Tal como expone Terry Eagleton en La estética como ideología, el pensamiento estético de Schiller proporciona algunos de los componentes esenciales de la nueva teoría de la hegemonía burguesa; pero, curiosamente, también protesta contra la devastación espiritual que ese orden social emergente está infligiendo. Y éste último es, precisamente, el aspecto de su planteamiento que más influyente se ha revelado con el paso del tiempo. Tal como expone Schiller en las Cartas: “En el seno de la vida social más refinada el egoísmo ha fundado su sistema; si no creamos desde estas condiciones un corazón que sea verdaderamente sociable, sufriremos todos los males y sufrimiento de la sociedad. Someteremos nuestro juicio libre a su opinión despótica, nuestro sentir a sus costumbres fantásticas, nuestra voluntad a sus seducciones.”
Para Schiller, la proliferación de conocimientos técnicos y empíricos, unida a las divisiones de trabajo social e intelectual, han desgarrado “la unidad interna de la naturaleza humana” y ponen en desacuerdo sus armoniosas fuerzas llevándolas a un “conflicto desastroso”. Eternamente encadenado a un único y pequeño fragmento del todo, el hombre mismo se ve condenado a ser nada más que un fragmento. Este desarrollo unidimensional es un estadio necesario en el progreso de la Razón hacia una síntesis futura. Se trata de una visión que comparte con Marx, cuya crítica del capitalismo industrial está profundamente enraizada en la visión schilleriana de las capacidades atrofiadas, de las facultades disociadas, de la totalidad arruinada de la naturaleza humana.
El Schiller de las Cartas se aleja de la severa separación entre naturaleza y razón llevada a cabo por Kant y busca un nexo entre ambas. Así, Schiller define lo estético como la bisagra o el estadio de transición entre lo sensual y lo racional. Bajo el llamado “impulso del juego”, la condición estética reconcilia el impulso sensible (la materia variable, sin forma, apetitiva de la sensación y el deseo) con el impulso formal (la fuerza activa, configuradora e inmutable de la razón kantiana). Aquello que consigue esta unión de sentido y espíritu, materia y forma, cambio y permanencia, finitud e infinito, es lo estético, una categoría epistemológica que Schiller “antropologiza” radicalmente. El autor alemán reconoce que la tensión entre las imposiciones éticas absolutas y el sórdido estado terrenal de la naturaleza burguesa debe mantenerse y aflojarse a la vez. Es justo lo estético la categoría que llevará a cabo esta doble operación.
Así, gracias al temple anímico estético, la autonomía de la razón se abre ya al dominio de la sensibilidad. El hombre físico se refina hasta tal punto que el hombre espiritual sólo necesita desarrollarse conforme a las leyes de la libertad. Lo que Schiller denomina “temple anímico estético” define, de hecho, un proyecto de reconstrucción ideológica fundamental. Lo estético es la mediación perdida entre una sociedad civil entregada al puro apetito y el ideal de un Estado político bien organizado. “Lo estético de Schiller”, afirma Eagleton, “corresponde a la hegemonía de Gramsci, aunque en una clave diferente; ambos conceptos surgen además desde el punto político por el lamentable colapso de las esperanzas revolucionarias. La única política que se mantendrá en pie es la que se enraíce firmemente en una cultura remodelada y en una subjetividad revolucionada.”
Para el Schiller de las Cartas, lo estético debe ser el télos de la existencia humana, no la transición a un fin semejante. Si lo estético aparece como una libertad mayor que el dominio de la moralidad es porque disuelve justamente todos los límites éticos junto con los físicos. Por un lado, se limita a hacer posible en nosotros la humanidad, permitiéndonos decidir hasta qué punto deseamos realizar realmente esta posibilidad. Por otro lado, como estado de pura posibilidad sin límites (como fusión de lo sensible y lo racional), parece superior a aquello que posibilita, como un terreno que se eleva sobre lo que descansa sobre él.
De esta manera, lo estético en Schiller resultaría ser todo aquello distinto de cualquier interés social concreto. Como no se orienta de antemano hacia ninguna actividad definida, puede precisamente por eso servir a cualquier actividad. Lo estético, en suma, sería totalmente “indiferente”. No toma bajo su protección una única facultad humana excluyendo las restantes, sino que favorece a todas y cada una de ellas sin distinción; y no privilegia a ninguna más que a otra por la simple razón de que es la condición de posibilidad de todas ellas. Así, incapaz de decir una cosa sin decirlo todo, lo estético no dice nada en absoluto, y hace uso de una elocuencia tan exagerada que termina careciendo de discurso. Lo estético, en suma, se convierte en algo socialmente inútil.
Y, a pesar de todo, el propio Eagleton admite que ésta es la gloria que corona lo estético: al ser sumamente indiferente a cualquier verdad, propósito o práctica sesgada, es nada menos que la ilimitada infinitud de nuestra humanidad total, que se arruina tan pronto como se realiza. La cultura sólo parece ser una apertura incesante a cualquier cosa. Lo estético conduce a Schiller a la creación de la apariencia; y, dado que la apariencia presupone una indiferencia creativa respecto a la naturaleza, es el deleite en esa bella apariencia el camino que lleva a los “salvajes” seres humanos hacia la libertad de lo estético, suspendiéndolos de la dependencia de su entorno. En definitiva, la humanidad emprende el camino de su auténtica libertad, abre una brecha en su naturaleza biológica, desde el momento en que comienza a preferir la forma a la materia, y pone en riesgo la realidad por el bien de la apariencia.
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