30 mar 2008

EL ARTE DE REDUCIR CABEZAS. El consumismo infantil.


1.- Anotaciones previas.
2.- Socialización del consumo.
3.- La sociedad de consumo como entorno natural posmoderno.

1. Anotaciones previas

Observo, leo y escucho con bastante frecuencia, en ámbitos que van desde la televisión hasta la cafetería, pasando por internet, una sorprendente actitud de admiración generalizada hacia la “mirada infantil”, como si de pronto la gente se hubiera puesto de acuerdo para descubrir la extraordinaria habilidad que tienen los niños para interesarse por todo aquello que presentamos ante sus ojos u oídos.

Según la corriente dominante, esa curiosidad de los niños por todo lo nuevo se va desvaneciendo a medida que se va consolidando su estructura ególatra. El niño, precisamente porque sabe que no sabe nada, no ofrece resistencia a las novedades procedentes del exterior, lo que le permite asimilar datos, opiniones y métodos con una agilidad asombrosa. El adulto, en cambio, una vez que se acostumbra a dominar en un terreno y esto le es suficiente para sobrevivir, decide cerrar los ojos a las nuevas tentaciones y se encierra en su pequeña burbuja de egolatría, convencido de que la seguridad que le ofrece un feudo cerrado y vedado a los demás es más útil que la sabiduría que le pueden ofrecer las novedades procedentes del exterior.

Sin negar la importancia de estos estudios centrados en la “plasticidad” infantil desde una perspectiva psicológica, lo que he tratado de observar es la influencia de algunos fenómenos sociales en esa curiosa mirada infantil. Y mis conclusiones, claro, no han sido precisamente felices.


2. Socialización del consumo.

El individuo, aun manteniendo orgullosamente su punta de subjetividad, no puede constituirse como tal sin ser parte de la sociedad. La propia conciencia del individuo, en tanto que conciencia de sí, exige una referencia a esa sociedad sin la cual no es nada. El hombre, la conciencia de sí, sólo puede constituirse por la mediación de otras conciencias. Ésta sería la postulación de la visión social del hombre, en una línea que enlazaría a Aristóteles y Hegel con todos los grandes teóricos de la ciudadanía.

De esta manera, lo que la “curiosa mirada infantil” aprende durante el proceso de socialización es “una cultura”, es decir, un complejo conjunto de pautas de comportamiento que le permiten actuar en una sociedad determinada, saber a qué atenerse en cada situación, predecir cómo debe comportarse en cada caso concreto, qué puede esperar de los otros, etc. Además, estas normas y pautas de comportamiento, lejos de estar aisladas, forman complejos estándares de comportamiento (“roles”) que se corresponden con las distintas posiciones (“estatus”) que los individuos pueden ocupar en sus relaciones sociales dentro el grupo.

En este contexto, entiendo el aprendizaje social como aquel complejo proceso mediante el cual interiorizamos (“internalizamos”) las pautas de comportamiento social, de suerte que dejamos de percibirlas como reglas impuestas artificialmente y pasamos a vivirlas espontáneamente, “como si” formaran parte natural de nuestro modo de ser y actuar. Desde este punto de vista, también me gustaría matizar que, en éste y futuros artículos, hablaré de “personalidad” para referirme al conjunto de roles que el individuo ha aprendido a desempeñar en una sociedad concreta, preexistente a él y de la que, por tanto, forma parte inevitablemente.

Las invitaciones a la construcción de la “identidad individual” o los hábitos individualistas y consumistas en las sociedades más “avanzadas” me parecen dos claros ejemplos que permiten observar, como a través de una lente de aumento, un hecho estructural que de otro modo podría pasar casi inadvertido, a saber, que la identidad individual desciende siempre de la identidad colectiva y que, de hecho, es impensable sin ésta. Nuestra ilusión de no tener relaciones de dependencia respecto de las instituciones colectivas deriva de la importancia desorbitada que han adquirido las ideas de “individuo” y “autonomía” en los últimos siglos, en un largo proceso que arrancaría en Descartes y la Reforma protestante y que tendría su cima en el neoliberalismo de finales del siglo XX. Pero es precisamente el carácter histórico de tales nociones lo que me ha llevado siempre a infravalorar los actos de un individuo como punto de partida para hacer juicios de tipo moral, y lo que me ha animado, por reacción, a formularme otro tipo de preguntas. Por ejemplo, ¿qué tipo de sociedad es la que da forma a los sujetos contemporáneos? ¿Qué tipo de condiciones sociales contribuyen a crear los modos en que esos sujetos deliberan, eligen, actúan y se identifican con un medio “natural”?


3. La sociedad de consumo como entorno natural posmoderno

Sería muy ingenuo creer que el mercado, con todo su inmenso aparato mercadotécnico al frente, podría haber pasado por alto la importancia del proceso de socialización y la profundidad de esa curiosidad infantil. También sería ingenuo tener que aclarar que nuestras sociedades se han convertido en “sociedades de consumo”, de tal forma que los celebrados “ciudadanos” de los Estados de Derecho hemos pasado a ser meros “consumidores”, o que nuestro hábitat natural, lejos de ser la ciudad, ha pasado a ser el mercado, entendido como aquel espacio –físico, financiero o virtual- en el que intercambiamos bienes y servicios (mercancías) dotados de algún valor (real o simbólico).

Pero el consumismo, lejos de ser una mera actividad de intercambio material entre seres racionales, se está mostrando cada vez con mayor evidencia como una respuesta al reto planteado por unas sociedades cada vez más individualizadas. La lógica del consumismo intenta satisfacer las necesidades de todas aquellas personas que se esfuerzan por construir, preservar y renovar su individualidad; dicho de otro modo, el acto de consumir se convierte en un gesto que le brinda a cada sujeto la oportunidad de autoafirmarse como un ser diferente de los que están a su alrededor. Tenemos a nuestro alcance ropa baratísima fabricada en talleres marroquíes, productos dietéticos ricos en fibra, manzanas ecológicas cultivadas en un kibutz israelí, café descafeinado con aroma a vainilla o coca-cola light sin cafeína y aroma de limón: cada uno puede crear un mundo a su medida. Al menos, eso sí, mientras no quiera ver más allá del hipermercado.

Aprovechando la inestabilidad emocional que caracteriza al sujeto urbano contemporáneo, hurgando en nuestra dependencia del deseo y en nuestra ingenua pretensión de agarrar la felicidad con las manos, los hábiles profesionales del marketing saben crear “un estado de insatisfacción permanente a través de la estimulación del deseo de novedad y de la redefinición de lo precedente como basura inservible” (Beryl Langer). Sabedores de que la inseguridad —tanto económica como emocional— constituye el factor central del apetito consumista, construyen una red irresistible de tentaciones y promesas de felicidad a la que casi nadie puede permanecer indiferente. De esta forma, la vida de muchas personas se convierte en un consumismo diario y conspicuo, en una sucesión continua de ensayos y errores, en una experimentación emocional tan constante como estéril, en una ingenua búsqueda de una identidad personal que nunca puede llegar a consolidarse como tal, en tanto que descansa sobre las arenas movedizas de lo contingente. De ahí que el exceso en el consumo casi nunca llegue a percibirse como suficientemente excesivo..., hasta que la cuenta corriente nos permite conocer el oscuro balance de nuestro trastorno.

Ahora bien, ¿qué tipo de individualidad es la que se fortalece en el acto de consumo? Una interpretación simplista de nuestra realidad social nos permitiría observar un estilo de vida que garantiza la proliferación incesante de opciones, oportunidades, bienes y servicios abundantes y diversos. Un análisis más profundo y crítico, sin embargo, nos llevaría tras la pista del simulacro que se esconde tras esa diversidad aparente. Como ya advirtieron Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la ilustración, todo es posible en la sociedad de consumo mientras sólo sea consumo; es decir, la libertad de elección se revela en el mercado como la posibilidad de elegir opciones que ya han sido previamente diseñadas por la oferta del mercado. El resultado final es que la libertad de elección queda reducida a una libertad muy básica y elemental: la libertad para elegir siempre lo mismo.

Como es lógico, esta estrategia de fabricación permanente de falsas necesidades no podía ignorar algo tan llamativo como la curiosidad infinita del niño. A fin de domesticar a sus miembros para que se acostumbren al que será su hábitat natural —el mercado—, los fabricantes de la sociedad de consumo centran sus esfuerzos en la gestión de los espíritus infantiles. Según Daniel Thomas Cook, “las batallas libradas por la cultura del consumo infantil constituyen, en realidad, batallas sobre la naturaleza y el alcance de la persona en un contexto de expansión continua del comercio. La relación de los niños con los materiales, los medios, las imágenes y los significados que surgen del mundo del comercio y hacen referencia a ese mundo, entremezclándose con él, figura en un lugar central de la creación de personas y de posiciones morales en la vida contemporánea”.

Los niños no necesitan alcanzar una edad muy elevada para ser dependientes de los anuncios de televisión, la playstation de “última generación”, los control-pads más sofisticados, las revistas de videojuegos, los teléfonos móviles más vanguardistas y otros muchos bienes que no sólo se les presentan como indispensables para convertirse en los niños que “deben ser”. Además, son bienes con un periodo de duración sorprendentemente breve. No es de extrañar que cada videojuego no tarde ni diez meses en presentar una versión actualizada (a la que el videoadicto, como es lógico, no puede permanecer indiferente).

Según Joseph Davis, el consumismo infantil y los procesos de mercantilización han desestabilizado las viejas instituciones de formación de la identidad (familia, escuela, etc) y han provocado un vacío emocional e institucional que los expertos en marketing se han encargado de explorar —y cubrir— con su irresistible malla de promesas y tentaciones de felicidad inmediata. Así, la infancia se convierte en una fase de preparación para la aceptación inconsciente del mercado como entorno natural.


BIBLIOGRAFÍA:

Bauman, Zygmunt.- Vida Líquida.
Beck, Ulrich.- La sociedad del riesgo.
Butler, Judith.- Vida Precaria.
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor.- Dialéctica de la ilustración.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenísimo artículo y no podría ser más acertado para estos tiempos que corren