en el proceso de intercambio material, sin espacio para la afirmación de una crítica siquiera instrumental.

Los índices de productividad requeridos para la satisfacción de unas necesidades ficticias sobrepasa el grado de neutralización ideológica que el sistema, mediante sus medios de comunicación de masas, impone en defensa de la continuidad. Curiosamente, el capitalismo ha sido capaz de impulsar el progreso técnico a cimas insospechadas. Marcuse llamó la atención sobre la transformación radical del hombre que supuso la exoneración de la necesidad de producir para sobrevivir. Las plusvalías del proceso de acumulación capitalista harían posible la manifestación de otras necesidades dirigidas a la realización del hombre como totalidad.

Asimismo, una de las principales consecuencias del capitalismo es la supresión de la conciencia histórica del individuo. Se destruye cualquier otra forma de existencia distinta del modelo representado por el individualismo burgués degradado. La competividad, la lucha de todos contra todos, el determinismo genético o el afán de lucro se interpretan como condiciones naturales y, por tanto, incorregibles. Desde las nuevas atalayas de la psicología evolutiva y la neurociencia se afirma que el capitalismo es el sistema que mejor se ajusta a la naturaleza humana, por lo que no sólo es el más eficiente sino que además resulta inútil oponerse a él. Se niega, en definitiva, cualquier otro tipo de antropología. Ya en 1929, Marcuse sostuvo que el capitalismo aparece como “una catástrofe de la esencia humana”, puesto que exige la abolición de las condiciones que harían posible un cambio sustancial de estilo de vida. La cosificación de las relaciones sociales, la “naturalización del sistema capitalista” y la decadencia de la vanguardia revolucionaria se transforman, a ojos del filósofo alemán, en claros síntomas de victoria de la unidimensionalidad.

Marcuse sitúa la génesis de esta unidimensionalidad en el proceso del trabajo, que impone un doble condicionamiento a la existencia humana: en primer lugar, el trabajo aparece como actividad propia, cuyos objetivos determina uno mismo en función de sus apetencias personales; y, en segundo lugar, el trabajo se presenta como consecuencia de la necesidad, en razón de unos objetivos externos impuestos objetivamente según la ubicación en el proceso productivo: “La práctica mecánica de la dimensión económica absorbe por entero la existencia y objetifica cuanto de libre práctico exige la práctica de la existencia”. 

De esta manera, la vertiente activa del hombre queda reducida a responder a los imperativos de la necesidad, sometidos a su vez a los criterios objetivos de la “racionalidad tecnológica”. Como alternativa a esa “racionalidad tecnológica”, generadora de su correspondiente mecánica de conformismo, Marcuse propugna una “racionalidad crítica”, basada en la prosecución de una existencia gratificadora centrada en el “hombre particular y completo”. Es aquí donde se sitúa la dimensión estética y su potencial emancipatorio.

27 ago 2015

GIANNI VATTIMO Y LA MÁSCARA DEL ARTE



El alejamiento de Wagner significó para Nietzsche el descubrimiento de que la salida del mundo de la decadencia no puede ser un hecho puramente estético, y que, al contrario, el arte, en este mundo, comparte la suerte común de todas las formas simbólicas: la de funcionar como medio tranquilizador que en realidad reproduce y perpetúa la inseguridad. Pese a todo, la esperanza de Nietzsche de que se diera la posibilidad de una revolución estética capaz de sacar a la humanidad de la decadencia tenía una justificación, que depende precisamente de la posición peculiar del arte entre las formas del mundo moral-metafísico.

Al igual que la religión, el arte se le presenta a Nietzsche como un fenómeno del pasado: es como la juventud del individuo moderno, llena de errores, pero de la que nos acordamos con emoción. La humanidad se encuentra cerca ya del momento en que se celebrará, con respecto al arte, sólo “fiestas de la memoria”. Sin embargo, lo que llega a su ocaso no es el arte entendido como una imaginaria esencia suprahistórica, sino el arte como se ha venido determinando en el mundo de la racionalidad socrática. La primera razón del ocaso del arte parece ser su vínculo con la religión.

El arte, efectivamente, ha asumido un significado fundamental en nuestra civilización sólo en la medida en que se ha hecho portador de contenidos religiosos. Así, a través de su necesaria referencia a perspectivas metafísicas como la del carácter aparente del mundo y la existencia de algo permanente en el Ser, el arte actúa en sentido tranquilizador de modo análogo a como lo hace la metafísica. Sin embargo, hay una forma de otorgar tranquilidad que es propia del arte, ya que no consiste sólo en teorizar una perfecta racionalidad del todo, o en predicar una perfección y felicidad que se promete sólo para una vida futura. Esta forma de narcotizar propia del arte consiste en que invierte el mundo de tensión y de amenaza en el que por lo general se desarrolla nuestra vida.

Sin embargo, esta inversión sólo es engañosa y efímera. El “arte-narcótico” funciona como alivio pasajero, que ayuda incluso a soportar la esclavitud de los días no festivos. En el carácter temporal, casi fugaz, de este consuelo reside el carácter contradictorio del arte en el mundo presente, y también la raíz de su ocaso, al igual que ocurre con la metafísica, la religión y la moral. En esta dirección se ha desarrollado la condición del arte en nuestro mundo, que es el de la afirmación de la sociedad industrial y de la violencia que lo acompaña, el mundo en que se ha perdido el tiempo para el otium y el gusto por la forma. En esta condición, el arte no muere sólo como todas las formas espirituales de las que ya no sentimos necesidad, en la desaparición general de toda mediación simbólica entre exigencias productivas y exigencias de la organización y de la disciplina social. El arte muere también porque decae al mismo nivel que sus productos:

El arte en la época del trabajo.- Tenemos la conciencia de una edad laboriosa: esto no nos permite dar al arte las horas y las mañanas mejores, ni aunque se tratara del arte más grande y digno. Para nosotros es una cosa de ocio, de recreación, le dedicamos los restos de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas, y éste es el hecho más general por el que ha cambiado la posición del arte respecto a la vida (…). Para el arte podría haber llegado el final, por tanto, ya que le falta el aire y la libre respiración: o bien el gran arte busca, en una especie de vulgarización y disfraz, ambientarse en ese otro aire (o al menos resistir en él), que es justamente el elemento natural sólo para el pequeño arte, para el arte de la recreación, de la distracción placentera. Esto sucede hoy en todas partes; también los artistas del gran arte prometen recreación y distracción, también ellos se dirigen al cansado, también ellos le ruegan que les conceda las horas nocturnas de su jornada laboral exactamente igual que los artistas de la diversión, quienes se contentan con obtener una victoria contra la grave seriedad de las frentes y las ojeras. Pero ¿cuál es el artificio de sus compañeros mayores? Éstos tienen en sus cajas los más violentos medios de excitación. El pensamiento genera convulsiones lacrimosas; con éstas abruman al hombre cansado y lo lleva a una sobreexcitación fatigada por la vigilia, en un estar fuera de sí de éxtasis y de terror. Por la peligrosidad de sus medios, deberíamos encolerizarnos con el gran arte, en la forma en que vive hoy como ópera, tragedia y música. ¿Tendríamos que encolerizarnos como con una pérfida pecadora? Claro que no, porque preferiría cien veces vivir en el puro elemento del silencio matinal y dirigirse a las matutinas almas en espera, frescas y llenas de fuerza, de los espectadores y oyentes. Agradezcámosle el hecho de que prefiera vivir así antes que huir, pero confesémonos también que, para una edad que un día introducirá de nuevo en la vida días de fiesta y de alegría libres y plenos, nuestro gran arte será inutilizable”[1]

Los límites de la momentaneidad, especialización y artificiosidad de la experiencia estética representan uno de los aspectos relevantes de la supresión de la relativa autonomía de lo simbólico en la sociedad de la racionalidad socrática. Si el arte, para mantenerse, debe recurrir a los alicientes de las emociones fuertes, esto significa que tiende a rebajarse a las exigencias sensibles inmediatas, ya sea porque corresponde a exigencias más toscas, ya sea porque tiende a convertirse en función inmediata de la vida práctica, esto es, en pura y simple “reproducción de la fuerza de trabajo”. 

La funcionalización del arte para la reproducción de la fuerza de trabajo conduce a la experiencia estética hacia su ocaso como forma simbólica autónomamente relevante. El significado positivo, al menos parcial, que Nietzsche reconoce al arte se encuadra en ese fenómeno tan amplio que se puede indicar como la “relativa autonomía de lo simbólico”, hostil a esa reducción a la que lo quiere someter la racionalidad. En el período que supera esta fase del inicio de la civilización socrática, las varias formas espirituales han conservado siempre una autonomía relativa que les ha permitido diferenciarse y desarrollarse en figuras múltiples: las que constituyen la sustancia de nuestra tradición moral, filosófica, religiosa y artística. Como muestra de forma destacada el ejemplo del arte reducido a instrumento de recreación, o sea, de reproducción pura y simple de la fuerza de trabajo, en su fase de máximo despliegue la racionalidad tiende a eliminar las mediaciones simbólicas achatándolas en un vínculo de inmediata referencia a las exigencias de la producción y de la organización social. De este modo, la violencia oculta que siempre ha obrado incluso en el mundo del símbolo tiende a manifestarse y a explicitar sus vínculos con la violencia de las instituciones sociales. 


[1] El viajero y su sombra. 170.

26 ago 2015

ZIZEK Y BADIOU. EL WESTERN COMO RESPUESTA AL ÚLTIMO HOMBRE



De un modo similar a Esposito, el filósofo esloveno Slavoj Zizek considera que la oposición de Nietzsche al nihilismo activo o pasivo refleja de un modo curioso la condición del sujeto contemporáneo. Nos encontramos hoy con la figura hegemónica de un sujeto liberal que, como el ‘último hombre’ descrito por Nietzsche, sólo se preocupa por sus placeres privados, sus ideales de felicidad y su entretenimiento. De este modo, el individuo cae en una vorágine de supervivencia pura, sin compromiso, desprovisto totalmente de alguna perspectiva que le oriente hacia una misión histórica. Es como si se aceptara comúnmente que la vida no tiene un significado último, y que el único fin razonable es la felicidad personal. Así, el problema del fin de la historia, pregonado por Fukuyama y aceptado implícitamente por el individuo contemporáneo, está acompañado de una cierta suspensión del compromiso y de la responsabilidad histórica.

En respuesta a esa apuesta de los últimos hombres por una vida entendida como mera supervivencia, autores como Alain Badiou o el propio Zizek proponen un ideal de vida impregnado de un cierto exceso. Para ellos, la vida no es simple zoé: materia viviente. Siempre hay algo por lo que uno puede arriesgarse, y es ahí donde aparecen valores éticos tradicionales como el honor, la vergüenza, la eternidad, el coraje o la libertad. Precisamente Badiou, desmarcándose de ciertos clichés al uso, reivindica el western norteamericano como un género centrado en el valor del coraje, en la defensa de una vida con cierto exceso, más preocupada por querer la nada, llegado el caso, que por dejar de querer.

Según Zizek, la crisis que sacudió al western a comienzos de los años cuarenta podría interpretarse como parte de una deriva ideológica conservadora. Sin embargo, ya en los años cincuenta hubo un cierto resurgimiento en el que se podía apreciar una cierta nostalgia hacia los valores del western tradicional. El primero de esa serie podría ser Solo ante el peligro, que Badiou toma como ejemplo de defensa del coraje. Zizek va más allá y apuesta por El tren de las tres y diez y El árbol del ahorcado como apologías de la ética, el coraje y el riesgo.

“¿Por qué cosa arriesgarías el todo?”, se pregunta Zizek, que añade: “En términos generales, ésta es la preocupación central del western: ¿en qué instante crucial reúnes el coraje para arriesgar la vida misma? Por eso pienso que de ningún modo debemos menospreciar el western como una especie de fundamentalismo ideológico norteamericano. Por el contrario, creo que cada vez resulta más necesaria esa actitud heroica. En este contexto, lo que viene después de la deconstrucción y la aceptación de la contingencia radical no debería ser un escepticismo irónico universalizado en el que en cuanto te comprometes con algo debes ser consciente de que nunca te estás comprometiendo completamente. No, creo que debemos rehabilitar el sentido de compromiso pleno y el coraje de arriesgarse”.

La reivindicación de algunos valores predominantes en el western clásico busca, por otro lado, oponerse a una cierta dulcificación del cine bélico más reciente. En Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, o en La delgada línea roja, de Terrence Malick, la denuncia de la instrumentalización del ser humano convive con una perspectiva muy similar a la del último hombre: la guerra simplemente como pesadilla, como monstruosidad incomprensible, como una pérdida patética de vidas humanas. Los hombres en el frente sólo sueñan con regresar a su hogar, donde una mujer rubia y unos hijos pequeños y encantadores les esperan en el paraíso de la casa unifamiliar. De esta forma, junto a la necesaria denuncia del horror bélico parecen quedar ocultos ciertos valores que también podrían haber inspirado a los soldados, como el heroísmo, la lucha contra el nazismo o la liberación de pueblos ocupados por genocidas.

En definitiva, Zizek y Badiou nos recuerdan que, pese al conformismo dominante, hay causas por las que merece la pena morir. La generalización del modelo del ‘último hombre’, obsesionado con sus placeres inmediatos y el entretenimiento, conduce a despreciar como meros fanáticos sin sentido a quienes están dispuestos a consagrar sus vidas a un objetivo supraindividual. El héroe, así, deja de tener sentido; se convierte en una figura quijotesca que, en sus exhibiciones idealistas, se acaba topando con la realidad de unos leones que bostezan y se limitan a buscar alimento.

25 ago 2015

ROBERTO ESPOSITO: COMMUNITAS CONTRA IMMUNITAS



Para el filósofo italiano Roberto Esposito, Nietzsche interpreta la conciencia reflexiva como “la consecuencia de una terrible necesidad que durante mucho tiempo dominó al hombre: al ser éste el animal que corría mayor peligro, tuvo necesidad de ayuda, de protección; tuvo necesidad, en primer lugar, de conciencia, también le fue necesario “saber” qué le faltaba, “saber” cómo se sentía, “saber” qué pensaba”. Sin embargo, ese repliegue que la vida realiza para poder protegerse de cuanto la amenaza termina condenándola a una impotencia igual a aquella de la cual intenta sustraerse. Contradictoriamente, la defensa de la vida se vale de un instrumento ideal de tipo ascético que al mismo tiempo la niega. 

Para Esposito, lo que Nietzsche observa con absoluta claridad es que el llamado ‘ideal ascético’ constituye el núcleo de la estrategia inmunitaria. Para garantizar su conservación, el ser humano, el ser más expuesto al peligro, el más duradero y profundamente enfermo de todos los animales enfermos, es forzado a inhibir las fuerzas vitales que lo urgen por dentro, a reprimir los impulsos que lo mueven naturalmente, a abrir una herida en la carne de su propia experiencia: “Ese no que él dice a la vida trae a la luz, como por arte de magia, una multitud de más exquisitos síes; justo de este modo, este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, es más tarde la herida misma que lo fuerza a vivir”. Pero precisamente esa dialéctica “homeopática” entre conservación y destrucción, entre cura y herida, es la que resulta ruinosa. Y no porque la terapia no mejore al enfermo, sino porque se trata de una mejoría que al mismo tiempo potencia la enfermedad, ya que está por completo incluida dentro de ella: si se trata principalmente de enfermos, de descontentos, de deprimidos, un sistema semejante, aun suponiendo que mejore al enfermo, de todos modos lo hace más enfermo.

La vida, para poder recargarse, necesita sin cesar aquello que la amenaza: un bloqueo, un impedimento, un estrangulamiento, ya que la constitución y el funcionamiento de su sistema inmunitario requiere un “mal” capaz de activar su sistema de alarma. Comparado con el animal que siempre dice “sí” a la realidad efectiva, el hombre es aquel que sabe decir no, el asceta de la vida. Es más, su vida adquiere sentido y relevancia sólo a partir de ese “no”, del golpe de mano con que se arroja fuera de sí misma: se niega para poderse afirmar. El espíritu, esto es, el elemento que alza al hombre sobre el resto de seres vivos, es la vida negada hasta el extremo de su propia intensidad. Nietzsche, por tanto, no ve en el espíritu una fuerza autónoma, sino “una enfermedad, una tendencia fundamental patológica de la misma vida universal, un parásito metafísico que se inserta en la vida y en el alma para destruirlas”.

La categoría de inmunidad, como protección de la vida mediante un instrumento negativo, nace con la modernidad. Antes de ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es su primer teórico. Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-Leviatán, la idea de inmunización negativa ya ha empezado a actuar. Sin embargo, para poder definirla mejor hubo que esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo del siglo XX. Para comprender ese concepto lo mejor es enfrentarlo a su reverso lógico y semántico: el concepto de comunidad. Ambos términos, communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín significa don, oficio, obligación. Pero mientras la communitas se relaciona con el munus en sentido afirmativo, la immunitas lo hace negativamente. Por ello, si los miembros de la comunidad están caracterizados por esta obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal condición. Es inmune aquel que está dispensado de las obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a todos los otros. 

Así, el individualismo moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia inmunitaria. Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante, hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad contemporánea. Basta observar el papel que asumió la inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también socio-cultural. Si se pasa del ámbito biomédico al social (la resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de conflictos nacionales e internacionales), tenemos una comprobación más evidente. Tanto si se la contempla desde el cuerpo individual o desde el cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico o desde el cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de todos los caminos. Lo que cuenta es impedir, prevenir y combatir la difusión del contagio real y simbólico, por cualquier medio y donde sea. 

Esta preocupación autoprotectora la encontramos en todas las civilizaciones. Sin embargo, es ahora, en nuestros días, cuando la posibilidad de un contagio masivo empieza a llegar a niveles de alarma. El problema es que la exigencia inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada más allá de un límite acaba volviéndose en contra. Por eso Roberto Esposito, desarrollando los planteamientos de Nietzsche y Foucault, distingue entre una biopolítica negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica afirmativa. 

Biopolítica negativa es la que se relaciona con la vida desde el exterior, de manera trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la violencia. Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente. Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor diferente, según una lógica que subordina las consideradas de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las que se otorga mayor relieve biológico. El resultado de este procedimiento es una normalización violenta que excluye lo que se define preventivamente como anormal y, por tanto, la singularidad misma del ser viviente. 

Frente a esa biopolítica negativa, Esposito sugiere una biopolítica afirmativa, entendida como aquella que establece una relación productiva entre el poder y los sujetos. Con otras palabras: es aquella que, en lugar de someter y objetivar al sujeto, busca su expansión y su potenciación. Entre los filósofos modernos, quizá sólo Spinoza y Nietzsche se movieron en esta dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir y no destruir la subjetividad, debe renunciar a gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su generalidad, para ser absolutamente singular como cada vida individual a la que se refiere. Sólo así se podría hablar de política de la vida y no sobre la vida. 

24 ago 2015

EL NIETZSCHE DE TERRY EAGLETON: UN MATERIALISTA DIONISÍACO



Según el autor inglés Terry Eagleton, no resulta complicado establecer ciertos paralelismos entre el materialismo histórico y el pensamiento de Nietzsche. Por muy escasa que sea la atención de Nietzsche a cuestiones como la industria, el trabajo o las relaciones laborales, es indudable que se trata de un materialista puro y duro. Es el cuerpo, según Nietzsche, el que produce toda posible verdad a la que podamos acceder. El mundo es como es únicamente a causa de la estructura peculiar de nuestros sentidos, de tal modo que una biología distinta nos entregaría un universo completamente diferente. La verdad es sólo un efecto de nuestra interacción sensorial con nuestro entorno, el resultado de lo que necesitamos para sobrevivir y crecer: “Con bastante frecuencia me he preguntado si la filosofía en general, a grandes rasgos, no ha sido hasta ahora más que una interpretación y un malentendido del cuerpo.”[1]

Nietzsche, como Marx, introduce una sospecha en la ingenua confianza del pensamiento en su propia autonomía y, por ello, vuelve la mirada hacia el horror de la sangre y el esfuerzo en el que realmente brotan las ideas. Esa sangre y ese esfuerzo es lo que Nietzsche denomina “genealogía”, en contraste con el evolucionismo consolador de la “Historia”. La genealogía desenmascara los vergonzosos orígenes de las nociones nobles, arrojando luz sobre el oscuro taller donde se forja todo pensamiento. Los valores morales no son sino el resultado de una historia de deudas, tortura, obligación, venganza, en definitiva, de todo el horroroso proceso mediante el cual el animal humano ha sido sistemáticamente debilitado a fin de adaptarse a la sociedad civilizada.

Para Nietzsche, igual que para Marx, la “moralidad” no es tanto un conjunto de problemas como un problema en sí mismo; los filósofos pueden haber puesto en duda algunos valores morales concretos, pero todavía no han cuestionado el propio concepto de moralidad. Si para Marx las fuerzas productivas están constreñidas por un conjunto de relaciones sociales, para Nietzsche los instintos vitales productivos son reducidos y debilitados por lo que se conoce como la sujeción moral, la cobardía y la moralidad abstracta del “rebaño” de la sociedad convencional. La ley crea esa invención judeocristiana del sujeto “libre”, mientras una introyección masoquista abre ese espacio interior de culpabilidad, enfermedad y mala conciencia que algunos prefieren denominar “subjetividad”.

Eagleton, sin embargo, parece centrarse en una etapa de Nietzsche en la que aún quedan algunos restos de esteticismo wagneriano. Para el autor inglés, Nietzsche deduce el estímulo erótico de la tortura que la humanidad se inflige a sí misma y esto, insinúa, es lo que constituye la misma humanidad. Es más, esta criatura que tiende tan compulsivamente a la autoflagelación no es sólo una obra de arte en sí misma, sino la fuente de toda sublimación y, por extensión, de todos los fenómenos estéticos. La cultura hunde sus raíces en el autodesprecio.

Si bien parece difícil, a primera vista, encontrar un paralelismo entre el Nietzsche de Eagleton y el marxismo, el autor inglés encuentra claras similitudes en lo que concierne a la teleología de ambas posiciones. Para Nietzsche, el desmoronamiento de la vieja estructura instintiva del animal humano es, por un lado, una pérdida catastrófica que nos arroja a la más traicionera e ilusoria de todas las facultades humanas: la conciencia. Sin embargo, ese declive también marca un avance importantísimo; si la corrupción del instinto hace más precaria la vida humana, también abre de golpe nuevas posibilidades por lo que se refiere a experimentos y aventuras. La represión de los impulsos es la base de todo arte y de toda civilización, abriendo como hace un vacío en el ser humano que sólo la cultura puede llenar. 

El hombre moral es así un puente o transición al ultrahombre: sólo cuando las viejas inclinaciones salvajes han sido sublimadas por la imposición de la moralidad de “rebaño” será capaz el animal humano del futuro de tomar en su mano estas potencialidades y ligarlas a su voluntad autónoma. El individuo del futuro torcerá estos poderes forjándose a sí mismo en una criatura libre, liberando la diferencia, la heterogeneidad y su unicidad de la constricción de una ética homogénea. La muerte del instinto y el nacimiento del sujeto es en este sentido una feliz decadencia, en el que la peligrosa confianza en la razón calculadora supone a la vez un debilitamiento del carácter y la llegada de una existencia más rica.

Es precisamente en esta mitología del valle de lágrimas y la salvación donde Eagleton encuentra una clara analogía entre Nietzsche y el materialismo histórico. También para el marxismo la transición de la sociedad tradicional al capitalismo pasa por una ley falsamente homogeneizadora: la del intercambio económico o la democracia burguesa, que reduce la particularidad concreta hasta convertirla en un tornillo. Ahora bien, este declive es positivo, porque en el interior de ese caparazón de la desigualdad abstracta se desarrollan las mismas fuerzas que podrían abrir, más allá del reino de la necesidad, algún ámbito de libertad, diferencia y exceso. En la medida en que forma al trabajador organizado colectivamente y desarrolla una pluralidad de poderes históricos, el capitalismo, para Marx, siembra la semilla de su propia disolución con la misma seguridad con la que, a ojos de Nietzsche, prepara el terreno para el nacimiento de un hombre superior. Y Marx, como Nietzsche, a veces parece contemplar este vuelco como una superación de la moralidad como tal. Cuando Nietzsche habla del modo en el que la conciencia abstrae y empobrece lo real, su lenguaje es afín al discurso marxiano sobre el valor de cambio. A los ojos de Nietzsche la lógica es una ficción, puesto que no hay dos cosas que puedan ser idénticas; pero, igual que la equivalencia del valor de cambio, se trata de algo a la vez represivo y potencialmente liberador.

Si Marx y Nietzsche están de acuerdo en algo es en el rechazo del carácter anodino del idealismo y las doctrinas trascendentales. “El mundo verdadero”, comenta Nietzsche en un lenguaje que no sorprendería a Marx, “se ha erigido en contradicción con el mundo real”. Los dos reivindican un tipo de energía —de la producción, la vida o la voluntad de poder— que es la fuente y medida de todo valor, pero que al mismo tiempo subyace a ese valor. Están igualmente de acuerdo en su utopismo en clave negativa, que especifica las formas generales del porvenir más que prefigurar sus contenidos. Ambos imaginan el futuro en términos de excedente, exceso, superación, al recobrar una sensibilidad y especificidad perdidas a través de un concepto transfigurado de medida. 

Para Nietzsche, la conciencia en sí misma es incurablemente idealista, imprime engañosamente un ser estable en el proceso material regido por el cambio, el devenir, la multiplicidad, la oposición, la contradicción, la guerra. Para Marx, este impulso metafísico o reificador de la inteligencia parece ser inherente a las condiciones específicas del fetichismo de la mercancía, donde el cambio es congelado y naturalizado de una forma similar. Ambos se muestran escépticos respecto a la categoría de sujeto, aunque Nietzsche en mayor medida que Marx. Para el último Marx, el sujeto aparece simplemente como el sostén de la estructura social; desde el punto de vista de Nietzsche, el sujeto es un mero engaño gramatical, una ficción conveniente para sostener la acción.

Tanto sujetos como objetos son, para Nietzsche, meras ficciones, efectos provisionales de fuerzas más profundas. Este punto de vista excéntrico no es quizá más que la verdad diaria del orden capitalista: esos objetos que para Nietzsche constituyen nudos de fuerza transitorios no son, en cuanto mercancías, más que puntos de intercambio efímeros. El sujeto humano, a pesar de todos sus privilegios ontológicos, se disuelve igualmente en las condiciones actuales hasta reducirse al reflejo de procesos más profundos y más determinantes. Es este hecho el que Nietzsche pretende convertir en ventaja y en camino para el futuro ultrahombre. Como empresario ideal del futuro, esta criatura ha aprendido a renunciar a todos los viejos consuelos del alma —esencia, identidad, sustancia, continuidad—, viviendo provisionalmente y con iniciativa, dejándose llevar por la corriente vital de la propia existencia. 

El ultrahombre de Nietzsche, a los ojos de Eagleton, no es ningún samurái, sino un individuo moderado, refinado, profundamente vitalista y magnánimo en sus modales. En realidad, la objeción más pertinente que se podría dirigir contra ese modelo es que, a pesar de las alforjas con las que se presenta, a la hora de la verdad no parece que vaya a emprender un viaje al más allá. Y mientras Marx propone que la liberación de los poderes humanos individuales ha de conseguirse a través de la libre autorrealización de todo el mundo, Nietzsche, como Schiller, parece preferir un grupo de elite. El ultrahombre de Nietzsche puede manifestar benevolencia, pero más bien como ese monarca todopoderoso que necesita relajarse magnánimamente (y en el último segundo) ante el débil. 

Para Nietzsche, la vida es dura, salvaje, indiferente; pero esto constituye, tanto como un hecho, una fuente de energía exuberante, indestructible, que ha de ser éticamente imitada. La voluntad de poder no dicta valores particulares; sólo exige que tú hagas lo que ella hace, a saber: vivir en un estilo cambiante, experimental, proclive a la improvisación y dando forma a una multiplicidad de valores. 

Y si la voluntad de poder es el gran artefacto del ultrahombre, el arte es, de principio a fin, el gran tema de Nietzsche. Lo estético no es una cuestión de representación armoniosa, sino de energías productivas informes, en sí mismas vitales, que no paran de producir unidades constituidas provisionalmente en un juego eterno consigo mismo. Lo que es estético en la voluntad de poder es exactamente esta autodegeneración carente de fundamento y meta, el modo por el que se determina a sí misma de modo diferente en cada momento a partir de profundidades insonsables. El universo, para Nietzsche, es una obra de arte que se da luz a sí misma; y el artista o ultrahombre es aquel capaz de explotar este proceso en nombre de su propia y libre autoproducción. Esta estética de la producción es el enemigo de toda experiencia contemplativa al estilo kantiano, esto es, de esa mirada interesada al objeto estético reificado que suprime el turbulento proceso de su creación.

El ultrahombre es el enemigo de todas las costumbres establecidas socialmente, de todas las formas políticas adecuadas; su placer en afrontar el peligro, los riesgos, su incesante reconstrucción de sí mismo es ante todo una conducta que se rebela ante lo habitual, ante lo dado. Lo estético como autorrealización se contrapone radicalmente aquí a la estética como costumbre o inconsciente social. En virtud de una especie de inversión del proyecto clásico de la estética, el instinto ahora incorporará a la razón: la consciencia, adecuadamente estetizada como intuición corporal, asumirá las funciones conservadoras de la vida una vez satisfechas por los impulsos más bajos. La consecuencia será la deconstrucción de la oposición entre intelecto e instinto, voluntad y necesidad, de lo cual el arte es el paradigma supremo.

Sin embargo, a juicio de Eagleton, esta fuerza de estetización puede ser vista como el alimento ideal para una sociedad consumista, en la que el apremiante deseo de productividad infinita se convierte en un fin en sí mismo, con cada productor encerrado en un eterno combate con los demás. Es como si Nietzsche encontrara en el irracionalismo socialmente organizado algo de la propia naturaleza autotélica del arte. Vivir peligrosamente, experimentalmente, puede tal vez poner en peligro las certezas metafísicas, pero esta activa autoimprovisación no es un estilo de vida extraño en la sociedad de mercado. Nietzsche es un pensador sorprendentemente radical y capaz de demoler a golpes toda nuestra superestructura. Sin embargo, su radicalismo es infinitamente más tibio por lo que se refiere a los cimientos del edificio: “En lo que concierte a la base, sin embargo, su radicalismo deja todo exactamente como estaba, incluso más aún si cabe”, sentencia Eagleton. 


[1] La ciencia jovial, prólogo 2. 

23 ago 2015

EL CUERPO, LA RENATURALIZACIÓN, LA TRANSVALORACIÓN: EL ULTRAHOMBRE



El experimento tiene que ponerse en marcha sin perder el sentido de la realidad. No se puede pretender la formación de un tipo de hombre superior a partir de la nada. Cualquier cambio sustancial debe ser pensado como una metamorfosis progresiva de la situación en la que nos encontramos, pero conociendo a fondo, eso sí, las condiciones que determinan aquello que se pretende cambiar. La idea de Nietzsche parece ser la de una elite de individuos con nuevos valores e instintos “sanos” que, fortaleciendo en todo lo posible una voluntad de poder afirmativa, fueran quienes iniciasen el proceso de autosuperación: “Para lograr aquel fin se necesitaría (…) estar acostumbrado al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran salud. ¡Se necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud! Pero ¿hoy es ésta simplemente posible?”[1].

Lo que Nietzsche parece atisbar como “remedio” son espíritus lo bastante fuertes y originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para invertir “valores eternos”. Se trata de precursores, esto es, hombres del futuro que “coaccionen a la voluntad de milenios a seguir nuevas vías”[2]. Por eso deberán tener las propiedades que distinguen al crítico del escéptico: una cierta seguridad en los criterios de valoración, un método adecuado y el poder responder de sí mismos al reconocer un cierto placer en el decir no. 

La terapia de la cultura tendrá que consistir, pues, en intentar que algunos individuos puedan sustituir un modo de interpretar la vida por otro. Esto no es algo que pueda suceder en el plano de la racionalidad socrática. No servirá de mucho una labor de concienciación social basada en el suministro de información, tratando de aumentar el conocimiento del ‘pueblo’, como si se tratara de una nueva ilustración. La racionalidad no es más que una construcción secundaria, muchas veces superflua o accesoria respecto al verdadero funcionamiento del organismo en relación con su medio. Son los impulsos los que funcionan como una especie de memoria de evaluaciones vitales incorporadas a los mecanismos de la acción. Y eso es lo efectivo, lo que funciona como primera instancia en nuestros comportamientos reales, como lo demuestra el hecho de que no basta con que sepamos que algo es malo para que dejemos de hacerlo.

En definitiva, a una enfermedad no se le puede hacer frente con argumentos. No se puede refutar una forma de interpretar la realidad que forma parte de las condiciones de existencia de los individuos. Se puede contradecir una opinión o una convicción haciendo ver lo que tienen de incoherentes, de arbitrarias o incluso de perjudiciales. Sin embargo, la razón no tiene la fuerza suficiente para suprimir una necesidad que el individuo interpreta como indispensable. Si se la quiere cambiar hay que actuar precisamente sobre esa necesidad: “Los falsos valores no pueden ser eliminados mediante argumentos racionales, como tampoco una óptica falseada en el ojo de un enfermo. Hay que comprender la necesidad por la que existen; son una consecuencia de causas que no tienen nada que ver con argumentos racionales”[3].

La cultura engloba una moral, una religión, una ciencia, unas instituciones políticas, un derecho, unas prácticas artísticas, instrumentos todos ellos con los que se generalizan determinadas condiciones de existencia que los individuos incorporan bajo la forma de un conjunto de valores. El efecto de todos estos agentes culturales no se dirige a la razón de los individuos, sino a sus cuerpos, obligando a una tarea de grabación neurológica y de incorporación de sus juicios de valor en la forma de “instintos”. Del cuerpo es de donde brota originariamente toda interpretación, y frente a esta primera fuerza generadora de sentido la razón no es más que un instrumento subalterno encargado de revestir intelectual o ideológicamente las interpretaciones: “No debemos equivocarnos sobre el método en este punto: una mera disciplina de los sentimientos y los pensamientos es casi igual a cero; es preciso persuadir primero al cuerpo (…). Es decisivo para la suerte de los pueblos y de la humanidad el que se comience la cultura por el lugar justo: no por el alma (ésa fue la funesta superstición de los sacerdotes); el lugar justo es el cuerpo”[4]

Por eso, el gran arte que pretende recuperar Nietzsche es inconcebible sin una nueva antropología, sin un nuevo modelo de sujeto que sea capaz de armonizar una multiplicidad de impulsos caóticos y articularlos a través de una voluntad unificadora. El übermensch de Nietzsche no es el gran negador romántico ni un déspota viril con uniforme nazi, sino un individuo cargado de cierto exceso, firme, sensual, vigoroso, consciente (pero no temeroso) de su naturaleza. Schiller vio en los juegos del arte el medio ideal para que cada ser humano pudiera volver a ser un todo, una totalidad en pequeño. Marx denunció el trabajo enajenado como aquella práctica que roba al ser humano su carácter genérico y universal. Nietzsche, por su parte, confía en la reconciliación entre Apolo y Dioniso como la única terapia capaz de hacernos recuperar el cuerpo, esto es, la naturaleza perdida. 

[1] La genealogía de la moral. 10, aforismo 24.
[2] Más allá del bien y del mal, 203.
[3] Fragmentos póstumos, 16 (83).
[4] Incursiones intempestivas, aforismo 47.


22 ago 2015

LA VIOLENCIA CULTURAL COMO NARCÓTICO



La principal consecuencia de la violencia introducida por nuestro proceso de culturización son los conflictos internos del individuo. Sólo a efectos expositivos es posible diferenciar esa violencia interior de la violencia derivada de las tensiones de la colectividad. En realidad, ambos tipos de violencia están conectados y se retroalimentan, tal como se puede apreciar en la obra del cineasta austriaco Michael Haneke. 

En su película 71 fragmentos de una cronología del azar, Haneke nos invita a navegar por la vida de una serie de personas anónimas, de diferente raza, clase social, sexo o edad, saltando de unas a otras por aparentes caprichos del destino. La película se abre con una información expuesta sobre fondo negro y que bien podría pertenecer a una crónica de sucesos: a finales de diciembre de 1993, un joven estudiante austriaco entró en una sucursal bancaria y, sin motivo aparente, abrió fuego de manera indiscriminada contra el resto de clientes para, a continuación, suicidarse de un disparo en la cabeza. Tras esta crónica, un boletín informativo nos relata de forma rápida y fragmentada los diferentes conflictos bélicos que se suceden en el mundo: genocidios, masacres indiscriminadas, pueblos enteros en un exilio forzado para escapar de una muerte segura. A continuación, tras el preceptivo fundido en negro, observamos a un niño rumano encerrado en un camión que se dirige a Austria, donde espera entrar de manera ilegal. En una sociedad dominada por fragmentación y la dispersión, el individuo ha desertado de la vida social para centrarse en su propia supervivencia; sin embargo, donde esperaba encontrar seguridad y autorrealización sólo ha encontrado alienación, soledad, incomunicación, tedio, vacío. Los seres humanos se han ido deshumanizando, mientras los medios de comunicación construyen una realidad discontinua, fragmentada, que fomenta el miedo e invita a la autoprotección.

La obra de Haneke, en general, nos permite comprender que los actos violentos no sólo están causados por el odio, la pobreza o la enajenación mental. En la situación de desnaturalización y atomización en la que vivimos, el criminal se asemeja a esos seres impotentes y frustrados magistralmente descritos por Nietzsche: “El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de sus costumbres, se desgarra, se persigue a sí mismo, se muerde, se roe, se sobresalta, se maltrata a sí mismo, ese animal al que se quiere domesticar y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, a este ser le falta algo; devorado por la nostalgia del desierto, se crea a base de él mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa”[1]

Esta situación amenazadora es la que intentan contrarrestar los narcóticos que la cultura proporciona mediante todo tipo de espectáculos violentos. Gracias a ellos, los sujetos pueden satisfacer sus pulsiones de muerte y de dominación sin consecuencias nefastas. Sin embargo, esta desnaturalización, entendida como intoxicación o inoculación de la enfermedad en el cuerpo, produce inevitablemente un organismo social enfermo, despojado de su orden natural y de la jerarquía que espontáneamente se establece entre sanos y enfermos. Dentro del individuo se rompe el equilibrio entre los impulsos y se instaura un caos descontrolado que, o bien trata de ser frenado con la violencia del castigo y la represión, o bien trata de ser anestesiado con tranquilizantes: “¿Qué es ese hombre? Un montón de enfermedades que, a través del espíritu, se extienden por el mundo. ¿Qué es ese hombre? Una maraña de serpientes salvajes que rara vez tienen paz entre sí. Cada una va por su lado, buscando su particular botín en el mundo. ¡Mirad ese pobre cuerpo asesinado! Lo que él codiciaba, su pobre alma lo interpretaba como placer asesino y como ansia de la felicidad del cuchillo”[2]

Según Nietzsche, la lucha, la impiedad y la coacción están ya en el corazón mismo de la realidad y de nuestro desarrollo como seres históricos. Sin embargo, no todo ejercicio de fuerza ni toda confrontación de fuerzas tiene por qué ser violenta. Antes de que lo hiciera Freud, Nietzsche supo identificar el malestar en nuestra civilización como una patología que heredamos y que se nos contagia en el proceso de socialización: “¿Y esos instintos de reacción, de resentimiento y de venganza, con cuyo auxilia triunfa el rebaño, son los auténticos instrumentos de la cultura? ¿Son, en realidad, los depositarios de esos instintos quienes representan la cultura? A mí más bien me parece una vergüenza, y que representan una sospecha, un contraargumento contra esa cultura”[3].

El modo concreto en que ha discurrido el proceso de civilización europea es el que ha incorporado la violencia como instinto en los individuos; han sido la moral cristiana y las ideas modernas las causantes de la enfermedad y de su contagio. De ahí que Nietzsche no vea más solución que una terapia como inversión de esos valores, terapia que consiste sustancialmente en una reeducación de los instintos para su saneamiento y sublimación. Nietzsche llama también a este proceso “renaturalización”, para dar a entender la necesidad de acabar con la desconfianza, el miedo y la represión de las fuerzas instintivas y sustituirlas por la confianza y la integración de las propias energías pulsionales.


[1] La genealogía de la moral, II, aforismo 16.
[2] Así habló Zaratustra. “Del pálido delincuente.”
[3] Genealogía de la moral, I, aforismo 11.

21 ago 2015

EN BUSCA DE LOS PRIMEROS BROTES DE SALUD: EL CREADOR ARTÍSTICO CLÁSICO



Es importante subrayar una vez más la relación que, para Nietzsche, se da entre el acto de creación artística con la salud y la enfermedad. El artista que creó las grandes obras maestras del arte clásico debió ser un hombre dotado con una energía corporal inagotable, fuerte de temperamento, extremadamente sensual y, por supuesto, con una percepción extraordinaria. Porque realizar esas obras ha supuesto imponer un orden racional en un conflicto entre opuestos gracias al trabajo de una voluntad unificadora. Las obras del gran estilo requieren una gran fuerza interior en el artista que logra con esfuerzo las habilidades técnicas necesarias para dar curso a esa energía. Este artista crea a partir de un sentimiento de gran potencia que se exterioriza inventando lenguajes simbólicos, imágenes bellas o ritmos armoniosos: “Sobre la génesis del arte.- Ese hacer perfecto, ver perfecto es propio del sistema cerebral recargado de fuerzas sexuales”[1].

Las diferencias entre las creaciones del artista de gran estilo y las del artista romántico-wagneriano, establecidas a partir del estado fisiológico de sus respectivos creadores, marcan la directriz sobre la que Nietzsche enjuiciará la distancia que separa, en general, la cultura nihilista, surgida del miedo y el descontento con uno mismo, respecto de la cultura trágica que nos enseñan los griegos, guiada por una fuerza que podría servirnos para imaginar una hipotética forma de superación del nihilismo. Para ello, el gran arte debería constituir el referente esencial, ya que, por un lado, relativiza las imposiciones establecidas por la moral y la metafísica sobre la existencia y, por otro, constituye el mayor estimulante de la vida, su máxima potencia de transfiguración: “Lo que es esencial en el arte es su perfeccionamiento de la existencia, su provocar la perfección y la plenitud: el arte es esencialmente afirmación, la bendición, la divinización de la existencia”[2].

Para Nietzsche, la creación de lo bello es la forma más alta de afirmación de la vida. El gran arte es la consecuencia de la fuerza acumulada e intensificada, expresión de una voluntad victoriosa, de un poder elevado de coordinación y armonización de impulsos opuestos sometidos a una forma lógica y geométrica. Su producción se alimenta y se desarrolla a partir de la percepción de esas formas en las que se expresa un elevado sentimiento de poder. Por el contrario, la fealdad expresa la debilidad de una acción minada por la contradicción y el descontrol de los impulsos internos; expresa una voluntad agotada y sin fuerza organizadora. Mientras el arte clásico produce un efecto tónico, aumenta la fuerza y suscita una sensación de placer, lo feo produce un efecto depresivo, sustrae fuerza, oprime, y al hacernos sentir mal aumenta la propensión a fantasear con lo feo. El enfermo siente atracción por la fealdad y es refractario a la belleza que expresa una afirmación de la vida. Lo feo traduce, en definitiva, el declive de las fuerzas vitales.

El mismo empequeñecimiento de la vida que origina el arte romántico de Wagner es también, aunque por otros medios, el efecto de las demás formas de arte moderno decadente. Por ejemplo, el arte naturalista, contaminado por el espíritu científico positivista, es un modo de empobrecer todas las cosas: “La naturaleza, evaluada artísticamente, no es un modelo. Exagera, deforma, deja huecos. Ella es el azar. El estudio según la naturaleza me parece un mal signo; delata sumisión, debilidad, fatalismo; un yacer por el polvo ante los pequeños hechos es indigno de un artista completo. Ver lo que es, eso es propio de un género distinto de espíritus, de los antiartísticos, de los hombres de hechos”[3].

Las preguntas que nos formulamos gracias a Nietzsche se podrían resumir en la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto la cultura europea, esto es, su religión, su ciencia, sus ideologías políticas, su moral, son el resultado de la debilidad de la decadencia? O, dicho de otra forma, ¿en qué medida son el resultado del miedo y el recelo por lo sensible, y qué implicaría la aparición de una cultura afirmativa, no nihilista, fruto de la salud y de la confianza en lo sensible?

Nietzsche parte de que la exuberancia de la fuerza corporal y la vitalidad es el estado más positivo, como lo demuestra el ejemplo del artista que crea la obra de arte clásica. Sólo una fuerza vital exuberante puede espiritualizarse y sublimarse hacia la creación de una cultura más elevada. La civilización europea, en cambio, se ha desarrollado desde la desconfianza hacia lo vital, desde el desprecio ascético hacia aquellos estados corporales en los que la vitalidad se despliega y permite que se desborde su sobreabundancia de poder; y, por miedo a estos estados, ha revalorizado y promovido los estados opuestos: el debilitamiento, la culpabilización, el desprecio de uno mismo, la humildad, la melancolía, la castidad y la abnegación.



[1] Fragmentos póstumos, 8 (1).
[2] Fragmentos póstumos, 14 (47.
[3] Incursiones intempestivas, aforismo 7.


20 ago 2015

LA ARMADURA ROMÁNTICA Y EL REFUGIO NARCISISTA



Tras su ruptura con Wagner, Nietzsche se interesa por desenmascarar al tipo de individuo pusilánime e incapaz de afrontar los peligros inherentes a su libertad. Es entonces cuando estudia el “deseo de sufrir” como estrategia pasiva de endurecimiento, como voluntad de anestesiarse, cosificarse, ser pasivo. El romanticismo, a pesar de su aparente limitación, nace del instinto de protección de una vida cansada, débil, que no descarta ningún medio, por desesperado que sea, para conservarse y atrincherarse en lo existente. Para el último Nietzsche, en definitiva, el sueño romántico-wagneriano consiste en un yo acorazado frente a la fragilidad, un yo inmunizado, adaptado y aclimatado en una burbuja artificial y consoladora. 

Desde este punto de vista, lo interesante de la autocrítica que realiza Nietzsche en la segunda edición de El nacimiento de la tragedia no sólo radica en su ajuste de cuentas con el poder seductor de un nihilismo reactivo, sino en su polémica con la sociedad de masas emergente y sus mecanismos de poder. Lo que en la primera edición parecía un profundo culto al genio, en la segunda pasa a ser visto como un sutil mecanismo de dominación que vaticina la alienación de las masas contemporáneas. Cuanto más mecánica y despersonalizada es la experiencia del trabajo industrial, más se busca una compensación narcótica. Es como si, una vez aniquilada la sensibilidad laboral, el individuo buscara un aturdimiento del gusto estético. De ahí la curiosa complicidad entre el cuerpo disciplinado (militar, gimnástico, deportista) y el romántico que busca el dolor trágico o el vacío. 

A pesar de sus frecuentes lamentos contra la vida burguesa, la supuesta cura proporcionada por el arte romántico-wagneriano no puede sino alimentarse parasitariamente de esa vida convencional, decadente. El romántico grita desesperadamente contra la normalización y la vida convencional, pero necesita construir ese refugio para autoafirmarse. Nietzsche comprendió que, bajo la bandera romántica, el dolor masoquista y el lamento trágico también sirven como coartada defensiva para no afrontar el reto experimental de la nueva individuación. El romántico se anula narcóticamente (“sacrificio animal”, lo llama Nietzsche) para vivir atrincherado y no permitir contagio alguno o posibilidad de modificación, de aprendizaje. 

Las expresiones grotescas y autocompasivas, presuntamente trágicas, no sólo no curan al individuo de las causas reales (corporales) de su condición decaída, sino que agravan su enfermedad al desplazar el horizonte real de sus prioridades e intereses. Por eso, Nietzsche arremete contra el mito de los “grandes acontecimientos”, de las “grandes negaciones”, pues a la larga sólo sirven para agudizar el resentimiento frente a lo real. Puede comprenderse así el esfuerzo del Nietzsche maduro por desmantelar esa fortaleza cerrada y majestuosa, llena de misterio, que es el romanticismo: un espacio de huidas y autodesprecios, fantasmagórico, ahistórico, irresponsablemente adolescente, donde la necesidad se convierte en virtud: “La vida de las criaturas que goza salvajemente, que se desgarra, se hastía de su desmesura y aspira a una conversión: igual en Schopenhauer que en Wagner. Ambos de acuerdo con la época: no más mentira ni convención, no más costumbre ni eticidad; monstruosa confesión de que se trata del más salvaje egoísmo. Sinceridad, ebriedad, no suavización”[1]

[1] El nacimiento de la tragedia. VIII.