La principal consecuencia de la violencia introducida por nuestro proceso de culturización son los conflictos internos del individuo. Sólo a efectos expositivos es posible diferenciar esa violencia interior de la violencia derivada de las tensiones de la colectividad. En realidad, ambos tipos de violencia están conectados y se retroalimentan, tal como se puede apreciar en la obra del cineasta austriaco Michael Haneke.
En su película 71 fragmentos de una cronología del azar, Haneke nos invita a navegar por la vida de una serie de personas anónimas, de diferente raza, clase social, sexo o edad, saltando de unas a otras por aparentes caprichos del destino. La película se abre con una información expuesta sobre fondo negro y que bien podría pertenecer a una crónica de sucesos: a finales de diciembre de 1993, un joven estudiante austriaco entró en una sucursal bancaria y, sin motivo aparente, abrió fuego de manera indiscriminada contra el resto de clientes para, a continuación, suicidarse de un disparo en la cabeza. Tras esta crónica, un boletín informativo nos relata de forma rápida y fragmentada los diferentes conflictos bélicos que se suceden en el mundo: genocidios, masacres indiscriminadas, pueblos enteros en un exilio forzado para escapar de una muerte segura. A continuación, tras el preceptivo fundido en negro, observamos a un niño rumano encerrado en un camión que se dirige a Austria, donde espera entrar de manera ilegal. En una sociedad dominada por fragmentación y la dispersión, el individuo ha desertado de la vida social para centrarse en su propia supervivencia; sin embargo, donde esperaba encontrar seguridad y autorrealización sólo ha encontrado alienación, soledad, incomunicación, tedio, vacío. Los seres humanos se han ido deshumanizando, mientras los medios de comunicación construyen una realidad discontinua, fragmentada, que fomenta el miedo e invita a la autoprotección.
La obra de Haneke, en general, nos permite comprender que los actos violentos no sólo están causados por el odio, la pobreza o la enajenación mental. En la situación de desnaturalización y atomización en la que vivimos, el criminal se asemeja a esos seres impotentes y frustrados magistralmente descritos por Nietzsche: “El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de sus costumbres, se desgarra, se persigue a sí mismo, se muerde, se roe, se sobresalta, se maltrata a sí mismo, ese animal al que se quiere domesticar y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, a este ser le falta algo; devorado por la nostalgia del desierto, se crea a base de él mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa”[1].
Esta situación amenazadora es la que intentan contrarrestar los narcóticos que la cultura proporciona mediante todo tipo de espectáculos violentos. Gracias a ellos, los sujetos pueden satisfacer sus pulsiones de muerte y de dominación sin consecuencias nefastas. Sin embargo, esta desnaturalización, entendida como intoxicación o inoculación de la enfermedad en el cuerpo, produce inevitablemente un organismo social enfermo, despojado de su orden natural y de la jerarquía que espontáneamente se establece entre sanos y enfermos. Dentro del individuo se rompe el equilibrio entre los impulsos y se instaura un caos descontrolado que, o bien trata de ser frenado con la violencia del castigo y la represión, o bien trata de ser anestesiado con tranquilizantes: “¿Qué es ese hombre? Un montón de enfermedades que, a través del espíritu, se extienden por el mundo. ¿Qué es ese hombre? Una maraña de serpientes salvajes que rara vez tienen paz entre sí. Cada una va por su lado, buscando su particular botín en el mundo. ¡Mirad ese pobre cuerpo asesinado! Lo que él codiciaba, su pobre alma lo interpretaba como placer asesino y como ansia de la felicidad del cuchillo”[2].
Según Nietzsche, la lucha, la impiedad y la coacción están ya en el corazón mismo de la realidad y de nuestro desarrollo como seres históricos. Sin embargo, no todo ejercicio de fuerza ni toda confrontación de fuerzas tiene por qué ser violenta. Antes de que lo hiciera Freud, Nietzsche supo identificar el malestar en nuestra civilización como una patología que heredamos y que se nos contagia en el proceso de socialización: “¿Y esos instintos de reacción, de resentimiento y de venganza, con cuyo auxilia triunfa el rebaño, son los auténticos instrumentos de la cultura? ¿Son, en realidad, los depositarios de esos instintos quienes representan la cultura? A mí más bien me parece una vergüenza, y que representan una sospecha, un contraargumento contra esa cultura”[3].
El modo concreto en que ha discurrido el proceso de civilización europea es el que ha incorporado la violencia como instinto en los individuos; han sido la moral cristiana y las ideas modernas las causantes de la enfermedad y de su contagio. De ahí que Nietzsche no vea más solución que una terapia como inversión de esos valores, terapia que consiste sustancialmente en una reeducación de los instintos para su saneamiento y sublimación. Nietzsche llama también a este proceso “renaturalización”, para dar a entender la necesidad de acabar con la desconfianza, el miedo y la represión de las fuerzas instintivas y sustituirlas por la confianza y la integración de las propias energías pulsionales.
[1] La genealogía de la moral, II, aforismo 16.
[2] Así habló Zaratustra. “Del pálido delincuente.”
[3] Genealogía de la moral, I, aforismo 11.
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