13 ago 2015

EL HOMBRE UNIDIMENSIONAL DE MARCUSE



En 1954, el pensador alemán Herbert Marcuse publicó un ensayo de gran valor antropológico como denuncia de la servidumbre derivada del modelo fordista de producción. Esta servidumbre consiste en la instrumentalización del individuo. Marcuse señala que los cambios en el carácter del trabajo y los instrumentos de producción modifican la actitud y la conciencia del trabajador, que se hace manifiesta en la ampliamente discutida “integración social y cultural” de la clase trabajadora con la sociedad capitalista. Ahora bien, ¿es éste un cambio solo en la conciencia? ¿Se puede entender un cambio tan fundamental en la conciencia sin asumir un cambio correspondiente en la “existencia social”? Incluso concediendo un alto grado de independencia ideológica, los lazos que unen este cambio con la transformación del proceso productivo se oponen a esta interpretación. La asimilación en necesidades y aspiraciones, en el nivel de vida, en las actividades de formación, en una palabra, en la política, deriva de una integración en la fábrica misma, en el proceso material de producción. 

Los aspectos negativos de la automatización predominan en el sistema de producción fordista: aumento del ritmo de trabajo, paro tecnológico, fortalecimiento de la posición directiva, mayor impotencia y resignación por parte de los trabajadores, etc. Sin embargo, también hay otras tendencias. La misma organización tecnológica que establece una comunidad mecánica en el trabajo genera igualmente una mayor interdependencia que integra al trabajador con la fábrica. Se advierte una “disposición” por parte de los trabajadores por “intervenir en la solución de los problemas de la producción”, un “deseo de unirse activamente aplicando sus propios cerebros a los problemas técnicos y de la producción que dependen claramente de la tecnología”. En algunas de las empresas más avanzadas técnicamente, los trabajadores muestran incluso un claro interés por la empresa.

El nuevo estado del trabajo tecnológico refuerza así un debilitamiento de la posición negativa de la clase trabajadora: ésta ya no aparece como la contradicción viviente para la sociedad establecida. Esta tendencia se fortalece por efecto de la organización tecnológica de la producción al otro lado de la barrera: en la gerencia y la dirección. La dominación se transforma en administración. Los jefes y los grandes accionistas pierden su identidad como agentes responsables: asumen la función de burócratas en una máquina corporativa. La fuente tangible de explotación desaparece detrás de la fachada de racionalidad objetiva. 

Así, el odio y la frustración son despojados de su propósito específico y el velo tecnológico oculta la reproducción de la desigualdad y la esclavitud. Con el progreso técnico como su instrumento, la falta de libertad en el sentido de la sujeción del hombre a su aparato productivo se perpetúa e intensifica bajo la forma de muchas libertades y comodidades. El aspecto nuevo es la abrumadora racionalidad de esta empresa irracional, y la profundidad del condicionamiento previo que configura los impulsos instintivos y aspiraciones de los individuos y oscurece la diferencia entre conciencia falsa y verdadera. Los esclavos de la sociedad industrial desarrollada son esclavos sublimados, pero son esclavos al fin y al cabo, porque la esclavitud está determinada no por la obediencia, ni por la rudeza del trabajo, sino por el estatus de instrumento y la reducción del hombre al estado de cosa.

Para Marcuse, ésta es la forma más pura de servidumbre: existir como instrumento, como cosa. Y este modo de existencia no se anula si la cosa es animada y elige su alimento material e intelectual, si no siente su “ser cosa”. A la inversa, conforme la cosificación tiende a hacerse totalitaria gracias a su forma tecnológica, los mismos organizadores y administradores se hacen cada vez más dependientes de la maquinaria que organizan y administran. Y esta dependencia mutua ya no es la relación dialéctica entre señor y siervo, que ha quedado rota en la lucha por el reconocimiento mutuo, sino más bien un círculo vicioso que encierra tanto al señor como al siervo. ¿Mandan los técnicos o su mando le pertenece a otros, que descansan en ellos como sus planificadores y ejecutores?

Por otro lado, en la sociedad contemporánea no todo el tiempo empleado en y con las máquinas es tiempo de trabajo (es decir, esfuerzo desagradable pero necesario) y no toda la energía ahorrada por la máquina es fuerza de trabajo. La mecanización también ha “ahorrado” libido, la energía de los “instintos de la vida”, esto es, la que ha sacado de sus formas anteriores de realización. Este es el centro de la verdad en el romántico contraste entre el viajero moderno y el poeta errante o el artesano, entre la línea de montaje y la artesanía, entre el campo y la ciudad, el pan de fábrica y el horneado en casa, etc. Es cierto que este romántico mundo anterior a la técnica estaba lleno de miseria, esfuerzo y suciedad. Sin embargo, había un paisaje, un medio de experiencia libidinal que ya no existe. Con la desaparición de ese paisaje, de esa experiencia libidinal, ha sido deserotizada toda una dimensión de la actividad y la pasividad humana. El ambiente del que el individuo podía obtener placer ha sido rígidamente reducido.

¿Cuál es el lugar de la obra de arte en este contexto? Para Marcuse, el lugar de la obra de arte en una cultura pretecnológica y bidimensional era muy diferente del que tiene en una civilización unidimensional. Sin embargo, la alienación actual caracteriza tanto al arte positivo como al negativo. La distinción decisiva no es la psicológica, entre el arte creado en medio del placer y el arte creado en medio del dolor, entre la cordura y la neurosis, sino la que distingue entre la realidad artística y la social. La ruptura con la segunda, la transgresión mágica o racional, es una cualidad esencial incluso del arte más positivo; está enajenado también del mismo público al que se dirige. Por cercanos y familiares que fuesen el templo o la catedral para la gente que vivía alrededor de ellos, permanecían en contraste con la vida diaria del esclavo, el campesino y el artesano. Separados de la esfera del trabajo donde la sociedad se reproduce a sí misma y a su miseria, el mundo del arte permanece, con toda su verdad, como un privilegio y una ilusión.

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