Ramón Pérez Parejo
Resumen: A finales de los sesenta, Roland Barthes, Michel Foucault y Jacques Derrida, los tres pensadores más activos de la Deconstrucción, proclamaron la crisis de la autoría, vinculada a la crisis del yo. Así, la autoría se convierte en el espejismo de la propiedad intelectual, mientras que la figura del Autor se transforma en marca de origen o género, mera signatura para clasificar en estantes. Frente al Autor, el Lector y el Texto se erigen en los verdaderos protagonistas de la escritura. La comunicación en Internet representa un paso más —quizá decisivo— en la disolución de la autoría. La nueva escritura coloquial en los chats, las nuevas fórmulas de contacto y presentación, la inmediatez, los distintos experimentos creativos —sobre todo los literarios—, la interactividad, el juego de mostrar/ocultar la identidad, etc. representan, en conjunto, un nuevo estatuto específico y emergente de comunicación que deberá definirse en los próximos años.
Introducción: planteamiento y antecedentes
La crisis de la autoría tiene un origen filosófico. Está asociada a la crisis del yo de la Viena de fin-de-siècle (1) y a la Filosofía del Lenguaje inaugurada por Wittgenstein con el Tractatus en los años 20. Esa crisis se vincula tanto con la muerte de Dios planteada por Nietzsche como con la muerte del arte augurada por Hegel y Marx, ideas que reaparecen en obras fechadas a finales del XIX y comienzos del XX (2). En el ámbito de la Literatura (3), la reflexión sobre la crisis de la autoría tiene sus antecedentes en la poesía del Romanticismo con autores como Novalis, Keats y Poe. Ahora bien, los principales antecedentes se hallan en el periodo 1850-1950 —en el eje Simbolismo-Modernismo-Vanguardias— coincidiendo con un período de crisis del lenguaje poético que tiene en Baudelaire, Rimbaud y, sobre todo, Mallarmé, sus principales artífices. También es importante la aportación de Hofmannsthal con su Carta de Lord Chandos, de 1902, que representa un paso más de la crisis de la autoconciencia del escritor y la enajenación con respecto al lenguaje. No obstante, la crisis de la autoría como tal, definida en sus justos términos, se produce a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta a partir de las reflexiones de los tres pensadores más activos de la Deconstrucción, Jacques Derrida, Michel Foucault y, sobre todo, Roland Barthes en su artículo "La muerte del autor". Además de ellos, para apuntalar algunas ideas, conviene aproximarse al artículo "El autor, la ficción, la verdad" de Antonio Campillo. Concluiremos con unas breves notas sobre la figura del Autor en Internet, donde se abre toda una nueva semiología y un nuevo tejido de relaciones entre el autor, el medio y el lector aún por realizar, descubrir y analizar.
Desmontando al Autor: la autoría en manos de la Deconstrucción
En el ámbito de la crítica al pensamiento de Platón, que, según Derrida, planea omnipresente en la cultura occidental, el pensador francés acusa al griego de incurir en el llamado falogocentrismo. Con este término se nombra un anhelo más de la Metafísica de la Presencia. En síntesis, ésta consiste en el afán de la cultura y la filosofía occidentales por hallar verdades objetivas en las que instalarse que se correspondan con verdades objetivas reales. Con esta metafísica ha creado una serie de oposiciones, consideradas verdades irrefutables —como los dualismos natural/artificial, interior/exterior al sistema, oralidad/escritura—. Sobre el cimiento de estas oposiciones, la cultura occidental ha edificado su propia mitología: la mitología blanca (4) que, como toda mitología, es testimonio de una ideología tendenciosa. En cuanto al término concreto de falogocentrismo dentro de la Metafísica de la Presencia, se trata de la necesidad de fijar un origen para todo, un creador, una figura original visible, en suma, un principio que es identificado con la figura paterna y con el orden y la jerarquía masculinos. Con este argumento, que en realidad desvela y denuncia una especie de falacia ad autoritatem, se pone en tela de juicio el afán de toda la metafísica tradicional, la cual siempre anhela un origen para todo acto, una presencia objetiva, un asidero del que partir, un creador, un Autor.
En un paso más audaz, Barthes plantea la "Muerte del autor" (5). Comienza criticando la concepción romántica del autor según la cual el creador da forma a la inspiración configurando la obra. Esta idea romántica presupone que el autor ocupa el centro de la obra y el texto es el vehículo del significado que el escritor quiso darle. El papel del lector sería sencillamente el de intentar entender lo que el autor deseó comunicar. La lectura constituiría entonces una actividad pasiva. En "La Muerte del Autor" se presenta una noción de texto como tejido de citas y referencias a innumerables centros de la cultura. El Autor es sólo una localización donde el lenguaje (ecos, repeticiones, intertextualidades) se cruza continuamente. Hay que poner esto en relación con la Metafísica de la presencia, es decir, con el afán por hallar un origen unificado, centralizado, tutelado. En la línea de un Nietzsche que certificó la muerte de Dios, Barthes critica la metafísica de la presencia en el ámbito de la autoría, descentralizando el origen y desvinculando el texto del despotismo de una única autoridad que presuntamente controla el significado. La institución del autor, que durante siglos había regentado un cariz sagrado, pierde ahora su carácter de iniciado capaz de manipular una materia que nadie más puede moldear. La obra literaria se transforma en texto, es decir, en un tejido forjado a partir de la escritura del autor y de la lectura activa de los lectores, que hacen conexiones de sentido sin tener en cuenta la primera intención de significado. Con ello se perfila la idea de que una obra altera su significado a través del tiempo y el texto cobra protagonismo. Mediante la jouissance, el texto establece relaciones lingüísticas dentro de sí circulando libremente sin estar sujeto a ninguna entidad superior. La noción de Texto se enfrenta a la de Libro y devuelve a la literatura escrita el carácter colectivo de la literatura oral: es decir, la obra que se hace a sí misma en la medida en que se entrecruza con la recepción activa. A consecuencia de esto, el crítico —otro lector— deja de ser ese elemento secundario y servil, afanoso descubridor de lo que quiso decir el autor para convertirse en alguien capaz de intervenir decisivamente en el significado de la obra o para desvelar posibles relaciones de sentido escondidos en el texto, como hizo el mismo Barthes en S/Z (6). La idea de descifrar un texto para siempre se convierte en una quimera. Eso significaría cerrar el texto, imponerle límites, obstaculizar su propia jouissance. Al morir el Autor, el Lector nace. Barthes se pregunta si escribir es un verbo transitivo o intransitivo (7) esto es, si en realidad algo puede ser escrito, creado con palabras. Nunca puede saberse quién escribe, si el autor o los personajes que de alguna manera le obligan, el individuo o su experiencia personal, la psicología de la época o, en realidad, la propia escritura, por la simple razón de que ponerse a escribir es renunciar a la individualidad e ingresar en lo colectivo. Desde el instante en que cogemos la pluma, escribimos tal como nos han enseñado, con una retórica determinada, con una sintaxis, una gramática y unos tropos ya fijados desde la Antigüedad, con un lenguaje que nos rodea y nos envuelve en un murmullo incesante: un gran almacén de citas y signos de muy diversos centros de la cultura que operan como intertextos. La escritura impone una tradición y unas leyes que el autor debe aceptar; su contribución es mínima. Barthes sostiene que la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco y negro donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. Nos recuerda también que el Autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad [...] en la medida en que ésta, al salir del Medievo, descubre el prestigio del individuo (8). En suma, el autor sólo habla el idioma; la unidad del texto no está en sus orígenes sino en su destinatario, que organiza esa masa de signos imponiéndoles un sentido: es en el lector donde la obra se cumple.
Recordemos, para confirmar la idea de Barthes, los escasos nombres de autores de la Edad Media que conocemos y, en general, la cantidad de obras de arte de todo tipo de las que ignoramos el autor, o la profusión de la anonimia que, por unas u otras razones, existe en nuestra literatura medieval y de los Siglos de Oro. Recordemos asimismo la despreocupación de los autores medievales por sus obras, que vagaban manuscritas en pequeñísimas tiradas o en boca de los lectores, los cuales solían recitar la obra ante un auditorio analfabeto. Los textos, sujetos a variantes múltiples, estaban expuestos a la declamación (voz, gesto, representación), lo que infundía un nuevo y definitivo significado. En cambio, el prestigio del individuo y de los nombres propios llega a tal extremo en la actualidad que se conocen —suenan— muchos nombres de autores actuales de los que se ignora totalmente sus obras. La concepción del autor ha dependido de la visión de cada época. Como afirma Pozuelo Yvancos, la teoría del autor literario no es una, sino muchas, toda vez que depende de la función que cada época le ha asignado desde su experiencia estética: del anonimato medieval al individualismo del genio romántico, pasando por el valor renacentista del artifex o faber, el autor ingenioso del barroco que inaugura el Cide Hamete del Quijote, etc. (9).
Foucault, en ¿Qu'est-ce qu'un auteur? (10), sostiene que el autor debe ser despojado de su rol de artífice para pasar a ser analizado como una función compleja y variable, como una entidad discursiva que caracteriza cierto tipo de textos y que no se sitúa ni en la realidad ni en la ficción, sino en el borde mismo de los textos, marcando sus aristas, recortándolos, manifestando su modo se ser y de ser recibidos, en suma, caracterizándolos frente a otros enunciados en el interior de una sociedad. La noción de "autor" deriva de la exégesis cristiana según la cual se otorgaba autenticidad a los textos y de alguna manera se limitaba la plurisignificación irreductible de éstos, pero esta noción está sujeta a evolución. Foucault parte de dos argumentos. Primero, que no todo texto está provisto de la función-autor, pues existen miles de textos como cartas, contratos, declaraciones, borradores de obras, etc. que, aun firmadas, no se consideran "obras" del autor. Segundo, incluso en los textos considerados "obras", la función-autor está sujeta al devenir del tiempo, desde el anonimato medieval a la exaltación de la propiedad y el nombre propio en la actualidad, unido desde luego al naciente capitalismo y a una nueva clase social, la burguesía, que anhela la noción de "propiedad" desde el Renacimiento. Foucault sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX el gran cambio acaecido en la apropiación del autor con respecto a su obra, coincidiendo con cierta problemática judicial: los textos comenzaron a tener autores cuando fueron susceptibles de ser castigados; no constituían bienes, sino acciones por las que el autor era responsable ante la ley. Sólo a partir de entonces la "obra" comienza a ser considerada como una mercancía y se regulan los derechos de autor. Ha habido oscilaciones entre distintos tipos de discursos. El momento de inflexión lo marcan los siglos XVII y XVIII. Antes, los textos literarios eran valorados sin importar demasiado el nombre del autor; en cambio, en los textos científicos, el valor de verdad dependía directamente de que fueran firmados. En los últimos siglos los textos científicos se han ido desprendiendo de la garantía de autor, mientras que en los literarios el prestigio de la autoría ha ido creciendo progresivamente. La función-autor se convierte en un signo pragmático clave a la hora de realizar una tipología de los discursos en función de las relaciones que establecen con su autor.
Desde la estética de la recepción, W. Iser defiende un doble plano de la obra literaria: el artístico, que concierne al autor, y el estético, que involucra al lector. La obra se sitúa entre estos dos niveles. Se trata, en suma, de valorar las relaciones de la obra con sus intérpretes, donde realmente se cumple. El receptor de la obra artística rellena de significado los huecos del texto en un complejo proceso pragmático de lectura que actualiza el significado progresivamente, en la medida en que vamos leyendo (11).
Antonio Campillo: El sueño de la autoría
Antonio Campillo, en "El autor, la ficción, la verdad" (12), parte de los artículos de Derrida, Barthes y Foucault para confeccionar una tipología de la noción de autor en la Filosofía y la Literatura contemporáneas. ¿A qué remite exactamente la firma del autor en un texto? Campillo señala una diferencia —en el sentido de la Deconstrucción— en todo texto: firmar un escrito es postular una actualidad del yo/aquí/ahora que en realidad está siempre diferida como promesa o memoria de un acto pasajero alojado en un punto del pasado. Al firmar, el autor parece reapropiarse de lo que ya de entrada se le escapa de las manos. Los nombres propios de los autores no funcionan exactamente igual que cualquier otro nombre propio de persona: hay apócrifos, pseudónimos, heterónimos. La relación entre la vida y la obra del autor es muy compleja y requiere diversos tipos de análisis. El autor puede ser construido por el lector mediante un trabajo de exégesis estilística. Ahora bien, un mismo autor puede mostrar distintas marcas estilísticas en diferentes textos. Ante esa pluralidad de índices que remiten al mismo autor, éste debe ser considerado como la suma de todas esas voces. Así, no sería el autor el que produce el texto, sino el texto el que da origen a la entidad del autor. El autor es creado por su propia escritura como una especie de máscara tras la que se oculta el individuo real. En las obras metaficcionales no es el autor sino el fingidor —en este caso autor implícito— el que pretende ser veraz para hacer más verosímil la obra exponiendo de paso su condición de producto artístico. Se trata de una paradoja entre el carácter ficcional de la obra y su deseo de hacerse cada vez más verosímil. Sería conveniente —sugiere Campillo— desconfiar del sueño unitario de un discurso total y de una reconciliación entre discurso y vida, ni en Literatura ni en Filosofía. Es preferible reconocer la irreductibilidad entre los distintos tipos de discurso y apelar a su carácter convencional. Asimismo, convendría reconocer la propia fragmentación del autor, su estatuto igualmente convencional y, por tanto, la pluralidad de sus voces y sus disfraces. La enigmática figura del autor se mueve entre la voluntad de verdad o de verosimilitud y de ocultamiento, de ficción o simulación, y es en esa tensión donde se cumple y a la vez se difumina su entidad. Tal vez fuera bueno —concluye Campillo— aceptar sin más que la escritura es una actividad artesanal entre otras, de las pocas que aún subsisten. Como todas, requiere habilidad y hábito, talento y técnica, pasión y disciplina. Sirve para olvidar la vida y celebrarla y está llamada a cumplir una doble exigencia simultáneamente: la veracidad y la fabulación.
Estas corrientes críticas se sitúan en la dirección de la "Muerte del Autor". En cierto modo, el escritor puede verse afectado por las condiciones externas más impensables, tales como el estado de ánimo, el ruido, la estación, el lugar geográfico o el clima. En relación a esto, Miguel D'Ors expresa en "Lluvia" (13): Esta tarde/ la lluvia y yo escribimos/ a medias estos versos. Ni el autor acaba totalmente el poema ni el poema se completa por sí mismo. Sólo en quien lo recibe y recrea el texto se cumple. El poeta debe asumir la imperfección del texto. El escritor sólo alcanza a producir sugerencias de significado, pero es el lector quien las define y quien las completa porque es en el lector donde la obra se cumple en la misma medida que el mensaje de una obra de teatro sólo alcanza su plenitud en la representación. Es más, la creación-lectura del autor es sólo una más de las lecturas que habitan —por azar— en el texto, y no ha de ser necesariamente la más importante. Umberto Eco y Roland Barthes coinciden en la idea de la ausencia de significado estable de los textos porque el significado dentro del tejido del lenguaje tiende a una movilidad radical, versátil, a la inconstitución de la estructura ausente (14). El autor crea el espejo, mas es cada lector quien descubre o revela su propio reflejo. T. S. Eliot (15), en sus escritos sobre crítica literaria, advierte que la creación poética debe imponer al autor una conciencia de su propia impersonalidad; la creación es un proceso de permanente puesta en tela de juicio del yo y la figura individual por estar inserta en una tradición que da el sentido histórico de lo literario. Es en ese ámbito donde la obra individual cobra su significado pleno. En otro lugar, T. S. Eliot reconoce al autor cierta ventaja crítica porque conoce perfectamente la historia de su composición y los materiales que ha utilizado para crear la obra; sin embargo, —continúa Eliot— el significado de un poema depende tanto de lo que significa para los demás como de lo que significa para su autor, y en el curso del tiempo éste puede llegar a ser un mero lector de sus obras, olvidando el significado original o, simplemente, alterándolo (16).
Lo que llega del autor a los lectores no es otra cosa que lenguaje, y en el momento en que el autor escribe se difumina su yo en medio de las redes de las palabras. El autor se "colectiviza" cuando escribe, renuncia a sí mismo; cuanto más escribe, más lejos está su individualidad. Nunca hablamos a partir de cero —explica José Mª. Valverde— sino mediatizados por lenguajes anteriores, en parte ajenos y en parte propios, incluso por sugerencias azarosas dadas por una palabra oída de pronto, por un rótulo de tienda —recuérdese la palabra interior del Ulysses de Joyce (17). El escritor se sitúa y se difumina en el murmullo de la preexistencia del lenguaje.
El lenguaje habla. No puede ser suprimido, no podemos decir nada sin remitirnos a él y parece que el silencio no da solución al problema porque cuando callamos, el lenguaje sigue hablando, lo hizo antes que nosotros; lo seguirá haciendo cuando desaparezcamos (18). Sucede como en el poema "Ajedrez" de Borges (19), en el que, después de que los jugadores han desaparecido o han muerto, las fichas siguen jugando su partida infinita; después de que nuestro tiempo se haya consumido, el lenguaje seguirá hablando pues no nos pertenece: es tan sólo un préstamo por estar vivos y, por tanto, nos sobrevivirá.
El Autor en Internet
Como apunte final a este artículo, destinado a aparecer en una revista electrónica de Internet, escribiremos ciertas consideraciones acerca de la función-autor en las nuevas tecnologías donde, pese a algunos prejuicios de los puristas, se está comenzando a fraguar la escritura del futuro. Autor, Lenguaje y Receptor adoptan un nuevo posicionamiento en el tejido semiológico de la comunicación. Algo hay ya escrito al respecto en algunas páginas webs (20). En primer lugar, debe abandonarse —por erróneo y mal enfocado— el debate sobre si las nuevas tecnologías vienen a sustituir al libro. Las mil y una noches, Los viajes de Gulliver o Alicia en el País de las Maravillas se escribieron para ser leídos en formato de libro. El encuentro interactivo (aun con imágenes y textos pululando estratégicamente en la pantalla) con los personajes de un cuento clásico no puede reemplazar la complejidad ficcional, psicológica y formal de un relato pensado desde su creación para ser leído. El resultado nunca será el mismo y sentiremos ciertamente una especie de fraude en el CDrom o en Internet. Sencillamente se trata de que el resultado es otra cosa, del mismo modo que no han de compararse los textos a sus versiones cinematográficas por muy fieles que sean al texto. En términos de la Estética de la Recepción, la imagen ha llenado el sentido de los huecos o del proceso de lectura de una determinada forma que no ha de coincidir forzosamente con la lectura de otro receptor. Ocurre, sin embargo, que una nueva ficción se está abriendo camino en el multimedia, no sólo versionando obras pensadas para formato libro, sino ficciones nuevas, nacidas para ser descodificadas desde el nuevo medio tecnológico. Esas nuevas fabulaciones, verdadadero futuro de buena parte de la literatura en no muchos años (como demuestra el hecho de que algunos autores han publicado sus obras únicamente por esta vía), adquieren su verdadera y completa significación desde la plataforma tecnológica, desde donde deberán ser analizadas y comprendidas. El problema es que aún el uso de la tecnología no está suficientemente desarrollado para que nazcan nuevos géneros literarios exclusivamente cibernéticos. Pero es seguro que llegarán muy pronto. Como ocurrió con el milagro de las primeras películas mudas en blanco y negro, asistimos ya a la creación de nuevos mundos de fabulación, de historias increíbles e inagotables que sólo pueden aflorar en el medio tecnológico. Con el cine, pronto los espectadores comenzaron a pedir más. Llegaron el sonido, la música, los efectos especiales. Todo se fue haciendo más complejo a medida que el público se iba haciendo más experto. Los escritores vieron nuevas posibilidades para su obra y nació un nuevo arte. La literatura y el cine comenzaron a nutrirse recíprocamente. Del mismo modo ya se hace necesaria la figura de un receptor que asesore sobre el ensamblaje entre la literatura y los nuevos medios de comunicación. Un vasto campo de fabulación con unas posibilidaddes fabulosas se abre ante nuestros ojos: un nuevo concepto de escritura.
La muerte del autor anunciada por Barthes adquiere aquí una aplicación práctica que refuerza sus postulados. Por lo pronto, se produce una democratización de la autoría, ya que poco importa el prestigio del nombre propio del autor a la hora de poder publicar en internet. Muchas almas solitarias, sumidas en el anonimato (si lo prefieren) o en los estrechos márgenes de una dirección de correo electrónico, exhiben sin pudor sus obras; una turba de exiliados expone ante el mundo entero su tedio, su imaginación y sus fantasías. Poco importan entonces los nombres. Existe la posibilidad en muchos casos de interferir a placer en los textos de la red o, en su caso, sugerir al autor cambios y transformaciones sustanciales, incluso proponer que se dedique a otra cosa. El lector se convierte en el verdadero artífice de la obra y muestra definitivamente su vasto poder, hasta ahora sólo sugerido como promesa de futuro por Barthes, Foucault y Derrida. El lector-autor, en un medio que aún está en pañales, ignora aún cómo gobernar esta fabulosa autonomía interactiva. Va siendo necesario concederle ya otro status. Se produce definitivamente el traspaso de poder entre autor y lector. Además de la democratización de la autoría, se produce un nuevo auge de la escritura coloquial, la más vinculada a la oralidad. Los chats y distintos foros cibernéticos son la mejor prueba de ello. El nuevo medio tecnológico infunde vida a la palabra escrita, traduce inmediatamente la voz: la voz se lee. Ningún medio había alcanzado este poder. Aunque con matizaciones: es una nueva forma de comunicación que no comporta ni la voz ni la presencia, por engañosamente oral que pueda parecernos. En todo caso, supone cierta hibridación más mediatizada por la ausencia que una simple conversación telefónica, y desde luego, mediada por el medio visual, por el soporte, por la lectura y por la tipografía. En suma: se trata de una nueva fórmula de comunicación que tiene un estatuto específico y propio que debe definirse y que, en último extremo, hay que tener en cuenta so pena de convertirnos en unos nostálgicos a quienes la tecnología barrió de la faz de la escritura.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
(1) JARAUTA, Francisco, "Fin-de-siècle: ideas y escenarios", en Rocha, Teresa (ed.), Miscelánea vienesa, Cáceres, Universidad de Extremadura, Servicio de Publicaciones, 1998, págs. 29-36.
(2) SÁNCHEZ TORRE, Leopoldo, La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX, Oviedo, Departamento de Filología Hispánica, 1993, págs. 133-135.
(3) Para ampliar información al respecto, véase mi estudio PÉREZ PAREJO, Ramón, Metapoesía y crítica del lenguaje (De la generación de los 50 a los novísimos), Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, 2002, págs. 171-232. Para analizar los nexos de unión que se establecen entre este tema y la crítica de la inspiración, véase también mi artículo "La desconfianza en la inspiración y en el lenguaje poéticos. Generación del 50-Novísimos", Revista de Literatura, Tomo LX, nº 119, 1998, págs. 5-30.
(4) DERRIDA, Jacques, [1972], Márgenes de la Filosofía, (trad. de Carmen González Marín), Madrid, Cátedra, 1989, págs. 247-312.
(5) BARTHES, Roland, [1968], "La muerte del autor", en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987, págs. 65-71.
(6) BARTHES, Roland, [1970a], S/Z, (trad. de Nicolás Rosa), Madrid, Siglo XXI, 1980.
(7) Ibid., pág. 66.
(8) Ibid., pág. 67.
(9) POZUELO YVANCOS, José María, Teoría del lenguaje literario, Madrid, Cátedra, 1988, pág. 81.
(10) FOUCAULT, Michel, "¿Qu'est-ce qu'un auteur?", Bulletin de la Societé française de Philosophie, LXIV, juillet-septembre, 1968, págs. 73-104. Hay traducción castellana en Qué es un autor, México, Universidad Autónoma de Tlaxcala, 1985.
(11) ISER, Wolfang, "El proceso de lectura: enfoque fenomenológico", en Mayoral (ed.), Estética de la recepción. Compilación de textos y bibliografía, Madrid, Arco-Libros, págs. 215-243. También, del mismo autor, en [1976], El acto de lectura. Teoría del efecto estético, (trad. de J. A. Gimbernat y M. Barbeito), Madrid, Taurus, 1987, pags. 175-177.
(12) CAMPILLO, Antonio, "El autor, la ficción, la verdad", en Daimon, 5, 1992, págs. 25-46.
(13) ORS, Miguel D', Curso superior de ignorancia, Madrid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1987, pág. 18
(14) GARCÍA BERRIO, Antonio, "La fragmentación del significado. La novelística de Eco: De El Nombre de la rosa a El péndulo de Foucault", Ínsula, 516, diciembre de 1989, pág. 1.
(15) ELIOT, T. S., [1920], "Tradition and the individual talent", The sacred wood, London and New York, Methuen, 1986, págs. 47-59.
(16) ELIOT, T. S., [1933], Función de la poesía y función de la crítica, (prólogo y trad. de Jaime Gil de Biedma), Barcelona, Seix Barral, 1968, pág. 140.
(17) VALVERDE, José María, "Pensar y hablar", Isegoría. Revista de filosofía, moral y política, nº 11, abril de 1995, pág. 15.
(18) TALENS, Jenaro, "El espacio de la palabra", Ínsula, 521, mayo de 1990, pág. 31.
(19) BORGES, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960, recogido en Obra poética 1923-1976, Madrid, Alianza, 1979, pág. 124.
(20) Véanse las siguientes referencias, de las que parto: ECHETO, Roberto, "Hacia una nueva metafísica de la escritura" (1999), en
http://www.soloin.com/articles/literature/metafisica.html
y CADENAS, Paula, "En busca del autor" (2000), en
http://www.bancodellibro/org.ve/caleidoscopio1/caleidoscopio/articulos/en_busca_del_autor.html
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