24 jun 2010

JUDITH REVEL: "Es estratégicamente necesario escuchar qué significa la palabra “mujer”.

– ¿Cómo definir la noción de biopolítica?

- La biopolítica es el nacimiento de una nueva articulación –que corresponde a fines del siglo XVIII y principios del XIX– entre la forma del poder que Foucault llama disciplinaria –que consiste ya no en castigar el cuerpo, sino en corregirlo y adiestrarlo como unidad productiva– y la gestión masificada de lo que él llama población, una macrocategoría que permite asegurar una gestión más dúctil y eficaz. Entonces: se trata de una articulación entre individualización y masificación. Y para la gestión de estas poblaciones se inventa lo que Foucault llama norma, es decir, una regla que toma a la vida misma de los hombres como fundamento político: esto significa que su sexualidad, su alimentación, su salud, etc., pasan a ser consideradas desde un punto de vista político. En este momento en que el poder hace de la vida su objeto, deviene un poder sobre la vida y se lo llama biopoder. La biopolítica, para Foucault, es entonces esta nueva tecnología de poder que hoy se vuelve realidad.


–¿Cómo es pensada la resistencia frente a este nuevo poder?

–A principio de los años '70, Foucault hablaba indistintamente de biopoder y biopolítica. Pero finalmente tuvo que distinguirlos: biopoder es efectivamente el poder sobre la vida, pero biopolítica es más bien la respuesta resistente de la vida ante este nuevo poder.


–¿Por qué cree que la biopolítica ocupa hoy tal centralidad en el debate filosófico y político?

–Es complejo. Por un lado, debido a la crisis de las categorías del pensamiento político moderno, lo cual en la práctica empuja a investigar otros conceptos. Creo que las categorías de biopoder y de biopolítica como resistencia son parte de una nueva tipología de conceptos y de una nueva caja de herramientas. Por otro lado, cuando Foucault hace una investigación histórica, lo que él llama una arqueología, es inmediatamente puesta al servicio de una indagación que es llamada genealogía, un concepto que Foucault toma de Nietzsche. La genealogía implica un uso político-estratégico de una investigación sobre el pasado para poder comprender el presente. Para Foucault, la realidad biopolítica que se inicia a fines del siglo XVIII, principios del XIX, no se cierra. Y hoy somos parte de aquella periodización. Foucault inmediatamente después de haber hablado del biopoder abre una indagación del presente sobre, por ejemplo, las formas de gestión de la salud y las políticas sanitarias en Estados Unidos y Europa.


–¿A qué se refiere cuando habla de una “biopolítica de la periferia”?

–Yo enseñé dos años en la banlieu (periferia) de París y fue una experiencia que me ha enseñado mucho, tanto humana como políticamente. Ha sido muy duro y rico a la vez. Por un lado, filosóficamente, estar en la banlieu implica poner en juego todo el aparato categorial que se usa comúnmente para describir la realidad política. Creo que las teorizaciones de Foucault sobre la biopolítica y, en particular, sobre la resistencia como subjetivación, han sido verificadas en la banlieu. De todos modos, esos procesos no son legibles inmediatamente. No soy parte de quienes han dicho que las revueltas de las periferias parisienses eran una multitud fantástica. Para mí es más complejo porque hay una miseria tremenda que implica, sobre todo, la reducción de la vida política a una simple supervivencia, lo cual hace dudar muchas veces de la posibilidad de emergencia de un fenómeno de resubjetivación o politización. Sin embargo, esa resubjetivación o politización se ha dado en la reinvención de los jóvenes periféricos de un saber y una organización política totalmente nueva, que no responde ni a sindicatos ni partidos y que dura en el tiempo, aun cuando ahora todo se ha suspendido por las próximas elecciones presidenciales.


–¿Esas revueltas pueden entenderse como un pedido de inclusión de los jóvenes de los suburbios?

–Es muy ambiguo. Seguro que quieren una integración, pero es una integración paradójica porque entre mis estudiantes, por ejemplo, había muchos sin documentos, pero eran sólo el diez por ciento; y el otro noventa por ciento no sólo tiene papeles, sino que ya son la tercera o cuarta generación. Y esto es hoy Francia. Cuando hablamos de una voluntad de integración de ciudadanos que ya son franceses y que sin embargo quieren el derecho de gozar de una ciudadanía plena es bastante paradójico. Por un lado, porque son jóvenes que ya no hablan la lengua de sus padres o abuelos y que, por otro, cuando a veces vuelven al país de origen de su familia son vistos como extranjeros. Quiero decir que la identidad de origen en ellos es totalmente fantasmática, reconstruida, soñada. Ciudadanía plena quiere decir entonces que el problema es el acceso a un paquete de derechos elementales, tales como la salud, la educación, vivienda, pero también a la posibilidad de tener hobbies y placeres y de soñar una vida futura: son cosas que están negadas en la mayoría de los casos para estos jóvenes.


–¿Se refiere a la necesidad de un nuevo tipo de ciudadanía?

–Sí, el problema es que hay que definir una ciudadanía no sólo como acceso a los documentos sino también –y junto a ellos– una dignidad de la vida que involucra formas de lucha muy fuertes contra la precariedad, que no sólo afecta a los migrantes y las generaciones posteriores. Porque, por ejemplo, la revuelta de la banlieu ha sido luego investida por la revuelta del CPE, de los estudiantes jóvenes que luchaban contra el primer contrato de empleo, que era una forma de precarización absoluta. Creo que el aspecto propiamente biopolítico de estas manifestaciones es que la vida es reconsiderada según una nueva dignidad política y social y que, por lo tanto, estas luchas se niegan a que la vida sea reducida a una pura sobrevivencia o a una categoría biológica. Y esto a la vez supone definir una ciudadanía que ya no esté ligada al Estado-nación, sino que sea incondicionada y universal. Es algo posible por lo menos a nivel europeo.


–¿Por qué no le parece adecuado pensar las experiencias de revuelta en términos de construcción de identidades?

–En esto Foucault es verdaderamente útil. Creo que cada producción de identidad está hecha sobre la base de una dessubjetivación o des-singularización: una identidad colectiva es necesariamente reductiva en el sentido de que un rasgo pasa a ser considerado suficiente para definir a una persona o a un colectivo. La identidad nacional es precisamente esto: renunciar a la propia singularidad para devenir un ciudadano, es decir, alguien igual a otro ciudadano. Esta es la gran ambigüedad de la igualdad. Obviamente todos queremos la igualdad, pero no una que suprima la singularidad, sino aquella que se construya sobre el reconocimiento de las diferencias. Esta des-subjetivación sucede de modo particular, dice Foucault, cuando se trata de poblaciones construidas dentro de un contexto biopolítico: es decir, cuando se masifica a partir del seudorreconocimiento de uno o más rasgos naturales. Por ejemplo: el ser mujer que define la población femenina o el ser joven que define la población que entra en ciertas categorías. De este modo, la edad o el sexo se vuelven suficientes para definir aquello que somos. Yo no soy sólo una mujer, blanca, heterosexual, también podría decir que vengo de una familia de migrantes, que tengo cierta relación con el movimiento social, que enseño en la banlieu y así al infinito. El hecho es que ninguna de estas características basta para definirme. Creo que necesariamente el mecanismo identificatorio es un instrumento de poder, por eso leer los movimientos con categorías identitarias implica reducirlos, fijarlos a un nombre, clasificarlos y jerarquizarlos. Y a la vez dotarlos de toda una suerte de aparatos que responden y reprimen esta expresión política en movimiento.


–¿Cómo, entonces, leer esos movimientos?

–Si queremos ver el movimiento en su valencia multitudinaria, rica, nueva, es necesario reconocer que cada singularidad que compone el movimiento tiene a su vez una multitud dentro. Y la multitud no corresponde a lo que históricamente se ha dado como estructura del partido o sindicato que mantenía la clasificación y la jerarquía. Los jóvenes de la banlieu, por ejemplo, no decían “nosotros los magrebíes” o “nosotros los negros”. Sin embargo, se intentó construir divisiones binarias: los jóvenes “buenos” y los jóvenes “malos” de acuerdo con los jóvenes blancos o los jóvenes negros. Todo esto fue un modo de segmentar y dividir al movimiento. En cambio, los jóvenes produjeron un tipo de categorizaciones que son muy sutiles e irónicas. Para empezar, la única unidad que reconocen es la del territorio: dicen “yo soy de la banlieu”, sean del color que sean. La banlieu a la vez marca ciertas determinaciones económico-sociales pero implica sobre todo una unidad siempre provisoria que se constituye por una comunidad de lucha, y que puede cambiar estratégicamente de un día al otro, en función de los objetivos.



–¿Qué categorizaciones propias produjeron los jóvenes?

–Ellos usaban dos expresiones que yo no entendía: hablaban del “baunti” y del “capuchino”. Y mis alumnos me dijeron que era muy simple: un “baunti” es el nombre de una barra de chocolate que tiene coco adentro, es decir, “baunti” es el nombre de un negro que por dentro se siente blanco y el “capuchino” es un blanco que por dentro se siente negro. Esto desestructura por completo la perspectiva identitaria. Ahora, que existe identitarismo y comunitarismo en la periferia es obvio. Pero el identitarismo es provocado y auspiciado por el poder, ya que vuelve más controlables a las personas. Y, por otra parte, contrariamente a lo que se dice, el radicalismo religioso es extremadamente minoritario, marginal, pero existe porque se implanta sobre la realidad de la miseria y llega y ofrece dignidad, ayuda, recursos, redes, reconocimiento. De ese modo quienes impulsan el radicalismo dicen “nosotros diremos qué es lo que son ustedes”, en una forma exactamente simétrica al poder. En esta tenaza, se trata de hacer jugar una multiplicación de la identidad y no su pérdida. Esto es precisamente la multitud.


–Ante esta seguidilla de luchas, ¿cómo entiende el caudal de votos del candidato de la derecha Nicolas Sarkozy?

–Creo que la disolución del discurso de izquierda en Francia abre las puertas a los discursos de derecha, y creo que la situación italiana es bastante similar. Primero: Sarkozy es alguien que a mí me da miedo pero también es un excelente político. No hay algo similar en la izquierda. Lo segundo es que ha habido una fragmentación a ultranza en muy pequeños partidos en la extrema izquierda; y, además, la cuestión del referéndum europeo instaló una división muy fuerte entre europeístas y antieuropeístas. Estos últimos se llamaban a sí mismos antiliberales mientras que otra parte de la izquierda que llamaba a votar por el sí tenía a su vez el argumento que apoyar la unión de Europa era la única forma de luchar contra el neoliberalismo. Tercero, y creo que esto vale para buena parte del mundo occidental, hay una crisis profunda de la democracia representativa. La reducción de la democracia a su forma representativa ha tenido una historia que ha funcionado, pero hoy es necesario ponerla en debate: no se trata de salir de la democracia, sino de reabrir las posibilidades democráticas que se han cerrado en la democracia representativa. Lo angustiante en Francia es que se reconoce la crisis pero si se pone en cuestión la representación se entra en pánico.


–¿Esto incluye a la candidata socialista Ségolène Royal?

–Ségolène Royal ha propuesto algunas otras modalidades de prácticas y decisiones democráticas con algunas pequeñas aperturas a la democracia participativa. Que esto sea hecho por una cuestión electoral o no, o que la propuesta sea consistente desde el punto de vista político, no lo sé. Sin embargo, da toda la impresión de que ante iniciativas de este tipo tanto la derecha como la izquierda dicen rápidamente “esto es populismo”. Para nosotros, a diferencia de América latina, populismo significa salida de la democracia.


–¿Al estilo de Berlusconi?

–Sí, pero también nosotros tenemos un caso en Francia: el partido de donde ha salido Le Pen, que era en los '50 el de Pierre Poujade –por eso después se habló de “poujadismo”– y que era un populismo demagógico extremadamente ambiguo y propio del fascismo social. El hecho que se diga “Ségolène Royal propone la participación” con el nivel de sospecha que se lo dice en Francia ya supone que la participación es vista inmediatamente como una puesta en peligro de la democracia. Pienso en particular en algunos comentarios de un pensador político liberal como Pierre Rosanvallon: su último libro sobre la antidemocracia dice que la crisis de la figura del Estado da lugar hoy a un proyecto de “subpolítica”, en el que la sociedad es investida directamente de una función política. Creo que lo verdadero es el diagnóstico de la crisis del Estado y los mecanismos representativos, pero lo absolutamente falso es el hecho de que otra política, que ya no es la del Estado, sea considerada “subpolítica”. Y además esta “subpolítica” es referida a la figura de la sociedad, que es una categoría en sí misma complementaria al Estado.


–¿Cómo entiende usted los nuevos modos de participación social directa?

–Creo que esto que vemos surgir no es la sociedad, sino la democracia desde abajo. Y ese “desde abajo” ya no puede ser analizado con las categorías modernas, pero es también democracia. Cómo se hace para articular un nuevo tipo de democracia radical no lo sé, pero sí sé que lo urgente de la política y de la filosofía política hoy es la cuestión de la organización y la decisión en este tipo de democracia. El problema que tenemos es que a la multitud podemos reconocerla siempre retrospectivamente. Entonces, el desafío es cómo hacer multitud y cómo organizarla.


–Usted habla del devenir-mujer de la política, sin que esto tenga que ver con que más mujeres ocupen cargos de poder. ¿A qué se refiere concretamente?

–En Francia se elogia a Ségolène Royal y a la presidenta chilena Michelle Bachelet como si por ser mujeres marcaran una línea similar. Pero también la Thatcher , Angela Merkel y Condoleezza Rice lo son. Yo no me reconozco en nada con ellas por ser mujeres. La idea del devenir-mujer la trabajamos a partir del concepto de Deleuze del “devenir minoritario”. Este concepto no significa para nada una idea de lo cuantitativo: no es “ser menos”. La otra acepción de este devenir minoritario significa estar por fuera de lo mayoritario, entendiendo mayoritario como aquello que reproduce el mecanismo del poder. Devenir minoritario entonces supone una redefinición de lo que es política a través de la potencia de la subjetivación, lo cual se opone a las relaciones de poder que se montan sobre la vida.


–¿Por qué devenir-mujer entonces?

–Porque me parecía que históricamente ser mujer correspondió a la expulsión de la vida política, al no reconocimiento ni remuneración del trabajo doméstico, y es precisamente esto lo que ha permitido a las mujeres –no de modo esencial ni identitario, sino porque se encontraban en esa situación– desarrollar otro tipo de prácticas y estrategias referidas a la cooperación, la solidaridad y la circulación. El devenir-mujer de la política es un devenir minoritario porque implica el desarrollo de estrategias alternativas que pasan a través de la subjetivación y la creación de nueva comunidad, o de nuevos sentidos para la vida común. Y es esta nueva forma de vida común lo que me parece que caracteriza las modalidades en que se da actualmente la resistencia. Pero, paradójicamente, lo que también sucede hoy es que en el nuevo capitalismo han devenido centrales las dimensiones que por siglos permanecieron como extrañas al poder: me refiero a las dimensiones domésticas, afectivas, etcétera. La economía ya no reconoce la diferencia entre privado y público: las explota a ambas por igual. Por eso a partir del trabajo femenino hoy se puede entender todo el valor de la producción intelectual, de afecto y de lenguaje. En este sentido es estratégicamente necesario escuchar qué significa la palabra “mujer”.

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JUDITH REVEL (1966)
Enseñó en la Universidad de Roma entre 1992 y 2004, actualmente trabaja en la Universidad de París I. Ha trabajado en particular el pensamiento de Michel Foucault (escribió varios libros y una treintena de artículos, publicados en francia e Italia). Es doctora en historia del pensamiento contemporáneo en la Universidad san Marino, y en filosofía (EHEss, 2005). Ha publicado "Le Vocabulaire de foucault" y "The Vertical Thought: an Ethics of Problematization". Integra las revistas Posse y Multitudes.

11 abr 2010

MIKE DAVIS: "Es el carácter antiurbano de las ciudades lo que tiene efectos destructivos"



Para los lectores franceses, acostumbrados desde el colegio a distinguir la geografía de la historia, su planteamiento liga de manera penetrante las preocupaciones de orden espacial (de las mutaciones de la ciudad al cambio climático o a la multiplicación de las fronteras), y de las categorías tomadas de esta tradición de la crítica social construida, con Marx, sobre una historia de los modos de producción. ¿De dónde procede, en su caso, esta doble preocupación de la historia y del espacio?

Cuando yo era un adolescente que vivía en la frontera mexicana, mi salvación personal consistía en irme a Tijuana con mi novia, pues era aficionado a los toros, pero también debido a que en esta ciudad había un mercadillo de libros creado por republicanos españoles, que me ofrecía un universo paralelo y desconocido. ¡Iba a Tijuana y me encontraba con los escritos de Lukács sobre estética en cuatro volúmenes! Así descubrí a Althusser al fondo de una estación de autobuses. Y aunque esta ciudad era para los adolescentes de mi edad sinónimo de borracheras y prostitutas, a mi me sirvió de puerta de entrada al mundo de las ideas. Es difícil que se pueda comprender la liberación que sentía cada vez que atravesaba la frontera. Estábamos todavía en la época de la Guerra Fría. Mi padre trabajaba en los mataderos, donde había fundado el sindicato local. Era demócrata y adepto del New Deal, pero tenía dos amigos croatas, que estaban fichados como comunistas, dado que varios miembros de su familia habían formado parte de los partisanos de Tito, y que su padre, que había emigrado a Arizona, pertenecía los Industrial Workers of the World (IWW).

A comienzo de los años cincuenta, se había establecido una comisión de «actividades antiamericanas», ante la cual testificaban públicamente los comunistas corrientes y a los que se les arruinaba la vida en directo. Se expulsaba a sus familias y amigos de los terrenos en que tenían las autocaravanas, los vecinos les tiraban piedras...Estos dos amigos de mi padre eran para mí como unos tíos. Pero después de desfilar ante la comisión, todo el mundo los evitaba, nadie quería darles trabajo...Estas dos personas fueron mis primeros maestros, sobre todo uno de ellos, Lean Gregovitch. Sufrió un ostracismo tal que acabó de cocinero en una pequeña ciudad de montaña — al estilo del Lejano Oeste — perdida en medio de la nada. En aquella época yo trabajaba de repartidor de carne, y cuando iba a su casa, me invitaba a sentarme, me llenaba un vasito de vino y me decía: «Mike, ¡tienes que leer a Marx!». Y yo le respondía: «Pero, ¿qué es lo que tiene Marx, Lean?», y decía él entonces: «No lo sé, nunca he podido leerlo, pero tú eres un chico inteligente, debes leer a Marx». Pocas cosas me han afectado tanto como la partición de Yugoslavia, porque los amigos de mi padre y los vínculos que mantenían con los partisanos yugoslavos me habían dado un sentido muy agudo de los sacrificios que habían hecho falta para levantar ese país. Por eso resultó para mí mucho más difícil que el derrumbe de la Unión Soviética.


Viviendo por tanto en la frontera mexicana, ¿cómo contempla la situación de los latinos en los Estados Unidos, que sacaron a la luz las grandes manifestaciones de 2006?

La primera gran manifestación contemporánea de los latinos data de 1993, con la sorprendente campaña de protesta contra la «proposición 187», que endurecía el estatus de los sin papeles en California, y habría vuelto a excluirles de la ayuda médica y a expulsar a sus hijos de las escuelas. Pero en el año 2006 nadie se esperaba una movilización de estas dimensiones. Fue una de las experiencias más intensas de mi vida. Durante décadas me había dado cabezazos contra la pared, tratando de organizar movimientos en Los Ángeles, y hete aquí que, de pronto, teníamos una manifestación cientos de veces mayor que las que se habían podido ver en el caso de los movimientos contra la guerra. Al desfilar desde los barrios del Este de Los Ángeles y atravesar el río camino del Ayuntamiento, se pasa al lado de un enorme centro penitenciario, cerca de una pequeña colina. ¡Desde allí podía uno darse cuenta de toda la gente que había! Era algo increíble, ¡por todas partes! Tenías la impresión de haberte convertido de pronto en una mariposa después de no haber sido más que una oruga. Y todo alrededor otras orugas estaban a punto de hacer eclosión. Era la primera vez en que podía medirse el inmenso potencial político de los latinos, y darse uno cuenta de hasta qué punto esta población formaba en realidad una mayoría.

Se habría podido pensar que esta población, habiendo tomado conciencia de su poder, no podía más que seguir después hacia adelante. Pero había todavía muy pocas organizaciones capaces de estructurar ese movimiento, y esto no ha cambiado desde entonces. El potencial político que tuvo su expresión en ello no se ha materializado por tanto. Y los latinos siguen siendo blanco privilegiado de los ataques más desleales. Mi mujer no tiene papeles y nuestra vida cotidiana está totalmente organizada para evitar toda circunstancia que entrañe riesgo para ella. A ella le encanta hacer dedo e ir a la montaña, pero no podemos, porque la policía de fronteras está por todas partes. Igual que en Europa, no nos enfrentamos a una sola frontera. Las fronteras se repiten aquí y allá y por donde quiera que vayas hay zonas de control.

Es la cantinela de toda la historia norteamericana. Todas las generaciones de inmigrantes han conocido esas experiencias. Pero lo que resulta nuevo es que esta experiencia se asume ahora dentro de un continuum geopolítico. Ya no se habla de inmigración sino de seguridad. Y una de las cosas que ha cambiado entonces es la manera de atravesar la frontera. Antes se iba primero a buscar a algún hombrecillo del lugar que llevara estos asuntos, algún emprendedor que supiera cómo cruzar. Le pagabas y él te pasaba, los había a cientos. Pero la militarización de la frontera ha dejado vía libre a los cárteles de la droga, organizados en multinacionales. Si eres muy pobre, ya no te puedes permitir cruzar. Antes, cuando conseguías cruzar, era un poco como los trabajos al servicio de la comunidad, vendías naranjas en Los Ángeles durantes tres meses para devolver el dinero. Ahora a la gente se le pide que transporte droga.

La guerra contra el terrorismo, la guerra contra la droga o el arsenal de seguridad forman parte de una mecánica enmarañada, que se ha vuelto increíblemente lucrativa. Son las grandes empresas las que construyen prisiones privadas para los clandestinos o las que desarrollan tecnologías para vigilar la frontera. En San Diego, donde vivo, he visto desarrollarse las tecnologías de vigilancia utilizadas simultáneamente en Irak, en la frontera y en nuestras ciudades. La universidad de San Diego — la de Marcuse, la de Angela Davis — es uno de los lugares donde se han sembrado los gérmenes de una sociedad literalmente orwelliana. Y son los inmigrantes los que han sufrido el regreso del garrote más violento del mundo tras el 11 de septiembre.


La ciudad miseria global

En su trabajo, las transformaciones urbanas aparecen a la vez como un precipitado de las contradicciones sociales contemporáneas, y como una apuesta muy real en torno a la cual se enfrentan las técnicas de mantenimiento del orden y las formas de resistencia desesperada : la ciudad-espejo y la ciudad-campo de maniobras. Así se ve sobre todo en Planet of Slums [Planeta de ciudades miseria], [2] donde se trata de leer la política mundial a través de la expansión de las ciudades miseria, y de mostrar cómo los barrios de chabolas desestabilizan el orden político, obligándole a inventar nuevos modelos. ¿Cómo se articulan esas dimensiones en su reflexión?

Comienzo siempre disculpándome cuando hablo de Planet of Slums: no he vivido en Dhâkâ (Bangladesh) ni en las Colonias Populares de México. He trabajado principalmente en la Universidad de Berkeley, que dispone de uno de los mejores fondos documentales en lo que respecta al desarrollo urbano. Soy una especie de buscador a todos los niveles, un kamikaze de biblioteca: voy allí, me llevo libros, los fotocopio, y me fabrico un corpus de un millar de libros y artículos en inglés, y en menor medida en francés.

No he buscado, por cierto, sólo tesis provocadoras; quería ver qué puntos comunes se desprendían de todos los estudios sobre ciudades en expansión, y me he centrado en dos temas especialmente preocupantes desde hace unos veinte años.

En primer lugar, hay cada vez menos alojamientos disponibles para los pobres en los centros metropolitanos; para encontrar donde vivir, hace falta alejarse cada vez más del centro, en los lugares más peligrosos. Y hasta los alojamientos más informales son objeto de mercadeo. Los pobres deben comprar su terreno, o — sobre dónde esté, se cierran los ojos — alquilarlo a quienes son tan pobres como ellos. Esta privatización del espacio ha destruido la válvula de seguridad que constituía, hasta los años 70 y 80, la relativa libertad de instalarse.

Luego, las posibilidades ofrecidas por la economía informal — traperos, vendedores callejeros, trabajadores a jornal, etc. — se han reducido considerablemente: hay muy poco trabajo, hemos entrado en el tiempo darwiniano en el que la competición por sobrevivir es cada vez más dura. En Planet of Slums empecé a explorar la relación entre esta intensa competencia en la economía informal y las violencias interétnicas en las comunidades pobres. La consecuencia mecánica de un mercado de trabajo completamente saturado es su control por parte de las comunidades, hasta para los empleos peor pagados, de acuerdo con criterios de pertenencia étnica, de lengua, de lealtad a un clan, etc.

Ese era, desde luego, ya el caso en el siglo XIX: los inmigrantes irlandeses — ¡mis antepasados! — sabían muy bien cómo controlar el mercado de trabajo con el fin de reservarse empleos. Se puede por tanto preguntar en qué medida el aumento de las tensiones interétnicas no se desprende de la estructura misma de las economías informales, incluyendo las sociedades o las ciudades en las que existe una fuerte tradición de solidaridad obrera. Es lo que se observa, por ejemplo, en África del Sur con los progromos contra los inmigrantes de Zimbabwe. Aún resulta más impresionante en Bombay: en la época de esplendor de la industria textil, los representantes sindicales de los trabajadores hindúes, musulmanes, tamiles, etc., pertenecían a una misma cultura obrera; cuando han cerrado las fábricas, se ha visto el ascenso al poder, en los barrios populares, de partidos estrictamente confesionales. El partido dominante hoy es allí el Partido Nacionalista Hindú. La desindustrialización, el desmoronamiento o declive del movimiento obrero, y el ascenso de partidos confesionales que controlan el mercado de trabajo, el alojamiento y, en cierta medida, el acceso al microcrédito están pues íntimamente ligados.

Los piqueteros sudamericanos son la excepción a la regla: los trabajadores de los mataderos en Argentina, los mineros en Bolivia, los estibadores en Venezuela, han importado con éxito las técnicas del movimiento obrero en las ciudades miseria; en el momento en que perdían los medios para desarticular la economía bloqueando las fábricas, han descubierto los medios para bloquear las ciudades y controlar los accesos, como sucedió en El Alto, en Bolivia, donde el bloqueo del aeropuerto ha desarticulado la economía.


¿Ve usted por tanto en estos movimientos no la supervivencia de antiguas formas de lucha antiguas sino un posible contramodelo?

Hay una apuesta fundamental en un mundo destinado a volverse cada vez más urbano, y en el que el 90% de las ciudades estarán situadas en los países en desarrollo: la búsqueda de nuevas formas de actuar para millones y millones de personas que, aunque estén marginadas, pueden sin embargo tener un peso en la economía-mundo, gracias a su capacidad de bloquear las ciudades. Esta excepción latinoamericana es a mi entender una alternativa a un mundo en el que los atentados con coche bomba y las represalias con grandes contingentes de helicópteros se convertirían en la norma. El control de las megalópolis es, desde hace 20 años, una apuesta de primer orden. La ocupación de Ciudad Sadr, probablemente la ciudad miseria más grande del mundo, en Bagdad, ha inaugurado un modelo, con la militarización del mantenimiento del orden.

Pensemos igualmente en las intervenciones militares en Puerto Príncipe, en Haití. Los norteamericanos y los brasileños, con ese matrimonio curioso entre Bush y Lula, han inaugurado un modo de acción concertado de mantenimiento de la paz como forma de retomar el poder eficazmente. Esa es la solución por la que se interesa el ejército norteamericano desde el inicio de los años 90, y debido a la bofetada que supuso para los norteamericanos, pese a pérdidas relativamente leves — 19 o 20 muertos —, la matanza de rangers en Mogadiscio. En ese momento es cuando han comprendido que la ciudad miseria era un nuevo escenario de luchas de poder.

En los países del Tercer Mundo, allí donde se han debilitado las capacidades de inversión del Estado, se desarrolla una hemorragia de poderes: la gente se vuelve hacia modos alternativos de gobierno. Más allá de todo el mal que causan, veamos qué papel desempeñan las redes de traficantes de droga o las bandas de todos los géneros en el mantenimiento del orden, y de modo más general, en la estructuración de lo cotidiano en las favelas de Río de Janeiro, allí donde la policía de todos modos no interviene. La tendencia no ha hecho más que acelerarse en los últimos veinte años, lo que obliga a los gobiernos a plantearse la cuestión: « ¿Cómo retomar el
control?»

Yo creo que la guerra urbana y las guerras entre bandas van a convertirse en un problema de importancia geopolítica. Los antiguos modelos para mantener el orden son ineficaces en las ciudades miseria: imposible desestabilizar una red anárquica e invertebrada de ciudades miseria, en las que no hay centrales eléctricas ni infraestructuras, tal como se reprimía una revuelta en una vieja capital como Belgrado. Intente además cargar y sus tropas se verán diezmadas. Se ha hecho un esfuerzo colosal para comprender este nuevo terreno de guerra en el que está a punto de convertirse la ciudad miseria.


Ciudades vulnerables

Frente al análisis de las nuevas estrategias desplegadas por las grandes potencias para el control de estos espacios urbanos, su historia del coche bomba aparecía como una vertiente a la vez «low tech» e imparable de luchas. Los «car bombs» son para usted a la vez el modelo de lo incontrolable al que no consiguen oponerse los esfuerzos exponenciales de control, y el producto de una situación mundial en la que poblaciones enteras, por el hecho de estar excluidas del campo económico, andan buscando formas de expresar su cólera. ¿Cómo se le ocurrió este proyecto?

Viví durante varios años en Belfast, primero en 1974-1975, y después en 1981, durante la huelga de hambre de Bobby Sands y otros militantes del IRA. Esto influyó profundamente en mi vida. Cuando en 1993 el World Trade Center fue objeto de un atentado con un camión bomba, yo trabajaba en L.A. Weekly y escribí que debíamos comprender la cólera y sus razones porque, cuando vivía en Belfast, no podías caminar sin acabar en medio de una refriega. Es un misterio que no me pegaran nunca un tiro, pero he visto explotar un coche bomba, algo increíblemente potente y aterrador. Que un atentado de este género llegara a América mostraba que hemos rebasado un límite. Luego quise remontarme a la genealogía de los atentados con coche bomba. Y cuanto más los estudiaba, más veía el punto de vista de los revolucionarios, aun cuando se trate de un arma a la que habrá siempre que oponerse. Es el equivalente de los bombardeos aéreos, y hay casi siempre mueren víctimas inocentes, pero se trata de un arma imparable. Puedes construir enclaves de seguridad como la «Zona Verde» de Bagdad, donde se encuentra la embajada norteamericana: una ciudadela cuasi medieval defendida por carros Abrams y helicópteros de combate. Puedes intentar proteger el corazón del gobierno o la alta burguesía…Pero la cosa más eficaz que llegó a realizar el IRA fue detonar un camión cargado de explosivos en la City de Londres. Murió una persona accidentalmente, pero lo que se buscaba eran los daños económicos, ¡y fueron demoledores! Se produjeron daños materiales por valor de mil millones de libras. A dos minutos andando del edificio de Lloyds, esta explosión demuestra la vulnerabilidad de los centros urbanos en una economía mundializada.

En los Estados Unidos, hubo toda una histeria en torno a la forma en que se podrían localizar y tomar como blancos los principales servidores de la red informática para paralizar Internet. Hollywood le ha sacado partido realizando esta película con Bruce Willis, Die Hard 4, en la que los terroristas atacan las infraestructuras del país y cortan todas las comunicaciones del territorio.

Decidí trabajar sobre los coches bomba porque las minas antipersonas son muy eficaces, pero no lo son más que a condición de disponer de una tecnología militar, de antiguos soldados...Cuando el arma se disimula en la circulación, cuando el «ingenio explosivo» es un simple automóvil, cuando cualquiera puede — en América, cuando menos — ir al supermercado, comprar abono químico con nitratos, mezclarlo con gasóleo, y obtener una bomba lo bastante potente como para destruir un edificio moderno de acero, cuando dispones de un arma que, mientras no se invente una máquina capaz de detectar algunas moléculas de nitrato en un embotellamiento de 5.000 coches, es imparable. Este tipo de acción la utilizan movimientos que tienen una base social fuerte, como Hizbolá en el Líbano, e individuos aislados. Sólo hicieron falta dos hombres para pulverizar un edificio de Oklahoma City en 1995, Timothy McVeigh y Alfred Murrah. Es también un arma que se presta particularmente bien a las operaciones de desestabilización llevadas a cabo por los servicios secretos: así de fácil resulta maquillar la responsabilidad.

Tenía intención de escribir — y todas mis investigaciones se han orientado en este sentido — una historia del terrorismo revolucionario haciendo una distinción entre el terrorismo revolucionario de antes de la Primera Guerra Mundial y el de antes de los años 60, a fin de mostrar que el terrorismo revolucionario clásico nada tiene que ver moralmente con los atentados tal como se realizan hoy en día. Los grupos de acción directa de los socialistas rusos habrían preferido matarse antes que hacer explotar un dispositivo que pudiera matar a civiles. Hay muy pocos ejemplos de violencia ciega. Creo, pues, que el terrorismo es un concepto completamente inútil, porque es un cajón de sastre. Lo que se precisa es una tipología.

De hecho, tanto el libro sobre el coche bomba como el libro que he escrito sobre la gripe aviar se «cayeron» de Planet of Slums, como se dice en el cine. El primero muestra la vulnerabilidad de las ciudades atacadas en pleno corazón, en el cruce de las redes de comunicación. El segundo, la vulnerabilidad de las ciudades a las nuevas enfermedades, sobre todo después de que se industrializase el proceso de cría de ganado. Por un lado, la industria agroalimentaria crea las condiciones de aparición y propagación de nuevas enfermedades, sobre todo víricas; por otro, es responsable de crisis alimentarias de unas dimensiones asombrosas, que parecen devolvernos a la época de Dickens.

13 feb 2010

Peter Pál Pelbart: “Una crisis de sentido es la condición necesaria para que algo nuevo aparezca”.


ENTREVISTA DE AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER A PETER PÁL PELBART.

Peter Pál Pelbart es filósofo. Nacido en Budapest, formado filosóficamente en París, actualmente es profesor en la Universidad Católica de São Paulo (Brasil). Es coordinador de una compañía teatral con pacientes psiquiátricos. Entre sus temas de investigación se encuentran la locura, el tiempo, lo común o la biopolítica. En castellano ha publicado Filosofía de la deserción (Tinta Limón ediciones).

Por obra y gracia de la crisis económica, la palabra “crisis” está hoy por todos lados. Con ella solemos referimos a un proceso fundamentalmente negativo, que padecemos pasivamente como víctimas y del que hay que salir cuanto antes para regresar a la normalidad. Pero en las crisis subyace también un gran potencial de transformación.

¿Cómo piensas las crisis?

En España seguramente se conozca bien a François Tosquelles, psiquiatra, psicoanalista y militante anarquista catalán. Refugiado en Francia tras la guerra civil española, fue responsable de una verdadera revolución en la psiquiatría a partir de su trabajo en el hospital de Saint Alban. Comprendió inmediatamente la similitud entre la situación de los hospitales y de los campos de concentración, lo que le impulsó a una subversión de la lógica institucional. Lo que se conoce menos de Tosquelles es su producción teórica. Escribió un libro llamado La vivencia del fin del mundo en la locura, donde describe los cuadros clínicos en los que se pierde radicalmente la confianza en el mundo, la expectativa elemental de que el mundo pueda continuar, tras una quiebra en la vida, un desastre, una crisis. Todo eso apenas sería una contribución en la descripción fenomenológica de un cuadro clínico, como las que hicieron Binswager o Minkowski. Pero su idea más interesante, desarrollada a partir del trabajo de Goldstein, es que esa catástrofe anímica coincide con la apertura a la creación de mundo. Junto a la disolución padecida de la existencia, se da un esfuerzo vital de invención de una nueva forma de vida. Es decir, catástrofe y creación van unidas.

Algo parecido escribió el medico y neurólogo alemán Viktor von Weizsäcker, que lo formuló de manera igualmente sugerente. El momento de la crisis, dice él, es aquel en el que ya nada parece posible. Pero también es el momento en que se cruzan muchas transformaciones. Y por eso, aunque la actualidad le parezca al enfermo completamente bloqueada, es el momento en que se abren todas las posibilidades. Es decir, la crisis es una conjunción del “nada es posible” y del “todo es posible”. La crisis revela las fuerzas que estaban en juego o, más bien, las redistribuye respondiendo a la pregunta: ¿irán las cosas en la dirección de la vida o de la muerte? Así concebida, la crisis no es el resultado acumulativo de una serie previa, sino un comienzo, un origen, una decisión vital. Corresponde a la creación de un espacio y de un tiempo propio, que ya no obedece a las coordenadas del mundo objetivo u óntico, sino a la dimension pática como él la nombra, allí donde puede ocurrir una mutación de la experiencia y de las posibilidades. Félix Guattari bebió de esa fuente aunque lo haya enunciado a su manera, con sus palabras, cuando se refiere al “caos”, a la “caósmosis”, a la “heterogénesis” y, sobre todo, cuando explicita hasta qué punto un hundimiento caosmótico es la condición para una heterogénesis, no sólo en la psicosis, no sólo en el plano psicológico, no solo en el plan individual, sino también colectivo, político, estético, etc. Entonces yo diría, operando transversalmente entre esos niveles tan distintos, que la crisis, la catástrofe, la ruptura, el colapso de sentido o como queramos llamar a esos momentos de derrumbe, son las condiciones de posibilidad para una mutación subjetiva, existencial, vital, sea en contextos micro o macro.

¿Por qué dices que en el momento de crisis “nada es posible” y, al mismo tiempo, “todo se hace posible”? Explícame esa (aparente) paradoja.

Sí, es un fenómeno paradójico. “Nada es posible”, “todo es posible”. Pero, ¿no oscilamos constantemente entre esas disyuntivas o, más bien, no las vivimos simultáneamente? ¿No podríamos reconocer en esa extraña conjunción un rasgo de nuestra sensación contemporánea? Pero no se trata de una sensación individual o psicológica, sino que es una lógica más amplia que se puede encontrar en los fenómenos de cultura o de civilización. Quizá en Nietzsche y en su análisis del nihilismo es donde esa lógica se explicita más claramente. ¿Qué es el nihilismo para él? Es el proceso por lo cual los valores que fundamentaban la cultura de nuestro Occidente se desvalorizan. Es el proceso histórico-filosófico por el cual aquello que era objeto de creencia suprema (el Ser, el Bien, Dios, la Razón, el Progreso) pierde su credibilidad. Así, las figuras metafísicas, religiosas o morales que daban sentido al mundo o a la vida dejan de ser operativas, con lo cual el mundo o la vida pierden el sentido que antes tenían y caen en una orfandad ontológica. Es un proceso de vaciamiento muy complejo que se detecta en dominios tan distintos como la filosofía, el arte, la política, la historia, pero que se puede leer siempre al menos de dos maneras opuestas: una apocalíptica, otra jubilatoria.

En efecto, el fin de una interpretación del mundo dominante (socrático-cristiana) equivale, para unos, al tenebroso fin del mundo y del hombre: es el “nada es posible”. Para otros, por el contrario, la liberación de una interpretación hegemónica del mundo, y por ende el fin de un mundo y de un hombre, representa la apertura a otro mundo y a algo más allá del hombre: es el “todo es posible”. La posición particularísima de Nietzsche consiste en pensar ambas cosas juntas, en asumirlas juntas. Porque, para él, un mundo desprovisto de sentido, tras la desvalorización de los sentidos supremos, nada tiene de condenable, ni de aterrador, y sólo lleva a la parálisis a una voluntad empobrecida, ya que una vida superabundante, por el contrario, soporta y hasta necesita de ese vaciamiento para dar lugar a su fuerza de interpretación y de creación, aquella que no busca el sentido en las cosas, pues se lo impone. En contraposición al creyente que dependía de los sentidos trascendentes, Nietzsche reivindica un espíritu que “se despide de toda creencia, de todo deseo de certeza, ejercitado, como está, en poder mantenerse sobre delgadas cuerdas y posibilidades, e incluso ante el abismo, danzar”. Una lectura nihilista del proceso del nihilismo se queda en el “nada es posible”. ¿Como hacer el pasaje, que ya está en el concepto mismo de nihilismo, del “nada es posible” al “todo es posible”? Sabemos cómo cierta posmodernidad hizo una interpretación nihilista y cínica de la contemporaneidad: fin de las utopías, de las ideologías, de la política, de la historia, etc. Por tanto, nada merece la pena, todo es equivalente: “nada es posible”. Sería necesario examinar cómo otras perspectivas, por el contrario, piensan positivamente estos pasajes históricos de crisis, sin nostalgias en relación a las formas tradicionales que caducaron y de las cuales el presente trata de liberarse, en favor de otras fuerzas y formas por venir: “todo es posible”.

Asocias la crisis (o la catástrofe del sentido) a la creación de mundo. Por tanto, la crisis se convierte en un momento decisivo de la política o la transformación social, porque éstas pasan por la creación de (otros) mundo(s). Sin embargo, a nadie le gusta estar en crisis, que los sentidos que hasta ayer te orientaban ya no funcionen más, porque eso duele. ¿Cómo podríamos sostener entonces una crisis de modo activo?

Es evidente que ante la amenaza de una crisis siempre hay un esfuerzo por preservar la forma de vida previa, la identidad preexistente, la subjetividad cristalizada, los valores tradicionales, en definitiva, el sistema vigente. La incertidumbre puede desencadenar crispaciones identitarias defensivas para aplacar la angustia, reterritorializaciones (1) brutales, a veces mortíferas. El problema es que esa reactividad no “alcanza” lo que está en juego en esos momentos cruciales de transformación. Podríamos usar aquí la bella fórmula de Deleuze: la única ética es estar a la altura del acontecimiento. ¡Pero cuánto desapego implica esto a veces! Nietzsche decía que hay que desprenderse de la religión, de la patria, de la familia, del saber, de los amigos, de uno mismo… ¡y también de la voluptuosidad del desapego! Pero claro, está el miedo a desprenderse de las pertenencias y los territorios, a perderse uno mismo, a enloquecer o morir, a vivir un derrumbe, una separación, un duelo, un hundimiento. El miedo a dejar que se caigan las máscaras y a no conseguir aferrar las nuevas posibilidades que se abren cuando las formas de existencia establecidas se muestran ya inviables. Sí, son pasajes en que uno se ve afectado por una gran incertidumbre, una indeterminación, un vacío incluso, ya sea en el dominio individual o colectivo, existencial o axiológico. Nada de esto se da sin dolor, sin cierto tipo de muerte, sin una experiencia radical de desterritorialización (1). El desafío es vivir la crisis como un proceso (2) abierto, en el que las reservas de vida y de virtualidad que la crisis revela y desvela sean la materia prima del cambio. Esto requiere todo un arte de la mutación muy complejo y sutil. Claro que la perdida de referencias, de límites, de dirección implica muchos riesgos y peligros, como ocurrió tras la caída del Muro de Berlín con las resurgencias nacionalistas, fascistas, fundamentalistas. No sé si es un problema de conciencia. Es más bien una cierta posición de deseo lo que está en juego, sin duda. Lo que se necesita es un nuevo agenciamiento (3) para sostener la mutación en curso, ése es el desafío. Se requiere un arte, mayor o menor: una inteligencia afectiva, un constructivismo experimental, una cartografía esquizoanalítica (4), una micropolítica.

¿Podríamos decir que el proceso de elaboración positiva de una crisis (la creación de nuevos sentidos y relaciones) es al mismo tiempo un proceso terapéutico, sanador de algún modo? Sería una terapia distinta a la habitual que no pasa por la “contención” ni la “reparación”, sino por la renovación existencial y una cierta metamorfosis. ¿Qué piensas?

Estoy totalmente de acuerdo. El desafío es, a partir de ese “agujero de sentido” que se vive, y de los índices de desterritorialización que se despliegan, poder construir nuevos territorios existenciales (1), abrir nuevas líneas de vida, generar nuevos sentidos, engendrar nuevos ritornelos. Pero no se trata de sustituir los sentidos existentes por nuevos sentidos provenientes de la sensibilidad anterior que justamente se está acabando o que entró en colapso. Como decía François Zourabichvili a partir de Deleuze, una mutación de la sensibilidad, individual o colectiva, se caracteriza justamente por una redistribución de la frontera entre aquello que ya no se tolera, aunque antes era lo más cotidiano, y aquello que en adelante se desea, aunque poco antes fuese inimaginable. No se puede hacer la economía de esa mutación, que es de la sensibilidad, de la percepción, del pensamiento, de la vitalidad –una metamorfosis, como dices. Sí, es un proceso que se podría llamar terapéutico, si se quiere y si ampliamos mucho el sentido de la palabra, o esquizoanalítico , si queremos radicalizar la apuesta en nuevas coordenadas de enunciación a partir de una molecularidad (5) intensiva y de agenciamientos abiertos, acompañadas de formas de expresión que se engendran en el proceso mismo de las subjetivaciones en curso. Es verdad que en ocasiones esto exige cosas muy triviales también, un tipo de cuidado, de continuidad. El colectivo Situaciones habla de manera muy pertinente de tejer lo común cada día, punto por punto, en un trabajo de gran delicadeza, casi artesanal. En todo caso, yo vería todo este conjunto como la construcción y el sostenimiento de un plan de consistencia (6). En ciertos trabajos con grupos o colectivos eso es imprescindible. Pero hay que agregar –ese plan es constituido por una materia de virtualidad– un inconsciente, si se quiere todavía utilizar la palabra, vuelto hacia al futuro. Un inconsciente ampliado y abierto al futuro hace que los cortes y quiebres de sentido no remitan a una interpretación de contenidos profundos, sino que participen de una maquínica (7) extendida, de modo que manifiestan una subjetividad en estado naciente, apertura desterritorializante necesaria para que advenga algo allí donde todo parecía cerrado.

Retomas una cita de Deleuze para afirmar que hoy “no creemos en el mundo”: que nada nos concierne, que somos espectadores de lo que (nos) pasa. ¿Podrías explicarme qué significa esto? ¿Tiene relación con la cuestión de las crisis?

Es como un grito filosófico: “Perdimos el mundo, nos lo quitaron”. O, en otro contexto, Deleuze dice lo mismo con otras palabras: “El hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera en los acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si nos concernieran apenas por la mitad”. Es enigmática esa exclamación. Pero no debería ser leída como una lamentación, trágica o melancólica, sino más bien como un signo del presente. Y de hecho, cuando en sus libros sobre cine, Deleuze analiza el pasaje del cine clásico al contemporáneo, por ejemplo con el neo-realismo italiano, Rosselini, De Sica, insiste sobre esos personajes que delante de una situación de extremo horror o belleza, como una ciudad destruida por la guerra o un volcán en erupción, se ven atravesados por un estupor, una parálisis, una suspensión de la acción. Frente a un exceso de sufrimiento, belleza o abyección, ya ni siquiera consiguen reaccionar, se vuelven como espectadores de lo que les afecta. Para Deleuze, esa situación es un síntoma de que se rompió la conexión sensorio-motora con el mundo, de que ya no estamos en un régimen de acción-reacción.

Más allá de una consideración sobre el cine, y de ese pasaje de un cine del movimiento a un cine del tiempo, hay en el fondo una reflexión sobre una mutación más profunda, una ruptura en la conexión entre el hombre y el mundo. Más radicalmente, lo que fue perturbado es la creencia en el mundo. ¿Y no es el cine, el arte, el pensamiento o la política los que podrían devolvernos la creencia en el mundo? Pero no se trata, justamente, de volver a creer en lo que antes nos hacía actuar, ya sean los dogmas metafísicos, religiosos o políticos. William James, junto a Nietzsche, fue uno de los autores que inspiró a Deleuze en ese tema, porque él pensó a fondo el tema de la creencia en el contexto de un mundo precisamente pluralista, incierto, peligroso, con partes inconexas, indeterminaciones –un mundo no determinista, sino agonístico. Para James, como para Nietzsche, no se trata de creer en cosas que justamente cayeron en el descrédito: Dios, la Revolucion, el Progreso, esos universales o absolutos que se arruinaron, sino de reactivar la creencia a partir de un pluralismo, de un perspectivismo, de un indeterminismo, de una colisión de las voluntades y de las partículas. Según la bella lectura que nos ofrece David Lapoujade a partir de James, creer en el mundo no es creer que el mundo existe, de lo cual no dudamos, sino creer en las posibilidades del mundo, tener confianza en nuestra capacidad de conectarnos con las fuerzas del mundo, tener confianza en la capacidad de nuestras fuerzas de conectarse con las fuerzas del mundo o, como dice él, en una vía más bien bergsoniana, tener simpatía, simpatizar con el mundo, con sus fuerzas, con su devenir, con el devenir de los otros, con el devenir-otro de los otros en el mundo. Si se reivindica esa confianza es precisamente porque ha sido perturbada. Es sobre el fondo de esa perturbación que la acción se volvió problemática, y tanto más necesaria. Toda esa filosofía pragmatista americana es leída por Deleuze como un esfuerzo constructivista, donde los fragmentos se conectan, pedazo a pedazo, donde la simpatía o la confianza son elementos positivos sobre el fondo de una abisalidad caotica. Creo que ese elemento está presente en Deleuze, aunque no siempre explícito, y a veces se utiliza en los contextos más inesperados. Cuando Negri pregunta a Deleuze qué politica puede prolongar en la historia el esplendor del acontecimiento, Deleuze responde: “Creer en el mundo es lo que más nos hace falta. Creer en el mundo significa sobre todo suscitar acontecimientos, aunque sean pequeños, que escapen al control, o hacer nacer nuevos espacio-tiempos, incluso de superficie y volumen reducidos”.

Otro de los temas de tu trabajo es la cuestión de lo común, ¿cómo la piensas? ¿Qué es lo común? ¿Qué relación tiene -si la tiene- con el problema de la crisis?

Varios autores contemporáneos –entre otros, Toni Negri, Giorgio Agamben, Paolo Virno, Jean-Luc Nancy e incluso, antes que ellos, Maurice Blanchot- se refieren con insistencia a una evidencia: vivimos hoy una crisis de lo “común”. Las formas que antes parecían garantizarles a los hombres un contorno común, que le aseguraban alguna consistencia al lazo social, perdieron su pregnancia y entraron definitivamente en colapso. Desde la llamada esfera pública hasta los modos de asociación consagrados: comunitarios, nacionales, ideológicos, partidarios, sindicales. Deambulamos entre espectros de lo común: los media, la escenificación política, los consensos económicos legitimados, pero también las recaídas en lo étnico o en la religión, la invocación civilizadora basada en el pánico, la militarización de la existencia para defender la “vida” supuestamente “común” –o, más precisamente, para defender una forma-de-vida llamada “común”. No obstante, sabemos bien que esta “vida”, o esta “forma-de-vida”, no es realmente “común”, que cuando participamos en esos consensos, esas guerras, esos pánicos, esos circos políticos, esos modos caducos de asociación, o incluso en ese lenguaje que habla en nuestro nombre, somos víctimas o cómplices de un secuestro.

Si hoy hay, de hecho, un secuestro de lo común, una expropiación de lo común, una manipulación de lo común, bajo formas consensuales, unitarias, espectacularizadas, totalizadas, transcendentalizadas, es necesario reconocer que, al mismo tiempo y paradójicamente, tales figuraciones de lo “común” comienzan a aparecer finalmente como aquello que son: puro espectro. En otro contexto, Deleuze nos recuerda que, a partir sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, los clichés comenzaron a aparecer como aquello que son: meros clichés. Los clichés de la relación, los clichés del amor, los clichés del pueblo, los clichés de la política o de la revolución, los clichés de aquello que nos liga al mundo. Y sólo en el momento en que, vaciados de su pregnancia, se revelaron como clichés –esto es, como imágenes acabadas, prefabricadas, esquemas reconocibles, meros calcos de lo empírico-, el pensamiento pudo liberarse de ellos para encontrar aquello que es “real”.

Ahora bien: hoy, tanto la percepción del secuestro de lo común, como la revelación del carácter espectral de ese común transcendentalizado, se dan en condiciones muy específicas: precisamente en un momento en que lo común –y no su imagen- está preparado para aparecer en su máxima fuerza de afectación, y de manera inmanente, dado el nuevo contexto productivo y biopolítico actual. Para decirlo con claridad: a diferencia de lo que ocurría algunas décadas atrás, cuando lo común se definía y era vivido como aquel espacio abstracto que conjugaba las individualidades y se sobreponía a ellas –fuera como espacio público, fuera como política-, hoy lo común es el espacio productivo por excelencia. El contexto contemporáneo trajo a la luz, de manera inédita en la historia –pues lo hizo en su núcleo propiamente económico y biopolítico-, la prevalencia de lo “común”. El llamado trabajo inmaterial, la producción posfordista, el capitalismo cognitivo, son todos fruto de la emergencia de lo común: todos exigen facultades vinculadas a lo que nos es más común, esto es, el lenguaje y su haz correlativo: la inteligencia, los saberes, la cognición, la memoria, la imaginación y, por consiguiente, la inventiva común. Pero también exigen requisitos subjetivos vinculados con el lenguaje, como la capacidad de comunicar, de relacionarse, de asociar, de cooperar, de compartir la memoria, de forjar nuevas conexiones y hacer proliferar las redes. En este contexto de capitalismo en red o conectivo –que algunos llaman incluso rizomático (8)-, por lo menos idealmente aquello que es común se pone a trabajar en común. Y no podría ser de otro modo: a fin de cuentas, ¿qué sería un lenguaje privado? ¿Qué vendría a ser una conexión solipsista? ¿Qué sentido tendría un saber exclusivamente referido a sí mismo? Poner en común lo que es común, poner en circulación lo que ya es patrimonio de todos, hacer proliferar lo que está en todos y en todas partes, sea el lenguaje, la vida, la inventiva… Pero esta dinámica sólo parcialmente corresponde a lo que de hecho sucede, ya que se hace acompañar de la apropiación de lo común, de la expropiación de lo común, de la privatización de lo común, de la vampirización de lo común emprendida por las diversas empresas, mafias, estados e instituciones, con finalidades que el capitalismo no puede disimular, ni siquiera en sus versiones más rizomáticas.

También en este caso la crisis de la representación de lo comun abre y revela, al mismo tiempo, otra modalidad de producción del común.

Decías recientemente en Madrid que tal vez parezca extraño escuchar a un deleuziano hablar de crisis o catástrofes de sentido (aunque sea por ejemplo el tema principal del libro de Deleuze sobre la pintura y el diagrama), ¿por qué? En la filosofía contemporánea está muy presente el problema de la crisis, el acontecimiento, la interrupción, la discontinuidad, ¿qué diferencias encuentras entre las diferentes lecturas?

En una necrológica de 1995 tras la muerte de Deleuze, Giorgio Agamben compara dos seminarios a los que asistió, uno de Heidegger y otro, veinte años después, de Deleuze: “Un abismo separa a esos dos filósofos… la tonalidad general de Heidegger es de una angustia tensa y casi metálica… Por el contrario, nada expresa mejor la tonalidad fundamental de Deleuze que una sensación que le gustaba llamar por el nombre inglés de self-enjoyment”. La conclusión de Agamben es la siguiente: “La gran filosofía de este siglo sombrío, que empezó por la angustia, terminó con la alegría” Eso nos suena justo y, al mismo tiempo, paradójico. Pero algunas décadas antes, Jean Hyppolite decía algo muy similar, comparando el bergsonismo y el existencialismo, pero con el signo invertido, como si lo lamentara. Él advertía que no hay lugar en Bergson para la angustia humana, sólo para la serenidad. Y agregaba: “es esa serenidad la que hoy ya no estamos en condiciones de comprender. Como si en un periodo de la historia especialmente trágico como el nuestro, no hubiera más lugar para esa serenidad”.

Tenemos aquí un tema fundamental, la Stimmung, la tonalidad afectiva de un pensamiento. Es admirable que tras la posguerra una línea tan sobria atraviese toda la obra de Deleuze, hecha de afirmatividad y de alegría, tan distinta a la que dominó la filosofía inmediatamente anterior. Deleuze nunca se dejó llevar por la negatividad y sus afectos, ni por el culto a la angustia, mucho menos por el tema del fin (la clausura de la metafísica, el fin de la filosofía etc.). ¡No el trabajo de lo negativo, sino el goce de la diferencia! Ahora bien, creo que eso fue mal entendido. Algunos llegaron a hacer de él un apóstol del espontaneísmo hedonista –él se explicó ampliamente sobre eso (el deseo no es natural, sino puro artificio, construcción, etc.). Pero más profundamente, habría que preguntar si la tonalidad afectiva a la cual nos referimos, esa afirmatividad tan característica de su filosofía de la diferencia, justifica una lectura monocorde que la transforma en una positividad plena, y a su alegría, en un dictamen afectivo. Yo veo tantos saltos, desajustes, agujeros, huidas, tantos movimientos y parálisis, velocidades y lentitudes, gritos, incluso derrumbes, colapsos, catatonias… Y no creo que su pensamiento los oculte, muy al contrario, los expone, se instala a veces en ellos para alimentarse, para después saltarlos, como un diablo o una pulga. Es lo que lo hace tan contemporáneo, tan múltiple, tan divertido, polifónico, pero también tan enigmático. Deleuze desordena las cartas de nuestro abanico afectivo.

Véase el tema del agotamiento, para quedarnos en un único ejemplo. Deleuze dice en un pequeño texto sobre Beckett que el agotado es distinto al cansado –el cansado descansa para recuperar sus fuerzas y volver a trabajar, según una dialéctica interna al trabajo y a su lógica. El agotado, en cambio, es aquel que agotó los posibles, que agotó el mundo y se agotó a sí mismo. El agotado es aquel que está instalado en la imposibilidad. Insomne, sentado, en la oscuridad, como en Beckett, en vigilia, en ocasiones le vienen imágenes fugitivas, efímeras, que se consumen y desaparecen… Son fenómenos de videncia, son vislumbres, son flashes de intensidad. Es un texto enigmático, muy bello. ¿Qué es el agotamiento, qué es esa combustión de intensidades, qué es esa parálisis? La mejor lectura está en François Zourabichvili, que explica que ese texto fue escrito por Deleuze poco después del derrumbe del muro de Berlín. Era un momento en que se tenía la impresión de que todos los posibles se habían intentado, se habían agotado y se estaba en una imposibilidad. El agotamiento significa que el repertorio de los posibles que teníamos almacenado se vacía, que abandonamos, lo desertamos. Significa también que todos los clichés sobre qué es lo que debemos sentir, pensar, hacer, cómo debemos amar, indignarnos, hacer la revolución, evocar el pueblo, también se han evaporado, dejándonos vacíos frente al mundo, sin mediaciones ni filtros. Es un encuentro con lo real, a partir de un vaciamiento, de una imposibilidad. Pero nada de eso lleva al llanto ni a la lamentación, mucho menos a la nostalgia, sino que nos fuerza, ya no a elegir entre los posibles existentes que se han agotado, sino a inventar un posible, a volvernos “videntes”, es decir, a vislumbrar potencias justamente a partir de la impotencia. Es un extraña manera de describir una época, pensarla desde el fondo del agotamiento, apoyarse en la impotencia para recusar la melancolía, la esperanza, la angustia o el voluntarismo.

Toni Negri protestó una vez, con razón, de que la gente se acercaba a él con la expectativa de escuchar palabras de esperanza. Y agregó que no era un sacerdote spinozista, que no era su papel expresar retóricas de alegría o de superabundancia, y que la función de la teoría no es reconfortar a nadie. Yo creo que, así, Negri pudo tematizar un cierto desencantamiento, incluso un vaciamiento, pero no para deleitarse en una voluptuosidad nihilista, como lo hicieron algunos de sus contemporáneos, sino más bien para señalar que algo se ha agotado, una época, un ciclo, un paradigma y que frente a eso no deberíamos atrincherarnos en lo que se está acabando. Que era necesario admitir el vacío –no es una palabra muy frecuente en el discurso político. Pero el vacío que él señalaba, a diferencia del vacío depresivo, parecía más bien una indeterminación, la sensación de que está todo abierto, potencia de innovacion, desutopía. Ese vacío permite un principio nuevo, un deseo autónomo, un procedimiento absoluto. Es a partir de un vacío así como él trata de pensar una potencia no subordinada ni a la necesidad, ni al resentimiento, ni a la compasión. No se trata de llenarlo a la manera voluntarista o nostálgica, sino insistir en afirmar la pura pulsión etica y la pasión constructiva.

Así que ni Deleuze ni Negri, aunque muy distintos entre ellos, son líricos leopardianos o sacerdotes spinozistas. Cada uno articuló a su manera, y con su tono, la relación entre la discontinuidad y el acontecimiento. Otros pensadores como Badiou o Rancière, así como Benjamin antes que todos ellos, lo hicieron de otra manera y con otra tonalidad afectiva. Tendríamos que pensar mejor lo decisivo que es eso en un pensamiento, la tonalidad afectiva…

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NOTAS*:

1. Territorio, reterritorialización, desterritorialización: la noción de territorio se entiende aquí en un sentido muy lato, que desborda el uso que recibe en la etología y en la etnología. El territorio puede ser relativo a un espacio vivido, así como a un sistema percibido en cuyo seno un sujeto se siente «en su casa». El territorio es sinónimo de apropiación, de subjetivación encerrada en sí misma. El territorio puede desterritorializarse, esto es, abrirse y emprender líneas de fuga e incluso desmoronarse y destruirse. La desterritorialización consistirá en un intento de recomposición de un territorio empeñado en un proceso de reterritorialización. El capitalismo es un buen ejemplo de sistema permanente de desterritorialización: las clases capitalistas intentan constantemente «recuperar» los procesos de desterritorialización en el orden de la producción y de las relaciones sociales. De esta suerte, intenta dominar todas las pulsiones procesuales (o phylum maquínico) que labran la sociedad.

2. Proceso: secuencia continua de hechos o de operaciones que pueden conducir a otras secuencias de hechos y de operaciones. El proceso implica la idea de una ruptura permanente de los equilibrios establecidos. El término no se emplea aquí en la acepción de la psiquiatría clásica, que habla de proceso esquizofrénico, lo que implica siempre la llegada a un estado terminal. Su acepción está más próxima de lo que Ilya Prigogine e Isabelle Stengers denominan «procesos disipativos».

3. Agenciamiento: noción más amplia que la de estructura, sistema, forma, proceso, etc. Un agenciamiento acarrea componentes heterogéneos, también de orden biológico, social, maquínico, gnoseológico. En la teoría esquizoanalítica del inconsciente, el agenciamiento se concibe en oposición al «complejo» freudiano.

4. Esquizoanálisis: mientras que el psicoanálisis partía de un modelo de psique basado en el estudio de las neurosis, centrado en la persona y en las identificaciones, y que opera a partir de la transferencia y de la interpretación, el esquizoanálisis se inspira, por el contrario, en las investigaciones acerca de la psicosis; se niega a rebajar el deseo a los sistemas personológicos y niega toda eficacia a la transferencia y a la interpretación.

5. Molecular/molar: los mismos elementos que existen en flujos, estratos, agenciamientos, pueden organizarse de un modo molar o de un modo molecular. El orden molar corresponde a las estratificaciones que delimitan objetos, sujetos, las representaciones y sus sistemas de referencia. El orden molecular, por el contrario, es el de los flujos, los devenires, las transiciones de fase, las intensidades. Llamaremos «transversalidad» a este atravesamiento molecular de los estratos y los niveles, operado por los diferentes tipos de agenciamientos.

6. Plan de consistencia: los flujos, los territorios, las máquinas, los universos de deseo, con independencia de su diferencia de naturaleza, se remiten al mismo plano/plan de consistencia (o plano/plan de inmanencia), que no debe confundirse con un plano de referencia. En efecto, las diferentes modalidades de existencia de los sistemas de intensidades no atañen a idealidades transcendentes, sino a procesos de engendramiento y a transformaciones reales.

7. Máquina (y maquínico): distinguiremos aquí la máquina de la mecánica. La mecánica está relativamente encerrada en sí misma; sólo mantiene relaciones perfectamente codificadas con los flujos exteriores. Las máquinas, consideradas en susevoluciones históricas, constituyen, por el contrario, un phylum comparable a los de las especies vivas. Se engendran unas a otras, se seleccionan, se eliminan y dan lugar a nuevas líneas de potencialidad. Las máquinas, en sentido lato, esto es, no sólo las máquinas técnicas sino también las máquinas teóricas, sociales, estéticas, etc., nunca funcionan de forma aislada, sino por agregado o por agenciamiento. Por ejemplo, una máquina técnica en una fábrica entra en interacción con una máquina social, con una máquina de formación, con una máquina de investigación, con una máquina comercial, etc.

8. Rizoma, rizomático: los diagramas arborescentes proceden con arreglo a jerarquías sucesivas, a partir de un punto central, de tal suerte que cada elemento local remonta a ese punto central. Por el contrario, los sistemas en rizomas o en emparrado pueden derivar hasta el infinito y establecer conexiones transversales sin que puedan ser centrados o clausurados. El término «rizoma» procede de la botánica, donde define los sistemas de tallos subterráneos de plantas vivaces que emiten yemas y raíces adventicias en su parte inferior. (Ejemplo: rizoma de lirio).

* Todas las notas han sido extraídas del “Glosario de esquizoanálisis” presente al final de Plan sobre el planeta, de Félix Guattari (Traficantes de Sueños, 2004)