17 ago 2015

HOMO LUDENS, HOMO FABER Y ÜBERMENSH: INTRODUCCIÓN SEGUNDA PARTE



Introducción 

“En la glorificación del trabajo, en los incansables discursos sobre los “beneficios del trabajo”, observo la misma intención oculta que en el elogio de las acciones impersonales y de utilidad general: el miedo íntimo a todo lo que es individual. En el fondo, hoy se siente, a la vista que ofrece el trabajo —me refiero a esa dura laboriosidad que se realiza de la mañana a la noche—, que éste es el mejor policía, pues frena a cualquiera y sabe impedir violentamente el desarrollo de la razón, de los apetitos y del ansia de independencia. Y es que el trabajo desgasta extraordinariamente la fuerza nerviosa y quita esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, al amor y al odio; nos pone siempre ante los ojos una pequeña meta y concede satisfacciones fáciles y regulares. De este modo, una sociedad en la que continuamente se trabajo duro gozará de la mayor seguridad: ¡y ésta hoy se adora como la divinidad suprema! ¡Qué horror! ¡Es justo el trabajador quien se ha vuelto peligroso! ¡Proliferan los “individuos peligrosos”, y detrás de ellos el peligro de los peligros: el individuo!”. Aurora (173), Friedrich Nietzsche.


La idea que inspira este texto no es nueva. No es solamente la segunda parte de un trabajo académico sobre Estética y teoría del arte, sino también una vuelta de tuerca a mi enfrentamiento particular con la antropología dominante. Una antropología que, desde las nuevas atalayas de la sociobiología y la psicología evolutiva[1], intenta naturalizar a un homo oecononimus calculador, pragmático, utilitarista, ascético y fragmentado. Así como Diógenes de Sínope recorría el ágora con una antorcha en busca del “Hombre” (con mayúscula), este trabajo utiliza la tradición estética como caja de herramientas para encontrar aquellos contextos o prácticas en los que el ser humano pueda afirmarse como el ser genérico y completo que es. 

Los juegos del arte de Schiller nos proporcionaron una primera herramienta para recoger los fragmentos dispersos del hombre alienado. En su dimensión lúdica, feliz, el arte aparecía como la actividad por la que el ser humano se eleva por encima de los apetitos y las determinaciones de los instintos, al tiempo que se mantiene en el terreno de lo sensible y no se deja llevar por la abstracción y el utilitarismo de la racionalidad. La concepción del homo ludens implica que el hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega.

La segunda herramienta la aportó Marx, que denunció el trabajo enajenado como aquella práctica que roba al ser humano su carácter genérico y universal. En las sociedades industriales, el trabajo se ha convertido en algo externo al trabajador, de tal forma que ya no pertenece a su ser. El trabajador explotado no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Sin embargo, no por ello debemos menospreciar la capacidad productiva del hombre. El homo faber de Marx hereda la preocupación de Schiller por la realización completa de las capacidades humanas como un fin en sí mismo.

Y, por supuesto, en esta búsqueda de un giro antropológico Nietzsche se presenta como una referencia ineludible. Autoproclamado como el ‘filósofo del martillo’, el Nietzsche tardío nos servirá de inspiración para demoler la superestructura que sirve de protección a la antropología hegemónica. El Nietzsche más vitalista, el demoledor de ideales ascéticos, el enemigo de la racionalidad socrática y del romanticismo-wagneriano, el azote de los “últimos hombres” y de todas aquellas formas de vida atrincheradas, inmunizadas, nos ayudará a esculpir un nuevo modelo de sujeto: el übermensch. Un ultrahombre que, como el artista clásico, será capaz de armonizar una multiplicidad de impulsos caóticos y conjuntarlos en una individualidad equilibrada y pletórica. 

Por último, acudiremos al Marcuse de La dimensión estética en busca de un foco que ilumine una nueva realidad para el hombre. Esa luz es el arte entendido a partir de su autonomía y como esperanza emancipadora. La creación artística es la última esperanza frente a la racionalidad dominante, puesto que representa un orden distinto, invoca a la sensualidad y se enfrenta a los tabúes de la lógica del beneficio y la represión. Ese arte emancipador, sin embargo, debe ser autónomo, porque el rechazo de la sublimación estética reduce las obras de arte a meros pedazos de la misma sociedad a la que se opone. Para Marcuse, la obra de arte sólo puede alcanzar relevancia política como producción autónoma. La interioridad y la subjetividad, lejos de ser meras fantasías ilustradas o burguesas, pueden convertirse en el espacio interno y externo para la subversión de la experiencia, para la reconciliación con lo otro. De ahí su potencial emancipador.

En cualquier caso, la elaboración de este trabajo no ha pretendido ser una mera especulación académica. Esta búsqueda de un giro antropológico no es un ejercicio analítico que persiga conquistar intelectualmente la realidad, sino un esfuerzo por utilizar las reflexiones de la tradición estética para lanzar preguntas a lo real, a lo existente. Nietzsche y Marcuse, igual que antes Schiller y Marx, permiten entablar un diálogo matizado con los acontecimientos, tanto pasados como presentes. 

Este diálogo entre tradición y presente, entre teoría y realidad, ha sido permanente desde el pasado mes de marzo, cuando tuve la oportunidad de asistir a un debate sobre activismo social y cine organizado por el Centro de Arte Dos de Mayo de Móstoles. A un lado, Tino Calabuig —uno de los fundadores del ‘Colectivo de Cine de Madrid’— relató la osadía que supuso filmar documentales sobre los movimientos vecinales formados en Madrid durante la dictadura; expuso la necesidad de mostrar la realidad en toda su crudeza, los imperativos realistas de la urgencia, el deber moral de difundir un mensaje para hacer justicia a sus protagonistas y despertar conciencias. Al otro lado, Xavier Artigas —codirector de Ciutat Morta y miembro de Metromuster— presentó su proyecto denominado ‘Culturas audiovisuales emancipadoras: deconstruyendo códigos activistas’; su objetivo consiste en mostrar la ineficacia del crudo realismo, la necesidad de llegar a una audiencia más amplia y la potencia de la expresión artística como herramienta política. 

La redacción de este texto, como digo, es un intento de hacer dialogar a la tradición estética con un asambleísta del Pozo del Río Raimundo o con un espectador de Ciutat Morta. Es una búsqueda de una nueva antropología, a la vez que una forma de romper con una realidad alienante. Pretende ser una reivindicación de un tipo de heroicidad artística —dionisíaca, si se quiere—, pero no exenta de ironía y de un cierto distanciamiento compasivo. Busca una subjetividad completa y capaz de caminar a contracorriente, pero no indiferente; vitalista y enérgica, pero no narcisista. Una subjetividad, en definitiva, que podría resultar similar a la ya defendida hace casi un siglo por Antonio Machado, quien, a través de su genial homónimo Juan de Mairena, despreciaba profundamente a esos falsos médicos que cargan la atmósfera de pesimismo y desesperanza para después recetarnos, eso sí, la receta que a ellos les beneficia. Con razón los asemejaba a esas almas pusilánimes que se muestran siempre de vuelta de todo, cuando en realidad no han salido nunca a ninguna parte.





[1] Léase La tabla rasa, de Steven Pinker.

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