31 mar 2008

La crisis de la autoría: desde la muerte del autor de Barthes al renacimiento de anomia en Internet. Ramón Pérez Parejo

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Ramón Pérez Parejo

Resumen: A finales de los sesenta, Roland Barthes, Michel Foucault y Jacques Derrida, los tres pensadores más activos de la Deconstrucción, proclamaron la crisis de la autoría, vinculada a la crisis del yo. Así, la autoría se convierte en el espejismo de la propiedad intelectual, mientras que la figura del Autor se transforma en marca de origen o género, mera signatura para clasificar en estantes. Frente al Autor, el Lector y el Texto se erigen en los verdaderos protagonistas de la escritura. La comunicación en Internet representa un paso más —quizá decisivo— en la disolución de la autoría. La nueva escritura coloquial en los chats, las nuevas fórmulas de contacto y presentación, la inmediatez, los distintos experimentos creativos —sobre todo los literarios—, la interactividad, el juego de mostrar/ocultar la identidad, etc. representan, en conjunto, un nuevo estatuto específico y emergente de comunicación que deberá definirse en los próximos años.


Introducción: planteamiento y antecedentes

La crisis de la autoría tiene un origen filosófico. Está asociada a la crisis del yo de la Viena de fin-de-siècle (1) y a la Filosofía del Lenguaje inaugurada por Wittgenstein con el Tractatus en los años 20. Esa crisis se vincula tanto con la muerte de Dios planteada por Nietzsche como con la muerte del arte augurada por Hegel y Marx, ideas que reaparecen en obras fechadas a finales del XIX y comienzos del XX (2). En el ámbito de la Literatura (3), la reflexión sobre la crisis de la autoría tiene sus antecedentes en la poesía del Romanticismo con autores como Novalis, Keats y Poe. Ahora bien, los principales antecedentes se hallan en el periodo 1850-1950 —en el eje Simbolismo-Modernismo-Vanguardias— coincidiendo con un período de crisis del lenguaje poético que tiene en Baudelaire, Rimbaud y, sobre todo, Mallarmé, sus principales artífices. También es importante la aportación de Hofmannsthal con su Carta de Lord Chandos, de 1902, que representa un paso más de la crisis de la autoconciencia del escritor y la enajenación con respecto al lenguaje. No obstante, la crisis de la autoría como tal, definida en sus justos términos, se produce a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta a partir de las reflexiones de los tres pensadores más activos de la Deconstrucción, Jacques Derrida, Michel Foucault y, sobre todo, Roland Barthes en su artículo "La muerte del autor". Además de ellos, para apuntalar algunas ideas, conviene aproximarse al artículo "El autor, la ficción, la verdad" de Antonio Campillo. Concluiremos con unas breves notas sobre la figura del Autor en Internet, donde se abre toda una nueva semiología y un nuevo tejido de relaciones entre el autor, el medio y el lector aún por realizar, descubrir y analizar.

Desmontando al Autor: la autoría en manos de la Deconstrucción

En el ámbito de la crítica al pensamiento de Platón, que, según Derrida, planea omnipresente en la cultura occidental, el pensador francés acusa al griego de incurir en el llamado falogocentrismo. Con este término se nombra un anhelo más de la Metafísica de la Presencia. En síntesis, ésta consiste en el afán de la cultura y la filosofía occidentales por hallar verdades objetivas en las que instalarse que se correspondan con verdades objetivas reales. Con esta metafísica ha creado una serie de oposiciones, consideradas verdades irrefutables —como los dualismos natural/artificial, interior/exterior al sistema, oralidad/escritura—. Sobre el cimiento de estas oposiciones, la cultura occidental ha edificado su propia mitología: la mitología blanca (4) que, como toda mitología, es testimonio de una ideología tendenciosa. En cuanto al término concreto de falogocentrismo dentro de la Metafísica de la Presencia, se trata de la necesidad de fijar un origen para todo, un creador, una figura original visible, en suma, un principio que es identificado con la figura paterna y con el orden y la jerarquía masculinos. Con este argumento, que en realidad desvela y denuncia una especie de falacia ad autoritatem, se pone en tela de juicio el afán de toda la metafísica tradicional, la cual siempre anhela un origen para todo acto, una presencia objetiva, un asidero del que partir, un creador, un Autor.

En un paso más audaz, Barthes plantea la "Muerte del autor" (5). Comienza criticando la concepción romántica del autor según la cual el creador da forma a la inspiración configurando la obra. Esta idea romántica presupone que el autor ocupa el centro de la obra y el texto es el vehículo del significado que el escritor quiso darle. El papel del lector sería sencillamente el de intentar entender lo que el autor deseó comunicar. La lectura constituiría entonces una actividad pasiva. En "La Muerte del Autor" se presenta una noción de texto como tejido de citas y referencias a innumerables centros de la cultura. El Autor es sólo una localización donde el lenguaje (ecos, repeticiones, intertextualidades) se cruza continuamente. Hay que poner esto en relación con la Metafísica de la presencia, es decir, con el afán por hallar un origen unificado, centralizado, tutelado. En la línea de un Nietzsche que certificó la muerte de Dios, Barthes critica la metafísica de la presencia en el ámbito de la autoría, descentralizando el origen y desvinculando el texto del despotismo de una única autoridad que presuntamente controla el significado. La institución del autor, que durante siglos había regentado un cariz sagrado, pierde ahora su carácter de iniciado capaz de manipular una materia que nadie más puede moldear. La obra literaria se transforma en texto, es decir, en un tejido forjado a partir de la escritura del autor y de la lectura activa de los lectores, que hacen conexiones de sentido sin tener en cuenta la primera intención de significado. Con ello se perfila la idea de que una obra altera su significado a través del tiempo y el texto cobra protagonismo. Mediante la jouissance, el texto establece relaciones lingüísticas dentro de sí circulando libremente sin estar sujeto a ninguna entidad superior. La noción de Texto se enfrenta a la de Libro y devuelve a la literatura escrita el carácter colectivo de la literatura oral: es decir, la obra que se hace a sí misma en la medida en que se entrecruza con la recepción activa. A consecuencia de esto, el crítico —otro lector— deja de ser ese elemento secundario y servil, afanoso descubridor de lo que quiso decir el autor para convertirse en alguien capaz de intervenir decisivamente en el significado de la obra o para desvelar posibles relaciones de sentido escondidos en el texto, como hizo el mismo Barthes en S/Z (6). La idea de descifrar un texto para siempre se convierte en una quimera. Eso significaría cerrar el texto, imponerle límites, obstaculizar su propia jouissance. Al morir el Autor, el Lector nace. Barthes se pregunta si escribir es un verbo transitivo o intransitivo (7) esto es, si en realidad algo puede ser escrito, creado con palabras. Nunca puede saberse quién escribe, si el autor o los personajes que de alguna manera le obligan, el individuo o su experiencia personal, la psicología de la época o, en realidad, la propia escritura, por la simple razón de que ponerse a escribir es renunciar a la individualidad e ingresar en lo colectivo. Desde el instante en que cogemos la pluma, escribimos tal como nos han enseñado, con una retórica determinada, con una sintaxis, una gramática y unos tropos ya fijados desde la Antigüedad, con un lenguaje que nos rodea y nos envuelve en un murmullo incesante: un gran almacén de citas y signos de muy diversos centros de la cultura que operan como intertextos. La escritura impone una tradición y unas leyes que el autor debe aceptar; su contribución es mínima. Barthes sostiene que la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco y negro donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. Nos recuerda también que el Autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad [...] en la medida en que ésta, al salir del Medievo, descubre el prestigio del individuo (8). En suma, el autor sólo habla el idioma; la unidad del texto no está en sus orígenes sino en su destinatario, que organiza esa masa de signos imponiéndoles un sentido: es en el lector donde la obra se cumple.

Recordemos, para confirmar la idea de Barthes, los escasos nombres de autores de la Edad Media que conocemos y, en general, la cantidad de obras de arte de todo tipo de las que ignoramos el autor, o la profusión de la anonimia que, por unas u otras razones, existe en nuestra literatura medieval y de los Siglos de Oro. Recordemos asimismo la despreocupación de los autores medievales por sus obras, que vagaban manuscritas en pequeñísimas tiradas o en boca de los lectores, los cuales solían recitar la obra ante un auditorio analfabeto. Los textos, sujetos a variantes múltiples, estaban expuestos a la declamación (voz, gesto, representación), lo que infundía un nuevo y definitivo significado. En cambio, el prestigio del individuo y de los nombres propios llega a tal extremo en la actualidad que se conocen —suenan— muchos nombres de autores actuales de los que se ignora totalmente sus obras. La concepción del autor ha dependido de la visión de cada época. Como afirma Pozuelo Yvancos, la teoría del autor literario no es una, sino muchas, toda vez que depende de la función que cada época le ha asignado desde su experiencia estética: del anonimato medieval al individualismo del genio romántico, pasando por el valor renacentista del artifex o faber, el autor ingenioso del barroco que inaugura el Cide Hamete del Quijote, etc. (9).

Foucault, en ¿Qu'est-ce qu'un auteur? (10), sostiene que el autor debe ser despojado de su rol de artífice para pasar a ser analizado como una función compleja y variable, como una entidad discursiva que caracteriza cierto tipo de textos y que no se sitúa ni en la realidad ni en la ficción, sino en el borde mismo de los textos, marcando sus aristas, recortándolos, manifestando su modo se ser y de ser recibidos, en suma, caracterizándolos frente a otros enunciados en el interior de una sociedad. La noción de "autor" deriva de la exégesis cristiana según la cual se otorgaba autenticidad a los textos y de alguna manera se limitaba la plurisignificación irreductible de éstos, pero esta noción está sujeta a evolución. Foucault parte de dos argumentos. Primero, que no todo texto está provisto de la función-autor, pues existen miles de textos como cartas, contratos, declaraciones, borradores de obras, etc. que, aun firmadas, no se consideran "obras" del autor. Segundo, incluso en los textos considerados "obras", la función-autor está sujeta al devenir del tiempo, desde el anonimato medieval a la exaltación de la propiedad y el nombre propio en la actualidad, unido desde luego al naciente capitalismo y a una nueva clase social, la burguesía, que anhela la noción de "propiedad" desde el Renacimiento. Foucault sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX el gran cambio acaecido en la apropiación del autor con respecto a su obra, coincidiendo con cierta problemática judicial: los textos comenzaron a tener autores cuando fueron susceptibles de ser castigados; no constituían bienes, sino acciones por las que el autor era responsable ante la ley. Sólo a partir de entonces la "obra" comienza a ser considerada como una mercancía y se regulan los derechos de autor. Ha habido oscilaciones entre distintos tipos de discursos. El momento de inflexión lo marcan los siglos XVII y XVIII. Antes, los textos literarios eran valorados sin importar demasiado el nombre del autor; en cambio, en los textos científicos, el valor de verdad dependía directamente de que fueran firmados. En los últimos siglos los textos científicos se han ido desprendiendo de la garantía de autor, mientras que en los literarios el prestigio de la autoría ha ido creciendo progresivamente. La función-autor se convierte en un signo pragmático clave a la hora de realizar una tipología de los discursos en función de las relaciones que establecen con su autor.

Desde la estética de la recepción, W. Iser defiende un doble plano de la obra literaria: el artístico, que concierne al autor, y el estético, que involucra al lector. La obra se sitúa entre estos dos niveles. Se trata, en suma, de valorar las relaciones de la obra con sus intérpretes, donde realmente se cumple. El receptor de la obra artística rellena de significado los huecos del texto en un complejo proceso pragmático de lectura que actualiza el significado progresivamente, en la medida en que vamos leyendo (11).

Antonio Campillo: El sueño de la autoría

Antonio Campillo, en "El autor, la ficción, la verdad" (12), parte de los artículos de Derrida, Barthes y Foucault para confeccionar una tipología de la noción de autor en la Filosofía y la Literatura contemporáneas. ¿A qué remite exactamente la firma del autor en un texto? Campillo señala una diferencia —en el sentido de la Deconstrucción— en todo texto: firmar un escrito es postular una actualidad del yo/aquí/ahora que en realidad está siempre diferida como promesa o memoria de un acto pasajero alojado en un punto del pasado. Al firmar, el autor parece reapropiarse de lo que ya de entrada se le escapa de las manos. Los nombres propios de los autores no funcionan exactamente igual que cualquier otro nombre propio de persona: hay apócrifos, pseudónimos, heterónimos. La relación entre la vida y la obra del autor es muy compleja y requiere diversos tipos de análisis. El autor puede ser construido por el lector mediante un trabajo de exégesis estilística. Ahora bien, un mismo autor puede mostrar distintas marcas estilísticas en diferentes textos. Ante esa pluralidad de índices que remiten al mismo autor, éste debe ser considerado como la suma de todas esas voces. Así, no sería el autor el que produce el texto, sino el texto el que da origen a la entidad del autor. El autor es creado por su propia escritura como una especie de máscara tras la que se oculta el individuo real. En las obras metaficcionales no es el autor sino el fingidor —en este caso autor implícito— el que pretende ser veraz para hacer más verosímil la obra exponiendo de paso su condición de producto artístico. Se trata de una paradoja entre el carácter ficcional de la obra y su deseo de hacerse cada vez más verosímil. Sería conveniente —sugiere Campillo— desconfiar del sueño unitario de un discurso total y de una reconciliación entre discurso y vida, ni en Literatura ni en Filosofía. Es preferible reconocer la irreductibilidad entre los distintos tipos de discurso y apelar a su carácter convencional. Asimismo, convendría reconocer la propia fragmentación del autor, su estatuto igualmente convencional y, por tanto, la pluralidad de sus voces y sus disfraces. La enigmática figura del autor se mueve entre la voluntad de verdad o de verosimilitud y de ocultamiento, de ficción o simulación, y es en esa tensión donde se cumple y a la vez se difumina su entidad. Tal vez fuera bueno —concluye Campillo— aceptar sin más que la escritura es una actividad artesanal entre otras, de las pocas que aún subsisten. Como todas, requiere habilidad y hábito, talento y técnica, pasión y disciplina. Sirve para olvidar la vida y celebrarla y está llamada a cumplir una doble exigencia simultáneamente: la veracidad y la fabulación.

Estas corrientes críticas se sitúan en la dirección de la "Muerte del Autor". En cierto modo, el escritor puede verse afectado por las condiciones externas más impensables, tales como el estado de ánimo, el ruido, la estación, el lugar geográfico o el clima. En relación a esto, Miguel D'Ors expresa en "Lluvia" (13): Esta tarde/ la lluvia y yo escribimos/ a medias estos versos. Ni el autor acaba totalmente el poema ni el poema se completa por sí mismo. Sólo en quien lo recibe y recrea el texto se cumple. El poeta debe asumir la imperfección del texto. El escritor sólo alcanza a producir sugerencias de significado, pero es el lector quien las define y quien las completa porque es en el lector donde la obra se cumple en la misma medida que el mensaje de una obra de teatro sólo alcanza su plenitud en la representación. Es más, la creación-lectura del autor es sólo una más de las lecturas que habitan —por azar— en el texto, y no ha de ser necesariamente la más importante. Umberto Eco y Roland Barthes coinciden en la idea de la ausencia de significado estable de los textos porque el significado dentro del tejido del lenguaje tiende a una movilidad radical, versátil, a la inconstitución de la estructura ausente (14). El autor crea el espejo, mas es cada lector quien descubre o revela su propio reflejo. T. S. Eliot (15), en sus escritos sobre crítica literaria, advierte que la creación poética debe imponer al autor una conciencia de su propia impersonalidad; la creación es un proceso de permanente puesta en tela de juicio del yo y la figura individual por estar inserta en una tradición que da el sentido histórico de lo literario. Es en ese ámbito donde la obra individual cobra su significado pleno. En otro lugar, T. S. Eliot reconoce al autor cierta ventaja crítica porque conoce perfectamente la historia de su composición y los materiales que ha utilizado para crear la obra; sin embargo, —continúa Eliot— el significado de un poema depende tanto de lo que significa para los demás como de lo que significa para su autor, y en el curso del tiempo éste puede llegar a ser un mero lector de sus obras, olvidando el significado original o, simplemente, alterándolo (16).

Lo que llega del autor a los lectores no es otra cosa que lenguaje, y en el momento en que el autor escribe se difumina su yo en medio de las redes de las palabras. El autor se "colectiviza" cuando escribe, renuncia a sí mismo; cuanto más escribe, más lejos está su individualidad. Nunca hablamos a partir de cero —explica José Mª. Valverde— sino mediatizados por lenguajes anteriores, en parte ajenos y en parte propios, incluso por sugerencias azarosas dadas por una palabra oída de pronto, por un rótulo de tienda —recuérdese la palabra interior del Ulysses de Joyce (17). El escritor se sitúa y se difumina en el murmullo de la preexistencia del lenguaje.

El lenguaje habla. No puede ser suprimido, no podemos decir nada sin remitirnos a él y parece que el silencio no da solución al problema porque cuando callamos, el lenguaje sigue hablando, lo hizo antes que nosotros; lo seguirá haciendo cuando desaparezcamos (18). Sucede como en el poema "Ajedrez" de Borges (19), en el que, después de que los jugadores han desaparecido o han muerto, las fichas siguen jugando su partida infinita; después de que nuestro tiempo se haya consumido, el lenguaje seguirá hablando pues no nos pertenece: es tan sólo un préstamo por estar vivos y, por tanto, nos sobrevivirá.

El Autor en Internet

Como apunte final a este artículo, destinado a aparecer en una revista electrónica de Internet, escribiremos ciertas consideraciones acerca de la función-autor en las nuevas tecnologías donde, pese a algunos prejuicios de los puristas, se está comenzando a fraguar la escritura del futuro. Autor, Lenguaje y Receptor adoptan un nuevo posicionamiento en el tejido semiológico de la comunicación. Algo hay ya escrito al respecto en algunas páginas webs (20). En primer lugar, debe abandonarse —por erróneo y mal enfocado— el debate sobre si las nuevas tecnologías vienen a sustituir al libro. Las mil y una noches, Los viajes de Gulliver o Alicia en el País de las Maravillas se escribieron para ser leídos en formato de libro. El encuentro interactivo (aun con imágenes y textos pululando estratégicamente en la pantalla) con los personajes de un cuento clásico no puede reemplazar la complejidad ficcional, psicológica y formal de un relato pensado desde su creación para ser leído. El resultado nunca será el mismo y sentiremos ciertamente una especie de fraude en el CDrom o en Internet. Sencillamente se trata de que el resultado es otra cosa, del mismo modo que no han de compararse los textos a sus versiones cinematográficas por muy fieles que sean al texto. En términos de la Estética de la Recepción, la imagen ha llenado el sentido de los huecos o del proceso de lectura de una determinada forma que no ha de coincidir forzosamente con la lectura de otro receptor. Ocurre, sin embargo, que una nueva ficción se está abriendo camino en el multimedia, no sólo versionando obras pensadas para formato libro, sino ficciones nuevas, nacidas para ser descodificadas desde el nuevo medio tecnológico. Esas nuevas fabulaciones, verdadadero futuro de buena parte de la literatura en no muchos años (como demuestra el hecho de que algunos autores han publicado sus obras únicamente por esta vía), adquieren su verdadera y completa significación desde la plataforma tecnológica, desde donde deberán ser analizadas y comprendidas. El problema es que aún el uso de la tecnología no está suficientemente desarrollado para que nazcan nuevos géneros literarios exclusivamente cibernéticos. Pero es seguro que llegarán muy pronto. Como ocurrió con el milagro de las primeras películas mudas en blanco y negro, asistimos ya a la creación de nuevos mundos de fabulación, de historias increíbles e inagotables que sólo pueden aflorar en el medio tecnológico. Con el cine, pronto los espectadores comenzaron a pedir más. Llegaron el sonido, la música, los efectos especiales. Todo se fue haciendo más complejo a medida que el público se iba haciendo más experto. Los escritores vieron nuevas posibilidades para su obra y nació un nuevo arte. La literatura y el cine comenzaron a nutrirse recíprocamente. Del mismo modo ya se hace necesaria la figura de un receptor que asesore sobre el ensamblaje entre la literatura y los nuevos medios de comunicación. Un vasto campo de fabulación con unas posibilidaddes fabulosas se abre ante nuestros ojos: un nuevo concepto de escritura.

La muerte del autor anunciada por Barthes adquiere aquí una aplicación práctica que refuerza sus postulados. Por lo pronto, se produce una democratización de la autoría, ya que poco importa el prestigio del nombre propio del autor a la hora de poder publicar en internet. Muchas almas solitarias, sumidas en el anonimato (si lo prefieren) o en los estrechos márgenes de una dirección de correo electrónico, exhiben sin pudor sus obras; una turba de exiliados expone ante el mundo entero su tedio, su imaginación y sus fantasías. Poco importan entonces los nombres. Existe la posibilidad en muchos casos de interferir a placer en los textos de la red o, en su caso, sugerir al autor cambios y transformaciones sustanciales, incluso proponer que se dedique a otra cosa. El lector se convierte en el verdadero artífice de la obra y muestra definitivamente su vasto poder, hasta ahora sólo sugerido como promesa de futuro por Barthes, Foucault y Derrida. El lector-autor, en un medio que aún está en pañales, ignora aún cómo gobernar esta fabulosa autonomía interactiva. Va siendo necesario concederle ya otro status. Se produce definitivamente el traspaso de poder entre autor y lector. Además de la democratización de la autoría, se produce un nuevo auge de la escritura coloquial, la más vinculada a la oralidad. Los chats y distintos foros cibernéticos son la mejor prueba de ello. El nuevo medio tecnológico infunde vida a la palabra escrita, traduce inmediatamente la voz: la voz se lee. Ningún medio había alcanzado este poder. Aunque con matizaciones: es una nueva forma de comunicación que no comporta ni la voz ni la presencia, por engañosamente oral que pueda parecernos. En todo caso, supone cierta hibridación más mediatizada por la ausencia que una simple conversación telefónica, y desde luego, mediada por el medio visual, por el soporte, por la lectura y por la tipografía. En suma: se trata de una nueva fórmula de comunicación que tiene un estatuto específico y propio que debe definirse y que, en último extremo, hay que tener en cuenta so pena de convertirnos en unos nostálgicos a quienes la tecnología barrió de la faz de la escritura.


NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

(1) JARAUTA, Francisco, "Fin-de-siècle: ideas y escenarios", en Rocha, Teresa (ed.), Miscelánea vienesa, Cáceres, Universidad de Extremadura, Servicio de Publicaciones, 1998, págs. 29-36.

(2) SÁNCHEZ TORRE, Leopoldo, La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX, Oviedo, Departamento de Filología Hispánica, 1993, págs. 133-135.

(3) Para ampliar información al respecto, véase mi estudio PÉREZ PAREJO, Ramón, Metapoesía y crítica del lenguaje (De la generación de los 50 a los novísimos), Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2002, págs. 171-232. Para analizar los nexos de unión que se establecen entre este tema y la crítica de la inspiración, véase también mi artículo "La desconfianza en la inspiración y en el lenguaje poéticos. Generación del 50-Novísimos", Revista de Literatura, Tomo LX, nº 119, 1998, págs. 5-30.

(4) DERRIDA, Jacques, [1972], Márgenes de la Filosofía, (trad. de Carmen González Marín), Madrid, Cátedra, 1989, págs. 247-312.

(5) BARTHES, Roland, [1968], "La muerte del autor", en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, págs. 65-71.

(6) BARTHES, Roland, [1970a], S/Z, (trad. de Nicolás Rosa), Madrid, Siglo XXI, 1980.

(7) Ibid., pág. 66.

(8) Ibid., pág. 67.

(9) POZUELO YVANCOS, José María, Teoría del lenguaje literario, Madrid, Cátedra, 1988, pág. 81.

(10) FOUCAULT, Michel, "¿Qu'est-ce qu'un auteur?", Bulletin de la Societé française de Philosophie, LXIV, juillet-septembre, 1968, págs. 73-104. Hay traducción castellana en Qué es un autor, México, Universidad Autónoma de Tlaxcala, 1985.

(11) ISER, Wolfang, "El proceso de lectura: enfoque fenomenológico", en Mayoral (ed.), Estética de la recepción. Compilación de textos y bibliografía, Madrid, Arco-Libros, págs. 215-243. También, del mismo autor, en [1976], El acto de lectura. Teoría del efecto estético, (trad. de J. A. Gimbernat y M. Barbeito), Madrid, Taurus, 1987, pags. 175-177.

(12) CAMPILLO, Antonio, "El autor, la ficción, la verdad", en Daimon, 5, 1992, págs. 25-46.

(13) ORS, Miguel D', Curso superior de ignorancia, Madrid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1987, pág. 18

(14) GARCÍA BERRIO, Antonio, "La fragmentación del significado. La novelística de Eco: De El Nombre de la rosa a El péndulo de Foucault", Ínsula, 516, diciembre de 1989, pág. 1.

(15) ELIOT, T. S., [1920], "Tradition and the individual talent", The sacred wood, London and New York, Methuen, 1986, págs. 47-59.

(16) ELIOT, T. S., [1933], Función de la poesía y función de la crítica, (prólogo y trad. de Jaime Gil de Biedma), Barcelona, Seix Barral, 1968, pág. 140.

(17) VALVERDE, José María, "Pensar y hablar", Isegoría. Revista de filosofía, moral y política, nº 11, abril de 1995, pág. 15.

(18) TALENS, Jenaro, "El espacio de la palabra", Ínsula, 521, mayo de 1990, pág. 31.

(19) BORGES, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960, recogido en Obra poética 1923-1976, Madrid, Alianza, 1979, pág. 124.

(20) Véanse las siguientes referencias, de las que parto: ECHETO, Roberto, "Hacia una nueva metafísica de la escritura" (1999), en
http://www.soloin.com/articles/literature/metafisica.html
y CADENAS, Paula, "En busca del autor" (2000), en
http://www.bancodellibro/org.ve/caleidoscopio1/caleidoscopio/articulos/en_busca_del_autor.html

30 mar 2008

TERRY EAGLETON: "UN FUTURO PARA EL SOCIALISMO"

EL AUGUR es aquel que busca predecir el futuro para poder controlarlo. Su tarea es husmear en las entrañas del sistema social para descifrar los presagios que le aseguren a sus gobernantes que el sistema perdurará. En nuestros días, es generalmente un economista o un ejecutivo de los negocios. El profeta, en cambio, no tiene interés en predecir qué sucederá excepto para advertirnos que, a menos que cambiemos de camino, es improbable que tengamos un futuro. O, en todo caso, si lo tuviéramos, sería un futuro profundamente desagradable. Su preocupación es denunciar la injusticia del presente, no soñar con una perfección futura; pero como no se puede identificar la injusticia sin recurrir a una noción de justicia, alguna forma de futuro ya está implícita en esta denuncia. Así como el presente es un resultado, en gran medida, de aquello que no llegó a ocurrir en el pasado, también una imagen del futuro puede ser atisbada, negativamente, oblicuamente, en lo que está faltando en el presente. La mejor imagen del futuro es el fracaso del presente. O de otro modo: en las contradicciones del presente, en los lugares donde fracasa en ser idéntico a sí mismo, en aquello que le es totalmente constitutivo y aun así es descartado como desperdicio y excedente, es allí donde los destellos del futuro pueden ser discernidos como los resplandores a través de los tajos de una tela.


Un futuro que de algún modo no estuviera en línea con el presente sería ininteligible, tanto como sería indeseable un futuro que estuviera solamente en línea con el presente. Un futuro deseable debe ser un futuro posible, de otro modo llegaríamos a desear inútilmente y, por ende, como el neurótico descripto por Freud, nos enfermaríamos de nostalgia. Por otra parte, si simplemente eliminamos el futuro de nuestra lectura del presente, cancelamos la futuridad del futuro, tal como el nuevo historicismo trata de borrar lo pasado del pasado. El utopista seriamente bizarro, el que tiene su cabeza enterrada más obstinadamente en la arena, es el pragmático cabeza dura que imagina que el futuro será más o menos como el presente, sólo que un poco más variado. En otras palabras, como alguien recientemente describió el futuro posmoderno: se trata del presente con más opciones. La pura fantasía de esta ilusión pragmática basada en la sabiduría de la calle, esto es, que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Times Square, Brad Pitt y las galletitas con pedacitos de chocolate todavía estarán allí en el año 5000, hace que los apocalípticos melenudos y de ojos salvajes parezcan unos moderados insensibles. No importa lo que piense Francis Fukuyama, el problema no es que vamos a tener demasiado poco futuro, sino futuro en exceso. Mala suerte; nuestros hijos probablemente vivirán tiempos muy interesantes.


Hablando de Fukuyama (1992), uno puede recordar que entre las cosas que se repiten históricamente está el anuncio de la muerte de la historia misma, la cual ha sido promulgada muchas veces, desde el Nuevo Testamento hasta Hegel. Como cualquier otra repetición, es una de las cosas que hace que la historia siga andando, como sin duda podrá juzgar el propio Fukuyama al mirar su correspondencia. El hecho de anunciar el fin de la historia, lo cual simplemente agrega algo más a ella, plantea un conflicto interesante con la declaración misma, una especie de contradicción performativa. El último de los prematuros obituarios arrojados sobre la historia, o quizá más precisamente sobre la ideología, fue el de los ideólogos del fin de la historia, en los años cincuenta. Con Vietnam, el Poder Negro y el movimiento estudiantil a punto de surgir, dicho obituario demostró ser una profecía singularmente inepta. Como podría haber observado Oscar Wilde, equivocarse sobre el fin de la historia una vez es desafortunado, equivocarse dos veces es pura negligencia.


Es muy probable, por ejemplo, que se produzca una gravísima crisis del capitalismo en las próximas décadas, que no es lo mismo que decir que esto será así, o que habrá socialismo. Que el futuro esté destinado a ser diferente del presente, por supuesto, no garantiza que será mejor. Bien podría llegar a ser peor. De un modo u otro, no hay nada que sea inevitable, lo cual es excelente, ya que lo inevitable es usualmente desagradable. Y a menos que uno se oponga a lo inevitable, nunca podrá descubrir cuán inevitable era realmente. Pero mientras Occidente conduce sus carretas en círculos cada vez más cerrados, refugiándose y cerrando las puertas a una creciente población alienada, desplazada, desposeída, tanto a nivel local como en el exterior, y mientras la sociedad cívica es crecientemente arrancada de cuajo, no hace falta un Nostradamus para anticipar turbulencias en el horizonte. Políticamente hablando, no se puede dejar que las fuerzas del mercado se desplieguen en ausencia de una buena red de protección social ya que, de otro modo, se corre el riesgo de generar una gran inestabilidad y resentimiento; pero, económicamente hablando, es exactamente ese tipo de protección lo que las fuerzas del mercado destruyen. En este sentido, el sistema se ofrece para minar su propia hegemonía, sin mucha necesidad de ayuda desde la izquierda. Lo que es de temer no es tanto que la historia meramente se repita a sí misma, sino la perspectiva de que comience a filtrarse por las costuras, mientras la izquierda todavía está dispersa y desorganizada y, por lo tanto, es incapaz de conducir las precarias y espontáneas revueltas por senderos productivos. Entonces, el problema es que, a menos que ocurra lo contrario, mucha más gente podría salir lastimada.


Esto resulta aún mucho más lamentable cuando uno se detiene a considerar la notablemente módica propuesta que está impulsando la izquierda. Todo lo que la izquierda desea lograr son condiciones que permitan a la totalidad de los habitantes del planeta comer, trabajar, ejercer su libertad, vivir dignamente, y aspiraciones de este estilo. Esto es escasamente revolucionario. Pero es una señal de las calamidades presentes el hecho de que, en efecto, se necesitaría una revolución para alcanzar tales objetivos. Esto es así por el extremismo del capitalismo, no del socialismo. A propósito: decir que las cosas están muy mal es el tipo de afirmación simplista que distingue a los radicales de los reformistas liberales, aunque no sucede lo mismo con los conservadores. Sorprendentemente, en una forma de vida social que es incapaz incluso de estar a la altura de sus propios ideales parciales, los liberales, los pragmáticos y los modernizadores se aferran a su ilusión extraordinariamente utópica de que nada está mal en los fundamentos. Los conservadores, por el contrario, tienen mucha razón al ver que existe un problema en los cimientos mismos del sistema, pero suelen estar equivocados respecto de qué es lo que está mal. La forma más ostensiblemente naif del idealismo no es el socialismo, sino la creencia de que, dándole el tiempo suficiente, el capitalismo alimentará al mundo. ¿Cuánto tiempo más se sostendrá esta visión antes de que se la juzgue desacreditada?


Por todo esto, nunca he estado demasiado convencido de que términos como optimismo y pesimismo tengan mucho sentido político. Lo que importa –lo que es en realidad condición necesaria para cualquier fructífera acción moral o política– es el realismo, que a veces nos hace sentir desanimados y otras jubilosos. Puede calificarse un discurso como auténticamente realista si les resulta ilusorio a los cínicos y crudo a los románticos. En una reciente conferencia del Socialist Workers Party (SWP) en Londres, un entusiasta camarada se puso de pie para anunciar que “nunca han existido tantas oportunidades revolucionarias” como en el presente. Quizá, durante una década, este camarada haya estado sentado en un cuarto oscuro, con la cabeza tapada con una bolsa de papel. Hay, por cierto, socialistas que dirían esto incluso en medio de una tierra devastada por una explosión nuclear, con por lo menos uno de sus brazos arrancados. Con todo, la cuestión es estar afligidos por las razones correctas, que es el punto en que la izquierda a veces se equivoca. Por eso, permítanme desglosar algunas razones para que la izquierda no se sienta desalentada.


En primer lugar, es un error imaginar que la actual crisis de la izquierda tenga mucho que ver con el colapso del comunismo. Por supuesto que no ayuda el hecho de que no haya actualmente casi ningún ejemplo de relaciones sociales no-capitalistas para señalar en el mundo; pero algunos en la izquierda creían que las relaciones sociales no-capitalistas no eran tales tampoco en el bloque soviético, y pocos socialistas se desencantaron ante los eventos de finales de los ochenta, ya que para desilusionarse, primero hay que estar ilusionado. La última vez que la izquierda occidental estuvo masivamente ilusionada con el estalinismo fue hace mucho tiempo, en los años treinta. En efecto, si se quiere observar la más efectiva crítica a ese sistema, no hay que recurrir al liberalismo occidental, sino a las mayores corrientes del marxismo, que siempre fueron mucho más radicales en sus resistencias al estalinismo que Isaiah Berlin. En cualquier caso, la izquierda global ya atravesaba una profunda crisis antes de que el primer ladrillo fuera arrancado del Muro de Berlín. Si hay razón para que la izquierda se sienta desanimada por el final del comunismo, esto se debe a que dicho colapso demostró el formidable poder del capitalismo –que en la forma de una deliberadamente ruinosa carrera armamentista definió en gran medida que el bloque soviético se hincara– y no tanto al derrumbe de una valiosa forma de vida encarnada por los Ceaucescus. Aun así, con todas sus horrendas consecuencias, los sucesos de finales de los ochenta fueron una revolución; y no se suponía, al menos de acuerdo con algunos teóricos posmodernos, que existieran revoluciones por aquellos años, ya que no había totalidad para ser revolucionada ni ningún sujeto colectivo para hacer la revolución.


Es entonces profundamente irónico que, justo cuando estas doctrinas estaban fuera de moda en Occidente, hayan cobrado encarnadura política en Europa oriental. Tampoco la supuesta apatía de la población es una razón suficientemente buena para sentirse abatidos, en gran medida porque es un mito. Las personas que claman contra los refugiados y exigen el derecho a proteger su propiedad con una bomba neutrónica pueden ser de pocas luces, pero no son apáticas, ni trogloditas drogados por la televisión. Hay muchos buenos ciudadanos al norte del lugar donde yo vivo, Irlanda, que no son en ninguna medida apáticos. Los hombres y las mujeres suelen ser indiferentes solamente respecto de políticas que son displicentes con ellos. Puede que la gente no crea en los políticos, ni piense en las teorías de la plusvalía, pero si alguien trata de construir una autopista a través de sus patios o de cerrar las escuelas de sus hijos, van a protestar rápidamente. ¿Y por qué no? Es racional resistir a un poder injusto si uno puede hacerlo sin demasiado riesgo y con una razonable probabilidad de éxito. Tales protestas pueden no ser efectivas, pero ese no es el punto en discusión. También es racional, desde mi punto de vista, rehusarse al cambio político radical siempre y cuando el sistema sea capaz de otorgar alguna gratificación, por magra que sea, y mientras las alternativas sigan siendo peligrosas y oscuras. En cualquier caso, la mayoría de la gente tiene que invertir demasiada energía simplemente en sobrevivir, en asuntos materiales inmediatos, como para tener mucho resto para la política. También invertimos un buen grado de energía física en un amor masoquista por la ley, una sumisión al superyó profundamente placentera, incluso cuando también es verdad que obtenemos deleite sádico al ver tal autoridad venirse abajo. Por todas estas razones, es muy difícil poner en marcha un cambio radical. Pero mientras la demanda de ser razonables en nuestros días significa “tranquilizarse”, en 1790 significaba levantar barricadas. Más aún, una vez que un sistema político deja de ser capaz de proveer suficiente gratificación como para sujetar a sus ciudadanos, y una vez que alternativas de bajo riesgo y realistas emergen, entonces la revuelta es tan previsible como la palabra like en la conversación de un estudiante novato de Cornell. La caída del apartheid sería un buen ejemplo en nuestros días.


Hay poca evidencia, entonces, de que la ciudadanía sea en general abúlica o complaciente. Por el contrario, la evidencia sugiere que está considerablemente alarmada acerca de un número importante de asuntos, incluso cuando la mayoría está tan lejos de virar hacia el socialismo en busca de soluciones como lo está de la teosofía. Sin embargo, tampoco habría que exagerar la falta de resistencia de izquierda, si se observa el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, la militancia de la clase trabajadora francesa, la agitación estudiantil contra los sweatshops en Estados Unidos, las incursiones anarquistas contra el capitalismo financiero, por dar algunos ejemplos. La tesis de “la desaparición de la clase trabajadora” tampoco puede soportar un escrutinio minucioso. Es verdad que en las sociedades capitalistas avanzadas el proletariado ha disminuido en tamaño y significación; pero el proletariado, en el sentido de trabajadores manuales industriales asalariados, no es lo mismo que la clase trabajadora. Uno no deja de ser parte de la clase trabajadora porque se convierta en mozo en vez de ser trabajador textil. En términos generales, “proletariado” denota un tipo de trabajo, mientras que “clase trabajadora” denota una posición dentro de las relaciones sociales de producción. Esta confusión ha surgido, en parte, porque en tiempos de Marx la clase trabajadora era más o menos idéntica al proletariado industrial. En cualquier caso, el proletariado, en un sentido estrictamente técnico, ha crecido globalmente en términos absolutos. Puede argumentarse que en términos relativos ha declinado en relación con otras clases; pero nunca ha existido el requisito de que la clase trabajadora sea la mayoría para calificar como agente revolucionario.


Tampoco hay ningún requisito que indique que la clase trabajadora deba ser la más empobrecida y desgraciada. Hay mucha gente –vagabundos, ancianos, desocupados, lo que supongo hoy podríamos llamar lumpen-intelligentsia– que está muchísimo peor. Algunos socialistas han visto a la clase trabajadora como agente del cambio revolucionario no porque sufra mucho –a veces lo hace, a veces no–, sino porque está situada de tal manera dentro del sistema capitalista como para ser efectivamente capaz de reemplazarlo. Al igual que otras fuerzas radicales, la clase trabajadora está a la vez en la raíz y en las fuentes mismas del sistema, y aun así es incapaz de ser totalmente incluida en él; es parte de su lógica y también parte de la subversión del sistema y, por lo tanto, en un sentido exacto del término, es una fuerza deconstructiva. Si para el marxismo la clase trabajadora tiene un rol especial, no es porque sea especialmente miserable ni necesariamente numerosa, sino porque es, en el sentido freudiano, “sintomática”. Como tal, es aquello que representa la contradicción, la cual, como los límites de un campo, estando a la vez adentro y afuera –ex-tiempo, como dice Lacan–, manifiesta algo de la lógica dual o contradictoria del sistema como un todo. Si en algún sentido es un “totalizador” de ese sistema, lo es porque representa las contradicciones del régimen como un todo, y de este modo escapa a cualquier totalización armoniosa.


Podemos olvidarnos, entonces, de la idea de que los socialistas eligen a la clase trabajadora como una fuerza transformadora, mientras que otros podrían optar por los payasos de circo o los farmacólogos pelirrojos. ¿Quiénes sino los hombres y mujeres que crean el sistema, cuyas vidas dependen de él, y que son capaces de hacerlo funcionar justa y colectivamente, y que se beneficiarían más con semejante cambio, deberían reemplazarlo? ¿Los oftalmólogos pecosos? ¿Los que miden más de 1,60 m y viven al oeste de Shannon?


La palabra “proletariado” –proletarius en latín– en el mundo antiguo refería a aquellos que servían al Estado produciendo hijos –fabricando fuerza de trabajo– porque eran demasiado pobres para servirlo con sus propiedades. El proletariado, en otras palabras, tiene tanto que ver con la producción material como con la sexual; y como el peso de la reproducción sexual recae más sobre las mujeres que sobre los varones, no es una hipérbole decir que en el mundo antiguo la clase trabajadora fue una mujer. Como, en efecto, lo es en forma creciente en la actualidad. El geógrafo David Harvey se refiere a las fuerzas opositoras del futuro como “proletariado feminizado”. Esas tediosas viejas riñas entre socialistas y feministas son cada vez más superfluas a causa del avance del capitalismo mismo. Es el capitalismo, aunque no lo crean, el que está arrojando a los socialistas y a las feministas en brazos de unas y otros (hablo, por supuesto, metafóricamente). Desde luego, estas fuerzas opositoras pueden fracasar. Pero esto es un asunto diferente a decir que tales fuerzas no existan en absoluto.

¿Debería estar triste la izquierda porque el marxismo ha sido finalmente desacreditado? No, porque no lo ha sido. Ha sido estruendosamente derrotado, pero esto es un asunto diferente. Considerarlo desacreditado sería como decir que Mozambique fue desacreditado por haber sido dominado por los portugueses. Si el marxismo ha sido desacreditado por la caída del bloque soviético, ¿por qué no fue desacreditado ya en los años sesenta y setenta, cuando sabíamos demasiado bien qué tipo de grotesco socialismo travestido era el bloque socialista? La teoría marxista no ha sido declarada en bancarrota intelectual, en parte porque no hubo necesidad. No es que carezca de respuestas, sino que está fuera de la discusión. No se trata tanto de si es verdadera o falsa, sino –para usar una frase foucaultiana– de que no está más “en la verdad”. Un cambio cultural y político total la ha dejado atrás en tanto fuerza práctica, pero difícilmente la ha refutado como descripción del mundo. En efecto, en este último sentido, ¿qué podría ser más adecuado que aquel documento de 1848, me refiero claro está a El Manifiesto Comunista, que pronostica la expansión de la globalización, la profundización de las desigualdades, el creciente empobrecimiento y la intensificación de la guerra? Este escrito está, me atrevo a afirmarlo, mucho menos desactualizado que los análisis de Maynard Keynes.


De todos modos, cuando algunos dicen que el marxismo está desacreditado o es irrelevante, están implicando que saben exactamente qué es el marxismo, lo cual –debo decirlo– es mucho más de lo que yo sé. Los devotos anti-esencialistas hablan del fracaso del marxismo, como si pudiésemos aislar alguna esencia del credo que ahora se ha desintegrado. Pero descubrir qué es lo peculiar del marxismo como doctrina no es una cuestión fácil. ¿La preocupación por las clases? Ciertamente no: Marx y Engels mismos insistieron en que esto de ningún modo era nuevo para ellos. ¿La revolución política, la lucha de clases, la abolición de la propiedad privada, la cooperación humana, la igualdad social y el fin de la alienación y de las fuerzas del mercado? Tampoco: muchos izquierdistas han compartido estas visiones sin ser marxistas. William Blake, por ejemplo, abogaba por casi todas ellas. ¿La determinación económica de la historia? Bueno, quizá se está poniendo un poco más tibio; pero Sigmund Freud, él mismo nada amigo del marxismo, sostuvo que el motivo básico de la vida social era económico, y que sin esta sorda compulsión estaríamos tirados todo el día en interesantes posturas de goce (jouissance). ¿Las diferentes fases materiales de la historia como determinantes de diferentes formas de vida social? Bueno, esto era casi un lugar común para el Iluminismo radical.


El socialismo tampoco sufre una bancarrota en el sentido de estar carente de ideas. Todavía hay muchas buenas ideas de izquierda en todas partes, y un no menos fértil y sugerente corpus de trabajo sobre cómo podría ser una economía socialista, y hasta qué punto los mercados aún serían necesarios para cumplir con ciertas funciones, entre otros temas. Uno podría agregar, también, que las postrimerías del siglo XX no presenciaron en absoluto la derrota del impulso revolucionario, sino un cambio de rumbo. En sus décadas centrales, se vivió la victoria del anticolonialismo –el movimiento radical más exitoso de la época moderna– que barrió a los viejos imperios de sus sitiales de poder. El socialismo ha sido descripto como el movimiento de reforma más grande de la historia, pero la lucha anticolonial ha sido por lejos el más exitoso. No; ninguna de estas son buenas razones para sentirse tristes. Tampoco lo es la creencia de que el sistema capitalista es invulnerable. Algunos radicales desencantados pueden sostener semejante postura, pero el FMI por cierto no lo hace. El FMI es muy consciente de la repugnante inestabilidad de todo este negocio; una inestabilidad que, irónicamente, la globalización profundiza. Porque si cada pedacito del mundo está conectado con cada uno de los otros pedacitos, luego, un tambaleo en un punto puede significar un sacudón en otro, y una crisis en un tercero. En este sentido, la permanente oscilación del sistema es también una fuente de vulnerabilidad.


Entonces, ¿de qué debe apenarse la izquierda? La respuesta es seguramente obvia: no de que el sistema sea monumentalmente estable, sino de que es formidablemente poderoso. Demasiado poderoso para nosotros en el presente o, diría yo, en cualquier futuro a corto o mediano plazo. ¿Significa esto que el sistema simplemente no se detendrá y seguirá azuzándonos como un tipo cargoso en un bar? De ningún modo. Es perfectamente capaz de detenerse abruptamente, sin la ayuda de sus opositores políticos. Si esto es una buena o una mala noticia para dichos opositores, es una cuestión discutible. No hace falta el socialismo para que colapse el capitalismo, sólo hace falta el capitalismo mismo. El sistema es ciertamente capaz de cometer un haraquiri. Pero sí hace falta socialismo, o algo parecido, para que el sistema pueda ser derribado sin que nos arroje a todos a la barbarie. Y es por esto que las fuerzas de oposición son tan importantes: para resistir tanto como sea posible el fascismo, el caos y el salvajismo que seguramente surgirán de una crisis mayúscula del sistema. Walter Benjamin sabiamente observó que la revolución no es un tren fuera de control, es la aplicación de los frenos de emergencia. Bertolt Brecht añadió que el capitalismo, y no el comunismo, era radical. En este sentido, el rol de las ideas socialistas es el de proteger el futuro que todavía no ha nacido –ofrecer, no una tormenta, sino un lugar de refugio en esta tempestad que es la historia.


BIBLIOGRAFÍA
Blackburn, Robin (comp.) 1991 After the Fall. The Failure of Communism and the Future of Socialism (London: Verso).
Callinicos, Alex 1993 Contra el posmodernismo (Bogotá: El Áncora).
Eagleton, Terry 1998 Las ilusiones del posmodernismo (Buenos Aires: Paidós).
Fukuyama, Francis 1992 El fin de la historia y el último hombre (Buenos Aires: Planeta).
Hardt, Michael y Negri, Antonio 2002 Imperio (Buenos Aires: Paidós).
Harvey, David 2003 Espacios de esperanza (Madrid: Akal).
Marx, Karl y Engels, Friedrich 1998 El Manifiesto Comunista (Barcelona: El Viejo Topo).
Williams, Raymond 1984 Hacia el año 2000 (Barcelona: Crítica).

EL ARTE DE REDUCIR CABEZAS. El consumismo infantil.


1.- Anotaciones previas.
2.- Socialización del consumo.
3.- La sociedad de consumo como entorno natural posmoderno.

1. Anotaciones previas

Observo, leo y escucho con bastante frecuencia, en ámbitos que van desde la televisión hasta la cafetería, pasando por internet, una sorprendente actitud de admiración generalizada hacia la “mirada infantil”, como si de pronto la gente se hubiera puesto de acuerdo para descubrir la extraordinaria habilidad que tienen los niños para interesarse por todo aquello que presentamos ante sus ojos u oídos.

Según la corriente dominante, esa curiosidad de los niños por todo lo nuevo se va desvaneciendo a medida que se va consolidando su estructura ególatra. El niño, precisamente porque sabe que no sabe nada, no ofrece resistencia a las novedades procedentes del exterior, lo que le permite asimilar datos, opiniones y métodos con una agilidad asombrosa. El adulto, en cambio, una vez que se acostumbra a dominar en un terreno y esto le es suficiente para sobrevivir, decide cerrar los ojos a las nuevas tentaciones y se encierra en su pequeña burbuja de egolatría, convencido de que la seguridad que le ofrece un feudo cerrado y vedado a los demás es más útil que la sabiduría que le pueden ofrecer las novedades procedentes del exterior.

Sin negar la importancia de estos estudios centrados en la “plasticidad” infantil desde una perspectiva psicológica, lo que he tratado de observar es la influencia de algunos fenómenos sociales en esa curiosa mirada infantil. Y mis conclusiones, claro, no han sido precisamente felices.


2. Socialización del consumo.

El individuo, aun manteniendo orgullosamente su punta de subjetividad, no puede constituirse como tal sin ser parte de la sociedad. La propia conciencia del individuo, en tanto que conciencia de sí, exige una referencia a esa sociedad sin la cual no es nada. El hombre, la conciencia de sí, sólo puede constituirse por la mediación de otras conciencias. Ésta sería la postulación de la visión social del hombre, en una línea que enlazaría a Aristóteles y Hegel con todos los grandes teóricos de la ciudadanía.

De esta manera, lo que la “curiosa mirada infantil” aprende durante el proceso de socialización es “una cultura”, es decir, un complejo conjunto de pautas de comportamiento que le permiten actuar en una sociedad determinada, saber a qué atenerse en cada situación, predecir cómo debe comportarse en cada caso concreto, qué puede esperar de los otros, etc. Además, estas normas y pautas de comportamiento, lejos de estar aisladas, forman complejos estándares de comportamiento (“roles”) que se corresponden con las distintas posiciones (“estatus”) que los individuos pueden ocupar en sus relaciones sociales dentro el grupo.

En este contexto, entiendo el aprendizaje social como aquel complejo proceso mediante el cual interiorizamos (“internalizamos”) las pautas de comportamiento social, de suerte que dejamos de percibirlas como reglas impuestas artificialmente y pasamos a vivirlas espontáneamente, “como si” formaran parte natural de nuestro modo de ser y actuar. Desde este punto de vista, también me gustaría matizar que, en éste y futuros artículos, hablaré de “personalidad” para referirme al conjunto de roles que el individuo ha aprendido a desempeñar en una sociedad concreta, preexistente a él y de la que, por tanto, forma parte inevitablemente.

Las invitaciones a la construcción de la “identidad individual” o los hábitos individualistas y consumistas en las sociedades más “avanzadas” me parecen dos claros ejemplos que permiten observar, como a través de una lente de aumento, un hecho estructural que de otro modo podría pasar casi inadvertido, a saber, que la identidad individual desciende siempre de la identidad colectiva y que, de hecho, es impensable sin ésta. Nuestra ilusión de no tener relaciones de dependencia respecto de las instituciones colectivas deriva de la importancia desorbitada que han adquirido las ideas de “individuo” y “autonomía” en los últimos siglos, en un largo proceso que arrancaría en Descartes y la Reforma protestante y que tendría su cima en el neoliberalismo de finales del siglo XX. Pero es precisamente el carácter histórico de tales nociones lo que me ha llevado siempre a infravalorar los actos de un individuo como punto de partida para hacer juicios de tipo moral, y lo que me ha animado, por reacción, a formularme otro tipo de preguntas. Por ejemplo, ¿qué tipo de sociedad es la que da forma a los sujetos contemporáneos? ¿Qué tipo de condiciones sociales contribuyen a crear los modos en que esos sujetos deliberan, eligen, actúan y se identifican con un medio “natural”?


3. La sociedad de consumo como entorno natural posmoderno

Sería muy ingenuo creer que el mercado, con todo su inmenso aparato mercadotécnico al frente, podría haber pasado por alto la importancia del proceso de socialización y la profundidad de esa curiosidad infantil. También sería ingenuo tener que aclarar que nuestras sociedades se han convertido en “sociedades de consumo”, de tal forma que los celebrados “ciudadanos” de los Estados de Derecho hemos pasado a ser meros “consumidores”, o que nuestro hábitat natural, lejos de ser la ciudad, ha pasado a ser el mercado, entendido como aquel espacio –físico, financiero o virtual- en el que intercambiamos bienes y servicios (mercancías) dotados de algún valor (real o simbólico).

Pero el consumismo, lejos de ser una mera actividad de intercambio material entre seres racionales, se está mostrando cada vez con mayor evidencia como una respuesta al reto planteado por unas sociedades cada vez más individualizadas. La lógica del consumismo intenta satisfacer las necesidades de todas aquellas personas que se esfuerzan por construir, preservar y renovar su individualidad; dicho de otro modo, el acto de consumir se convierte en un gesto que le brinda a cada sujeto la oportunidad de autoafirmarse como un ser diferente de los que están a su alrededor. Tenemos a nuestro alcance ropa baratísima fabricada en talleres marroquíes, productos dietéticos ricos en fibra, manzanas ecológicas cultivadas en un kibutz israelí, café descafeinado con aroma a vainilla o coca-cola light sin cafeína y aroma de limón: cada uno puede crear un mundo a su medida. Al menos, eso sí, mientras no quiera ver más allá del hipermercado.

Aprovechando la inestabilidad emocional que caracteriza al sujeto urbano contemporáneo, hurgando en nuestra dependencia del deseo y en nuestra ingenua pretensión de agarrar la felicidad con las manos, los hábiles profesionales del marketing saben crear “un estado de insatisfacción permanente a través de la estimulación del deseo de novedad y de la redefinición de lo precedente como basura inservible” (Beryl Langer). Sabedores de que la inseguridad —tanto económica como emocional— constituye el factor central del apetito consumista, construyen una red irresistible de tentaciones y promesas de felicidad a la que casi nadie puede permanecer indiferente. De esta forma, la vida de muchas personas se convierte en un consumismo diario y conspicuo, en una sucesión continua de ensayos y errores, en una experimentación emocional tan constante como estéril, en una ingenua búsqueda de una identidad personal que nunca puede llegar a consolidarse como tal, en tanto que descansa sobre las arenas movedizas de lo contingente. De ahí que el exceso en el consumo casi nunca llegue a percibirse como suficientemente excesivo..., hasta que la cuenta corriente nos permite conocer el oscuro balance de nuestro trastorno.

Ahora bien, ¿qué tipo de individualidad es la que se fortalece en el acto de consumo? Una interpretación simplista de nuestra realidad social nos permitiría observar un estilo de vida que garantiza la proliferación incesante de opciones, oportunidades, bienes y servicios abundantes y diversos. Un análisis más profundo y crítico, sin embargo, nos llevaría tras la pista del simulacro que se esconde tras esa diversidad aparente. Como ya advirtieron Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la ilustración, todo es posible en la sociedad de consumo mientras sólo sea consumo; es decir, la libertad de elección se revela en el mercado como la posibilidad de elegir opciones que ya han sido previamente diseñadas por la oferta del mercado. El resultado final es que la libertad de elección queda reducida a una libertad muy básica y elemental: la libertad para elegir siempre lo mismo.

Como es lógico, esta estrategia de fabricación permanente de falsas necesidades no podía ignorar algo tan llamativo como la curiosidad infinita del niño. A fin de domesticar a sus miembros para que se acostumbren al que será su hábitat natural —el mercado—, los fabricantes de la sociedad de consumo centran sus esfuerzos en la gestión de los espíritus infantiles. Según Daniel Thomas Cook, “las batallas libradas por la cultura del consumo infantil constituyen, en realidad, batallas sobre la naturaleza y el alcance de la persona en un contexto de expansión continua del comercio. La relación de los niños con los materiales, los medios, las imágenes y los significados que surgen del mundo del comercio y hacen referencia a ese mundo, entremezclándose con él, figura en un lugar central de la creación de personas y de posiciones morales en la vida contemporánea”.

Los niños no necesitan alcanzar una edad muy elevada para ser dependientes de los anuncios de televisión, la playstation de “última generación”, los control-pads más sofisticados, las revistas de videojuegos, los teléfonos móviles más vanguardistas y otros muchos bienes que no sólo se les presentan como indispensables para convertirse en los niños que “deben ser”. Además, son bienes con un periodo de duración sorprendentemente breve. No es de extrañar que cada videojuego no tarde ni diez meses en presentar una versión actualizada (a la que el videoadicto, como es lógico, no puede permanecer indiferente).

Según Joseph Davis, el consumismo infantil y los procesos de mercantilización han desestabilizado las viejas instituciones de formación de la identidad (familia, escuela, etc) y han provocado un vacío emocional e institucional que los expertos en marketing se han encargado de explorar —y cubrir— con su irresistible malla de promesas y tentaciones de felicidad inmediata. Así, la infancia se convierte en una fase de preparación para la aceptación inconsciente del mercado como entorno natural.


BIBLIOGRAFÍA:

Bauman, Zygmunt.- Vida Líquida.
Beck, Ulrich.- La sociedad del riesgo.
Butler, Judith.- Vida Precaria.
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor.- Dialéctica de la ilustración.