29 jul 2016

NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. ÍNDICE Y REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS



NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO


INTRODUCCIÓN.                                                                  

 1. EL JOVEN NIETZSCHE Y LA CIENCIA.                                            
  • El joven Nietzsche y Demócrito.
  • Verdad y mentira en sentido extramoral.
  
2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO.                        
  • Nietzsche y las ciencias naturales
  • El Nietzsche ilustrado de Humano, demasiado humano
  • La crítica al darwinismo desde la voluntad de poder
  • Darwin, Spencer y la anglofobia de Nietzsche
  • La polémica de la eugenesia
  • La educación como factor de degeneración
  • Balance: el superhombre frente al modelo del darwinismo social
3. NIETZSCHE Y EL CULTIVO DE SÍ.                              
  • El eterno retorno de lo idéntico
  • La “gran razón del cuerpo” y el cultivo de sí

  

28 jul 2016

3. NIETZSCHE Y EL CUIDADO DE SÍ. LA "GRAN RAZÓN DEL CUERPO" Y EL CULTIVO DE SÍ



La “gran razón del cuerpo” y el cultivo de sí

En primer lugar, la terapia de la cultura buscará que algunos individuos sean capaces de sustituir un modo de interpretar la vida por otro. Y esto es algo que no puede suceder en el plano de la racionalidad socrática. Sería inútil una labor de concienciación social basada en el suministro de información, tratando de aumentar el conocimiento del ‘pueblo’ a la manera de una nueva ilustración. La racionalidad no es más que una construcción secundaria, muchas veces superflua o accesoria respecto al verdadero funcionamiento del organismo en relación con su medio. Son los impulsos los que funcionan como una especie de memoria de evaluaciones vitales incorporadas a los mecanismos de la acción. Y eso es lo efectivo, lo que funciona como primera instancia en nuestros comportamientos reales, como lo demuestra el hecho de que no basta con que sepamos que algo es malo para que dejemos de hacerlo.

La cultura engloba una moral, una religión, una ciencia, unas instituciones políticas, un derecho, unas prácticas artísticas, instrumentos todos ellos con los que se generalizan determinadas condiciones de existencia que los individuos incorporan bajo la forma de un conjunto de valores. El efecto de todos estos agentes culturales no se dirige a la razón de los individuos, sino a sus cuerpos, obligando a una tarea de grabación neurológica y de incorporación de sus juicios de valor en la forma de “instintos”. Del cuerpo es de donde brota originariamente toda interpretación, y frente a esta primera fuerza generadora de sentido la razón no es más que un instrumento subalterno encargado de revestir intelectual o ideológicamente las interpretaciones:

“No debemos equivocarnos sobre el método en este punto: una mera disciplina de los sentimientos y los pensamientos es casi igual a cero; es preciso persuadir primero al cuerpo (…). Es decisivo para la suerte de los pueblos y de la humanidad el que se comience la cultura por el lugar justo: no por el alma (ésa fue la funesta superstición de los sacerdotes); el lugar justo es el cuerpo”[1].


El cuerpo del que habla Nietzsche no es un conjunto de órganos. No es un “objeto” que podamos contemplar desde fuera, como en una radiografía. El cuerpo de Nietzsche es devenir, un complejo inagotable de impulsos, un caos de fuerzas en lucha. Por eso, la potencia del übermensch es imposible de abarcar con los descubrimientos ofrecidos por la biología y la neurociencia, por muy enriquecedores que sean (y lo son). La vida, diría Nietzsche, es “cabalmente voluntad de poder”, no es adaptación de las condiciones internas a las externas, “sino voluntad de poder que continuamente somete y se incorpora de lo exterior”. El superhombre ha de tener el coraje de ver las cosas como son, reconocer la realidad y elevarse a partir de ahí, sin conformarse con lo dado.

Y si la voluntad de poder es el gran artefacto del ultrahombre, el arte es, de principio a fin, el gran medio para elevarse por encima de lo real. Lo estético no es una cuestión de representación, sino de energías productivas que participan en un juego eterno consigo mismas. El universo, para Nietzsche, es una obra de arte que se da luz a sí misma; y el artista o ultrahombre es aquel ser capaz de explotar este proceso en nombre de su propia y libre autoproducción. El superhombre es el enemigo de todas las costumbres establecidas socialmente, de todas las formas políticas adecuadas; su placer en afrontar el peligro, su tendencia al riesgo, su incesante reconstrucción de sí mismo es ante todo una conducta que se rebela ante lo habitual, ante el pasto del que se alimentan los últimos hombres.

La apuesta de Nietzsche por la elevación a través de la estética, su afirmación del ethos trágico, posiblemente ha tenido su mejor continuación en la etapa final del filósofo francés Michel Foucault, obsesionado por construir una nueva subjetividad a partir del “souci de soi”. Curiosamente, el “cuidado” o “inquietud” de sí planteado por Foucault encontró su fuente de inspiración en el helenismo tardío, concretamente en los textos griegos y latinos de los siglos I y II de nuestra era. Lo que Foucault descubrió en esos textos es la insistencia en la atención que conviene concederse a uno mismo: “La modalidad, la amplitud, la permanencia, la exactitud de vigilancia que se pide; la inquietud en relación con esas perturbaciones del cuerpo y del alma que hay que evitar por medio de un régimen austero; la intensificación de la relación con uno mismo por la que se constituye uno mismo como sujeto de sus actos”[2].

El cultivo de sí no debe interpretarse como un individualismo solipsista, ni como un endurecimiento de las prohibiciones, ni tan siquiera como una práctica de severidad o austeridad acrecentada. La inquietud por uno mismo se refiere más a la manera como el individuo debe constituirse como sujeto. También implica una redefinición del trabajo que uno ha de hacer sobre sí mismo. La soberanía sobre uno mismo, el gobierno de sí, se amplía hacia un horizonte en el que la relación con uno mismo toma la forma no solo de un dominio, sino de un goce sin deseo y sin turbación, a la manera del “contento de sí” spinoziano.

Foucault, siguiendo los planteamientos de Nietzsche, intenta abrir un nuevo espacio para el individuo que desborde los discursos de la represión, la liberación sexual, el emprendimiento capitalista o el reduccionismo biológico-neurocientífico. Intenta invitarnos a realizar una “ontología de nosotros mismos” en tanto que sujetos que vivimos, deseamos, creemos, producimos, nos reproducimos y nos relacionamos en el seno de una sociedad de “últimos hombres”, dominada por una forma de racionalidad que ata a los seres humanos al poste del momento. Más que encerrarnos en identidades que nos son impuestas desde fuera, debemos desprendernos de nosotros mismos para poder fundar una nueva subjetividad basada en el cultivo de sí, en el dominio de sí, en la síntesis y reconciliación de nuestros impulsos caóticos.

En cualquier caso, ni Nietzsche ni Foucault hubieran aceptado un “cultivo de sí” como mera reclusión al ámbito privado. El gobierno de uno mismo, entendido como “autonomía”, es ante todo una forma de resistencia frente a los “poderes pastorales” encarnados por la moral, esto es, por la doma cristiana. El cristianismo introdujo la creencia de que Dios era el único marco de valores y solo él podía ser un referente de confianza, por lo que la comunidad se convirtió en el contexto insustancial de un drama estrictamente individual. Nietzsche primero y Foucault un siglo después detectaron que el cristianismo trastocó totalmente la temática pagana del cuidado de sí, al introducir la esperanza en una salvación en el más allá. En el mundo griego y romano clásico solo hay un “más allá” del que uno pueda ocuparse, y ese “más allá” está aquí, en el presente, en el terreno donde se desarrolla la tragedia de la vida. Por lo tanto, el cuidado de sí exige estar centrado en uno mismo, en el puesto que el sujeto ocupa entre los otros, en esa fusión de pasado y futuro donde el instante se hace eterno.

Solo desde esa perspectiva se puede entender el interés de Nietzsche por el estilo, por el espectáculo, por la “superficie”, por el ejercicio público de la excelencia. Si la estética es importante para Nietzsche es, precisamente, porque expresa “poder”, pero no entendido como “lucha por la vida” o como “dominio” despótico sobre los demás, sino como una forma de desbordar esa animalidad que indudablemente somos; en definitiva, un “poder” interpretado como “arte de vivir”.





[1] Incursiones intempestivas, aforismo 47.
[2] Michel Foucault, El cuidado de sí, p. 43.

27 jul 2016

3. NIETZSCHE Y EL CUIDADO DE SÍ. EL ETERNO RETORNO DE LO IDÉNTICO.



El eterno retorno de lo idéntico

Durante su estancia en Sils-Maria en el verano de 1881, Nietzsche consigue reunir material sobre el cultivo biológico y la evolución biológica. Su interés por los avances de las ciencias naturales no ha cesado nunca, pero, como hemos visto, en su obra hay un interés mucho mayor por otro tipo de cultivo y de desarrollo: el del “superhombre”, concebido como ser individual. Además, este superhombre encarna una transvaloración total, pero no por ello es un modelo nuevo; por el contrario, recuerda a un tipo de sujeto que ya apareció en la historia y que no representaría, en absoluto, un estadio superior o definitivo en la evolución de la especie humana.

El principal modo de selección para este superhombre sería la aceptación del “eterno retorno de lo idéntico”, paradigma absolutamente incompatible con el de la evolución. Aquel que es capaz de desvincularse de cualquier fe en el progreso, en un telos, en una trascendencia, y acepta que sus acciones pueden volver a repetirse, e incluso gozar con ello (amor fati), ese sujeto ya se ha elevado por encima de los últimos hombres. Es un modelo accesible para pocos, pero no inalcanzable: consiste en una reeducación de los instintos para su cura y sublimación.

La idea del eterno retorno le sirve al superhombre, a su voluntad de poder, como un criterio para la acción, como una guía para preferir y determinar lo que debe hacer. Es como si el superhombre debiera moverse en una tensión constante entre la voluntad de poder, que establece sus preferencias, sus síes y sus noes, sus impulsos ascendentes, y la aceptación del eterno retorno como límite de la realidad, como un sí a todo lo real (amor fati), lo que le obliga a retorcerse, a sacrificarse, a conocerse.

La segunda consecuencia del amor fati es que otorga al individuo un reconocimiento de su temporalidad, algo que resulta imposible desde la concepción lineal del tiempo. Frente a la linealidad judeo-cristina, que no es más que una traducción de la historia de la salvación (creación, pecado, valle de lágrimas, redención), y frente al optimismo progresista de la evolución, el pensamiento del eterno retorno consigue reunir en una síntesis las determinaciones temporales de pasado, presente y futuro, lo que permite que cada instante sea igual a la eternidad. En cada momento presente se condensa la totalidad del tiempo como eterno retorno de pasado y futuro. De esta forma, el superhombre se muestra dispuesto a luchar para que las cosas que deben suceder, sucedan; para que aquello que merece existir, exista: "Vive este momento de tal modo que desees revivirlo".

En definitiva, el amor fati, lejos de suponer un fatalismo o un modo de resignación ante el destino individual, nos anima a vencer esas resistencias que nos someten al miedo paralizante, a la resignación escéptica y a la siniestra pulsión inmunizadora que atraviesan al ser humano contemporáneo. El amor fati es un “sí a todo lo real”, una muestra de la indisociabilidad entre “yo” y “mundo”, una prueba de la armonía entre libertad y necesidad, un estímulo para lograr una vida artística que se desarrolle eternamente.

Al mismo tiempo, Nietzsche invocará también un proceso de “renaturalización” para proponer la necesidad de acabar con la desconfianza, el miedo y la represión de las fuerzas instintivas, por un lado, y sustituirlas por la confianza y la integración de las propias energías pulsionales, por otro. “El hombre es un animal cuyo tipo aún no está fijado”, afirma Nietzsche en Más allá del bien y del mal[1]. Lo que Nietzsche parece atisbar como terapia consiste, pues, es desmontar todas las capas de cultura que han esculpido, a lo largo de los siglos, el tipo de “hombre bueno”, cristiano, altruista, domesticado, para alumbrar espíritus lo bastante fuertes como para empujar hacia valoraciones contrapuestas e invertir “valores eternos”. Se trata de sujetos que, a partir de unos valores e instintos “sanos”, consigan “coaccionar a la voluntad de milenios a seguir nuevas vías”[2], aunque para ello deban convertirse en las malas conciencias de su época.

Las limitaciones del naturalismo y del positivismo llevaron a Nietzsche a buscar un excedente en el hombre que permitiera encontrar una vía de reconciliación total de los impulsos, una síntesis entre “voluntad de poder” y “amor fati”. A diferencia del “genio” romántico de su primera época, el superhombre será el resultado de grandes esfuerzos, de un sabio autoconocimiento personal y de un duro trabajo de cultivo sobre sí mismo. Solo así podrá alcanzar una síntesis de naturaleza y cultura, de pasado y futuro, de instintos y cualidades intelectuales a menudo enfrentadas. El superhombre, en consecuencia, designa menos una raza que un modelo de conducta individual, cultural, social, artístico.

Pero, por más que Nietzsche alumbre un nuevo camino, cualquier intento de elevación se encontrará con un obstáculo terrible: la “muerte de Dios”. El hombre necesita para vivir la ilusión de la salvación, de la justicia o de la verdad. Ahora bien, ¿cómo se puede otorgar un sentido a la vida y evitar el conformismo de los “últimos hombres” después de la “muerte de Dios”, cuando ya no hay un marco de valores único y común para todos, cuando se ha perdido un discurso de salvación compartido? ¿Qué papel juega la cultura en la formación del superhombre y qué papel juega uno mismo?



[1] Más allá del bien y del mal, aforismo 62.
[2] Más allá del bien y del mal, aforismo 203. 

26 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. BALANCE: EL SUPERHOMBRE FRENTE AL MODELO DEL DARWINISMO SOCIAL.



Balance: el superhombre frente al modelo del darwinismo social

A pesar de su crítica a Darwin en aspectos concretos, Nietzsche no puede sustraerse a la importancia de su planteamiento general. Hay en el científico inglés una idea general que Nietzsche, como todo el ambiente cultural de la época, acepta como incuestionable suposición de fondo: la aplicación de la hipótesis de la evolución a la sustancia biológica.

Nietzsche acepta que la antropogénesis a partir del reino animal conllevó una drástica desvirtuación del hombre y un mazazo a cualquier tesis idealista, sustancialista y dualista. El simio se convierte en un pariente cercano del hombre. La definición del hombre como producto de la evolución biológica conllevó que el llamado espíritu se entendiera como una función de una parte del cuerpo, de la cabeza, de la médula, del sistema nervioso. Nietzsche adquiere así un refuerzo científico a su intuición de que existe una “gran razón” del cuerpo. Ahora bien, esta naturalización del espíritu y la desvirtuación del hombre es solo una de las grandes consecuencias del darwinismo.

La segunda lección que extrae Nietzsche, en contra del sentido común de la época, es que esa “evolución” no es ni mucho menos un motivo de euforia. Si la evolución nos ha llevado hasta el hombre tal como lo conocemos, ¿qué nos hace pensar que todo era un proceso que conducía hasta este punto? ¿Acaso somos nosotros el tipo más elevado de hombre? ¿Acaso no puede haber, antes o después, un tipo de superhombre, un tipo más elevado incluso biológicamente?

Darwin nunca entró en tales fantasías, aunque fueron una tentación general en los debates intelectuales de la época. David Friedrich Strauss, por ejemplo, proclamó sin limitaciones la idea del crecimiento biológico. Eugen Dühring, al que Nietzsche leyó con interés, desarrolló el planteamiento de que la evolución condena a la mayoría de las especies a la degeneración y a la muerte, aunque el hombre probablemente tiene ante sí una enorme historia de éxitos. Son solo dos ejemplos que permiten sostener que las fantasías sobre la posibilidad de alcanzar un tipo biológicamente superior de hombre eran contemporáneas al auge del darwinismo.

Es precisamente este “darwinismo vulgar” lo que Nietzsche intenta dejar atrás. Su superhombre no tiene nada que ver con el darwinismo, por mucho que acepte la tesis básica de la evolución, ni tampoco con el idealismo alemán. Llegados a este punto, la cuestión consiste en descifrar si las tesis de Nietzsche sobre la voluntad de poder y el restablecimiento de la salud a partir de la enfermedad no anulan el naturalismo que parecía inspirar sus primeras interpretaciones, dando lugar a una humanización de la naturaleza más que a una naturalización del hombre.

Lo que sí es indudable es que la evolución de la especie humana no ha seguido, para Nietzsche, un curso conforme a la selección natural positiva descrita por los darwinistas. Por el contrario, el auge del nihilismo y la rebelión de los esclavos es una historia humana, demasiado humana, que muestra la victoria de los débiles sobre los fuertes, de los resentidos frente a los fuertes. Por eso le parece que afirmar un “progreso de la especie” no es más que la afirmación menos sensata posible, y sostener que los individuos superiores se han desarrollado a partir de los inferiores es algo que no está probado en absoluto.

Es así como Nietzsche va más allá de una mera crítica del utilitarismo mecanicista de Darwin y ataca más bien el ideal de progreso que encierra el evolucionismo. El hombre como especie no es un progreso. Por mucho que existan hombres individuales excelentes, esa excelencia no se mantiene. El hombre como especie no representa ningún progreso en relación con otro animal. Igualmente, el mundo de los animales y de las plantas no pasa de lo inferior a lo superior, sino que todo se desarrolla al mismo tiempo, en constante lucha, en una interconexión permanente, siendo los tipos más complejos, los seres superiores, los primeros en desaparecer:

“Anti-Darwin.- En lo que se refiere a la famosa “lucha por la vida”, a mí a veces me parece más aseverada que probada. Se da, pero como excepción; el aspecto de conjunto de la vida no es la situación menesterosa, la situación de hambre, sino más bien la riqueza, la exuberancia, incluso la prodigalidad absurda, —donde se lucha, se lucha por el poder—. No debe confundirse a Malthus con la naturaleza. Pero suponiendo que esa lucha exista —y de hecho se da—, termina, por desgracia, al revés de como lo desea la escuela de Darwin, al revés de cómo acaso sería lícito desearlo con ella: a saber, en detrimento de los fuertes, de los privilegiados, de las excepciones afortunadas. Las especies no van creciendo en perfección: los débiles dominan una y otra vez a los fuertes —es que ellos son el gran número, es que ellos son también más inteligentes…—- Darwin ha olvidado el espíritu (¡eso es inglés!), los débiles tienen más espíritu. Hay que tener necesidad de espíritu para llegar a adquirirlo, se lo pierde cuando ya no se tiene necesidad de él. Quien tiene fortaleza prescinde del espíritu (¡dejad que se extinga!, se piensa ahora en Alemania, nos quedará necesariamente el Reich). Yo entiendo por espíritu, como se ve, la previsión, la paciencia, la astucia, la simulación, el gran dominio de sí mismo y todo lo que es mimicry (mimetismo); esto último abarca una gran parte de la llamada “virtud”.”[1]


Como se puede apreciar, Nietzsche no discute tanto el plano científico del darwinismo (“suponiendo que esa lucha exista —y de hecho se da”) como las consecuencias morales que implica, con la victoria de los débiles “en detrimento de los fuertes, de los privilegiados, de las excepciones afortunadas”. Nietzsche lamenta la teología moral que reflejan los ideales humanitarios “vulgares” de su época, claramente empapados de moralismo cristiano.

El propio Darwin no escapó a esa tentación moralizante en su obra El origen del hombre (1871), donde postula, siguiendo la tradición moral inglesa, un progreso constante gracias a la selección natural y el ascenso de toda la humanidad a una moral universalista y humanista. Es contra esta moralización contra la que se rebela Nietzsche en su última etapa. Se burla de los intentos de Spencer por disolver la contradicción entre egoísmo y altruismo y condena la asimilación que realiza entre lo bueno y lo útil. Para Nietzsche, son innegables los efectos de la maldad y la crueldad en los fenómenos evolutivos. Sería difícil imaginar el destino del ser humano sin sus impulsos de maldad, envidia o codicia. El hombre de Spencer, para Nietzsche, es un sujeto castrado y uniformizado. Por lo tanto, las referencias al Nietzsche tardío como darwinista-social (Machado) no pueden ser más desafortunadas. A los ojos de Nietzsche, Spencer no es más que un decadente que postula una filosofía de tendero.

El progresismo del darwinismo —o, lo que es lo mismo, el llamado “darwinismo social”— es para Nietzsche una consecuencia del proceso nihilista de la cultura europea. Nietzsche busca una recuperación de un modelo de hombre más digno, pletórico, múltiple, abierto y excelente, sin negar por ello el gran descubrimiento de Darwin, a saber: que el hombre comparte una historia evolutiva con el simio y que, en gran medida, es un simio. Como Darwin y como Rée, Nietzsche cree en el origen natural de la moral. Puede aceptar parcialmente la teoría darwiniana de los “instintos sociales” por su utilidad para la vida. Sin embargo, mientras que Darwin interpreta la moral humanista como un progreso, el vitalismo de Nietzsche postula que la moral y la consciencia acaban siendo principios hostiles a la vida. La moral se ha convertido en un arma en la lucha por la vida, pero siempre al servicio de la voluntad de poder negativa o reactiva, de la vida resentida de los esclavos o de esos hombres gregarios y conformistas cuyo triunfo anuncia.

Así habló Zaratustra (1883) comienza con un planteamiento que nos permite comprobar cómo Nietzsche, aun afirmando expresamente la tesis central del darwinismo, se aleja del optimismo del evolucionismo y busca un modelo de hombre diferente. Zaratustra sale de su cueva y anuncia al pueblo la evolución recorrida:

“¡Habéis ya recorrido el sendero que va desde el gusano al hombre, pero queda aún en vosotros mucho de gusano! En tiempos pasados fuisteis simios, ¡pero ahora es el hombre más simio que cualquier simio! Y el más sabio de todos vosotros no pasa de ser una realidad disparatada, un ser híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os digo yo que os transforméis en plantas o fantasmas? Escuchadme, os diré qué es el superhombre: el superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!”.[2]


En definitiva, Nietzsche hace un llamamiento a la voluntad humana y no a una ley o a un ciego mecanismo evolutivo. No es la especie humana o la evolución en general lo que preocupa a Nietzsche, sino la emergencia de vidas afirmativas, de espíritus trágicos, de dominadores de sí mismos. No es el progreso de la humanidad lo que busca, sino una denuncia del modelo de hombre sumido en el conformismo —el “homo pamphagus” que se alimenta de todo, sin criterio alguno— para estimular la emergencia de hombres superiores, y que lo sean por algo más que el fruto del azar:

“La humanidad no representa, tal como hoy se cree, una evolución hacia algo mejor, más fuerte, más elevado. El “progreso” no es más que una idea moderna, y por consiguiente una idea falsa. El europeo de hoy continúa estando, en cuanto a su valor, muy por debajo del europeo del Renacimiento. Evolucionar hacia el futuro no significa, por definición y en virtud de una especie de necesidad, elevarse, realzarse, fortalecerse. Por el contrario, se puede observar que, en puntos muy distintos de la tierra y surgiendo del seno de las más diferentes culturas, aparecen continuamente casos excepcionales. Tales casos constituyen un tipo superior que, de hecho, se presenta a sí mismo sin más; que, respecto al conjunto de la humanidad, es una especie de superhombre. Esos casos afortunados extraordinariamente logrados han sido posibles, y tan vez continúen siéndolo siempre. En especiales circunstancias, esa buena suerte puede afectar a generaciones, a estirpes, a pueblos enteros”[3]




[1] El crepúsculo de los ídolos, aforismo 14, p. 101.
[2] Así habló Zaratustra. Pag. 6.
[3] El Antricristo, aforismo 4, p. 31.

25 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. LA POLÉMICA DE LA EUGENESIA.



La educación como factor de degeneración

En el capítulo de El crepúsculo de los ídolos titulado Los mejoradores de la humanidad, Nietzsche opone dos modos de educación posibles: la doma (domesticación) y la cría (crianza). La domesticación del hombre es el modelo educativo elegido por aquellos que, como los sacerdotes cristianos, pretenden mejorar la especie humana y lo único que consiguen es uniformizarla, encogerla y enfermarla:

“Llamar a la doma de un animal su mejoramiento es algo que a nuestros oídos suena casi a broma. Quien sabe lo que ocurre en las casas de fieras pone en duda que en ellas la bestia sea mejorada. Es debilitada, es hecha menos dañina, es convertida, mediante el afecto depresivo del miedo, mediante el dolor, mediante las heridas, mediante el hambre, en una bestia enfermiza. (…) Dicho fisiológicamente: en la lucha con la bestia el ponerla enferma puede ser el único medio de debilitarla. Esto lo entendió la Iglesia: echó a perder al hombre, lo debilitó; pero pretendió haberlo mejorado”[1].

A esa moral y a esa doma cristianas Nietzsche opone el modelo de la cría, tomando como ejemplo la moral india sancionada como religión en la “Ley de Manu”:

“La tarea aquí planteada consiste en criar a la vez nada menos que cuatro razas: una sacerdotal, otra guerrera, una de comerciantes y agricultores, y finalmente una raza de sirvientes, los sudras. Es evidente que aquí no nos encontramos ya entre domadores de animales: una especie cien veces más suave y racional de hombres es el presupuesto para concebir siquiera el plan de una cría. Viniendo del aire cristiano, que es un aire de enfermos y de cárcel, uno respira aliviado al entrar en este mundo más sano, más elevado, más amplio. ¡Qué miserable es el Nuevo Testamento comparado con Manu, qué mal huele!”[2].


Nietzsche detecta en la Ley de Manu una expresión de la raza aria, “totalmente pura, totalmente primitiva”. Sin embargo, la moral hindú muestra también, según Nietzsche, el mecanismo que hizo nacer la moral judeo-cristiana de los esclavos, a partir del resentimiento de los chandala (los parias) contra los hombres superiores:

“Pero también esta organización tenía necesidad de ser terrible, esta vez no en la lucha con la bestia, sino con su concepto antitético, con el hombre-no-de-cría, el hombre mestizo, el chandala. Y, de nuevo, para hacerlo inocuo, para hacerlo débil, esa organización no tenía otro medio que ponerlo enfermo” [3].


Los dos modelos tradicionales de educación analizados por Nietzsche, la domesticación y la crianza, le llevan a afirmar que todos los medios con que se ha pretendido hacer moral a la humanidad han sido radicalmente inmorales. Tampoco es casualidad que Nietzsche haga uso de dos términos zoológicos para referirse a esas técnicas de adiestramiento. En Más allá del bien y del mal, Nietzsche admite la animalidad del hombre y muestra cómo el cristianismo y el budismo, las dos grandes religiones, han contribuido a hacer del superhombre un ser inferior y han provocado un “deterioro de la raza”, concepción que parece reducir al hombre a mera animalidad:

“En el hombre, como en todas las demás especies animales, hay un excedente de fracasados, de enfermos, de degenerados, de débiles, de seres entregados al sufrimiento. Los éxitos, si se considera que el hombre es el animal cuyo tipo no está fijado, la muy rara excepción. Pero hay más aún: cuanto más alto está en la jerarquía el tipo humano que representa a un hombre, tanto más inverosímil es que consiga prosperar. El azar, la ley del absurdo en la economía global de la humanidad, no se manifiesta en ninguna parte de manera más espantosa que en la acción destructiva que estos factores ejercen sobre los hombres superiores cuyas condiciones de existencia son delicadas, complejas y difícilmente previsibles. ¿Cómo se comportan las dos grandes religiones, el cristianismo y el budismo, respecto de estos numerosos fracasados? Intentan hacerles sobrevivir (…). Por mucho que se estime esta solicitud, estos cuidados y consideraciones que aprovechan también y han aprovechado siempre al tipo humano superior, las religiones que han reinado como soberanas hasta hoy, han contribuido en gran medida a mantener el tipo del hombre a un nivel inferior; han conservado demasiados seres que debieran haber perecido (…). ¿Qué no hubieran hecho además, esforzándose por cumplimiento en la conservación de todos los enfermos y todos los que sufren, es decir, real y verdaderamente, trabajando en el deterioro de la raza europea?”[4]

Tras este diagnóstico, Nietzsche añade:

“¡Invertir todos estos valores: eso es lo que faltaba por hacer! Y quebrantar a los fuertes, debilitar las grandes esperanzas, hacer sospechosa la dicha que da la belleza, abatir todos los sentimientos de orgullo, de virilidad, de conquista, de dominación, todos los instintos propios del tipo humano más elevado y más logrado, transformarlos en incertidumbre, en remordimiento de conciencia, en gusto por destruirse, transformar incluso en odio terrenal lo que era amor terrenal: tal fue la tarea que se impuso la Iglesia y que debía imponerse hasta que, finalmente, lograse fundir en una misma noción el renunciamiento del mundo y la mortificación de los sentidos, de una parte, y la noción de “superhombre”, de otra.”[5]


Visto así, no sorprende que algunos hayan interpretado la educación deseada por el último Nietzsche como un adiestramiento en el que se promueve la selección constante de personas vigorosas para la reproducción, el emparejamiento de padres sanos, el fortalecimiento físico de la mujer o el recurso a la gimnasia. La gran educación de Nietzsche apunta hacia una “cría selectiva de la humanidad, incluida la inexorable aniquilación de todo lo degenerado y parasitario”[6]. La educación no debe tener por objetivo la formación de individuos útiles para la sociedad, sino que debe perseguir que la sociedad, en su forma actual, sirva solamente como medio en manos de una raza más fuerte, una raza que viva aislada, cultivándose a sí misma, dedicada al arte y a la belleza, como un invernadero de plantas raras y escogidas.

En el último Nietzsche hay afirmaciones de un elitismo despiadado, cruel, indudablemente repugnante para el lector demócrata. Sin embargo, las diferentes etapas de Nietzsche muestran un interés por una paideia infinitamente más rica, más próxima a Voltaire que a un campo de entrenamiento espartano. En toda la obra de Nietzsche hay una preocupación sincera por la peligrosa uniformización de la sociedad y una apuesta por abrir nuevos horizontes para un individuo superior, más rico, expresión de nuestra pluralidad de impulsos, síntesis perfecta de naturaleza y cultura.



[1] El crepúsculo de los ídolos (p. 78).
[2] El crepúsculo de los ídolos (p. 79).
[3] El crepúsculo de los ídolos (p. 80).
[4] Más allá del bien y del mal, aforismo 62 (p. 97).
[5] Más allá del bien y del mal, aforismo 62 (p. 98).
[6] Un poco de caos para alumbra una estrella danzarina. Nietzsche y el espíritu trágico. Jacinto Rivera de Rosales, p. 138.

24 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. DARWIN, SPENCER Y LA ANGLOFOBIA DE NIETZSCHE.


Darwin, Spencer y la anglofobia de Nietzsche

La crítica al optimismo progresista y al carácter utilitario y mecánico de las explicaciones darwinistas se acentúa debido a la innegable y visceral anglofobia de Nietzsche. El sistema de Darwin, según Nietzsche, parece una reescritura en el terreno biológico de las tesis económicas de Malthus, en el sentido de que la lucha por la vida parece desencadenarse en situaciones de penuria. Darwin, por su parte, nunca negó su deuda con Malthus, e incluso en El origen de las especies aceptó expresamente el principio malthusiano según el cual los recursos siempre son inferiores a las necesidades. De acuerdo con este principio, tiene que producirse una competición dentro de la misma especie para lograr alimentos, al igual que entre distintos grupos de organismos:

“Es esta (la lucha por la existencia entre todos los seres orgánicos) la doctrina de Malthus aplicada al conjunto de los reinos animal y vegetal. Como de cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir y como, en consecuencia, hay una lucha por la vida, que se repite frecuentemente, se sigue que todo ser, si varía, por débilmente que sea, de algún modo provechoso para él bajo las complejas y a veces variables condiciones de vida, tendrá mayor probabilidad de sobrevivir y de ser así naturalmente seleccionado”[1].


Más duro aún será Nietzsche con otro autor inglés en boga, Herbert Spencer, que captó su atención durante los años ochenta y a quien se enfrenta expresamente en sus obras posteriores a Humano, demasiado humano. El interés de Nietzsche por la obra de Spencer titulada The data of ethics (1879)[2] revela la oposición del filósofo alemán a los intentos evolucionistas de proponer un fundamento moral en la historia evolutiva de la especie. En concreto, lo que a Nietzsche le parece totalmente insostenible del planteamiento de Spencer es el establecimiento de esa linealidad universal desde lo simple hasta lo complejo, desde lo homogéneo hasta lo heterogéneo. Una linealidad, además, unida siempre a un progresivo perfeccionamiento de los organismos, como si la naturaleza actuara guiada hacia un fin último, dirigida por unas leyes ascendentes e inexorables que siguen un plan previamente diseñado.

Nietzsche no duda en calificar a Spencer de “exaltador del finalismo de la evolución”, ya que parece conocer cuáles son las circunstancias favorables para el desarrollo de un ser orgánico, y eso, para Nietzsche, es penetrar en un terreno insondable. No es posible conocer a priori el camino hacia el que se dirige la especie, pues en la naturaleza se asiste a una progresiva adaptación de los organismos y las funciones, con el fin de incrementar y conservar la vida. Nietzsche objeta explícitamente a Spencer que precisamente “la desazón que deriva de la no adaptación, condiciones transitorias y causales de desarrollo, podrían demostrarse en cambio como lo más útil”[3].

Nietzsche considera que estas teleologías son meros consuelos e ilusiones que buscan hacer del “altruismo” un resultado moral derivado de leyes fisiológicas. Nietzsche no puede mirar con más escepticismo tales planteamientos, ya que reconoce la huella de las ideas modernas, del nihilismo, de ese proceso de decadencia y empeñecimiento del ser humano y de sus valores que llevaba años criticando con intensidad creciente. Los “últimos hombres” denostados por Nietzsche no aspiran más que a una vida inmunizada, a una autoconservación, a un equilibrio estático al que la moral dominante, apoyada por la moda evolucionista, intenta ponerle el refrendo de la naturaleza. Los estudiosos y los moralistas, y muy especialmente los ingleses, intentan hacer creer que la biología empuja hacia la cooperación y la sociabilidad, haciendo pasar por científico y natural lo que no es más que una construcción humana, demasiado humana. La “lucha por la vida” darwiniana aparece a los ojos de Nietzsche como el “conatus” de Spinoza, esto es, como un síntoma de una fisiología decadente, muy alejada de su proyecto de los “hombres superiores” y de su tesis sobre la “voluntad de poder”.

En efecto, el interés de Nietzsche por hacer de la “voluntad de poder” un hilo conductor de toda su filosofía hay que ponerlo en relación con su disputa con este “clima cultural” positivista y evolucionista que los ingleses empezaban a propagar por toda Europa. El dinamismo vital propuesto por Nietzsche contrasta con el mecanismo de la adaptación, que pasa por alto la fuerza activa y espontánea del organismo y se ocupa solamente de su componente reactivo.

Frente a la “mediocridad” del espíritu inglés, Nietzsche pone como ejemplo a Jean-Baptiste Lamarck, naturalista francés que para él representa un “evolucionismo” más sutil e inteligente. La tesis nietzscheana de la voluntad de poder, esto es, de crecimiento y autosuperación, consiste en un exceso o excedente de fuerzas interiores que buscan apropiarse y moldear lo exterior. Así se comprende mucho mejor por qué a Nietzsche le atrae mucho más el transformismo lamarckiano, que pone el acento sobre el esfuerzo individual y el uso de los órganos  en la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos, que las tesis darwinianas, según las cuales la selección natural consiste en adaptaciones mecánicas del organismo a las condiciones exteriores.




[1] Charles Darwin El origen de las especies. Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral (2002).
[2] Tal como revela María Cristina Fornari (Nietzsche y el darwinismo, p. 97), Nietzsche pidió insistentemente a su editor esta obra en su traducción alemana, y aún hoy se sigue conservando en la biblioteca de Nietzsche, llena de notas y glosas al margen. Por lo tanto, el interés de Nietzsche por rebatir los argumentos de Spencer es incuestionable.
[3] Íbidem, p. 98.

23 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. LA CRÍTICA AL DARWINISMO DESDE LA VOLUNTAD DE PODER.


La crítica al darwinismo desde la voluntad de poder

Los estudios de Darwin sobre la evolución de la especie sostienen que la supervivencia depende de la capacidad de adaptación al medio. Los organismos que mejor se adaptan alcanzan su madurez, se reproducen y transmiten sus características a la descendencia. En unos casos, lo que permite que las especies se adapten es el mimetismo con el entorno; en otros, es su agudeza visual, sensitiva, olfativa, etc., lo que les permite tener una ventaja competitiva. De estas ideas básicas de Darwin se derivan dos conclusiones cruciales desde el punto de vista de la evolución.

La primera conclusión es que resulta factible que el orden se origine a partir de un desorden inicial. Esta posibilidad ya fue contemplada por los atomistas griegos, principalmente por Demócrito, pero  les resultó imposible explicar el mecanismo por el que de una masa amorfa de materia (por ejemplo, la lava expulsada de los volcanes) pudieran surgir cuerpos con forma reconocible. Darwin encontró ese mecanismo en la llamada “struggle for life”. Además, gracias a la heredabilidad de los caracteres adquiridos, las capacidades para sobrevivir se transmiten a la descendencia. El mecanismo de la supervivencia describe una lucha sin cuartel entre todos los seres vivos en la que solo unos pocos son afortunados y logran reproducirse. Pero, aunque esto pudiera parecer una cosmovisión terrible, en el fondo engendra beneficios futuros, es decir, es una fuente de progreso. El resultado de la lucha por la vida es que los organismos del futuro resultarán más perfectos, más adaptados y mejorarán las capacidades de los pobladores actuales para superar los obstáculos naturales.

La segunda conclusión de las tesis de Darwin es que, al haberse localizado un mecanismo natural que se ha perfeccionado durante millones de años, cualquier actuación cultural de signo contrario resulta prácticamente inútil. Así, por ejemplo, una acción movida por la justicia se chocará contra el muro de los millones de años de evolución natural. El ser humano está subido a un tren del progreso y, además, ese tren no puede detenerse. Los seres humanos están destinados a contemplar la sangrienta lucha por la supervivencia sin intervenir, puesto que sus acciones frenarían el progreso en lugar de impulsarlo.

Nietzsche se esforzó por explicar lo humano a partir de los condicionamientos del cuerpo y de su entorno natural y social; sin embargo, en su última etapa criticó con dureza las dos conclusiones fundamentales del darwinismo, esto es, su lado más utilitario y mecánico, así como el ideal de progreso inexorable que lleva asociado.

En efecto, Nietzsche insistió en que la ley o principio de la vida no consiste en una mera lucha por la supervivencia de carácter biológico, sino en la voluntad de poder. La crítica del utilitarismo inspira la idea de que la lucha por la vida requiere unos medios que van más allá del aumento de la fuerza. El utilitarismo no puede explicar la aparición de un órgano; de hecho, mientras un órgano se forma no hay ninguna utilidad para la vida. Son precisamente las deficiencias, las debilidades y la degeneración las que sirven de estímulo para el desarrollo de otros órganos. Es en las situaciones de impotencia cuando se ponen a prueba la resistencia y la cohesión de los individuos. De esta forma, el planteamiento de Nietzsche es casi inverso al de Darwin; es como si no fuera el más fuerte el que más posibilidades tuviera de sobrevivir, sino el más débil, el envenenado, el degenerado, el impotente.

En un aforismo póstumo de 1885, titulado Sobre el darwinismo, Nietzsche parece recuperar la teoría darwiniana de los instintos sociales: cuanto más alta es la solidaridad del grupo, más posibilidades tiene el individuo de sobrevivir. Sin embargo, Nietzsche da completamente la vuelta al argumento al afirmar que es precisamente la estabilidad del grupo la que puede conducir al embrutecimiento del individuo:

“Las naturalezas que se degradan.- Las ligeras degeneraciones son de la más alta importancia. Allá donde debe intervenir un progreso, automáticamente hay un debilitamiento previo. Las naturalezas más fuertes fijan el tipo y ellas aguantan. No es la lucha por la vida el principio de todo. Aumento de la fuerza estable por un sentimiento común experimentado por el hombre, posibilidad de alcanzar metas superiores gracias a naturalezas que degeneran y por debilitamientos parciales de la fuerza estable. La naturaleza más débil hace posible todo progreso”[1].


De esta forma, Nietzsche invierte el ideal de progreso entendido como “the survival of the fittest” (Spencer) y descubre que el verdadero progreso nace de la degeneración de la especie. Un organismo, ya sea individual o colectivo, es para Nietzsche un juego de fuerzas que se enfrentan y se constituyen en jerarquía. El organismo se revelerá como sano y aumentará sus posibilidades de selección en la medida en que consiga disciplinar, dirigir y explotar en su provecho esas fuerzas antagónicas. Es más, Nietzsche llega a afirmar que la salud supone la inoculación y el control de la enfermedad. La victoria mecánica del más fuerte (Darwin) podría conllevar, paradójicamente, una estabilización general, conduciendo a la especie hacia la esclerosis, la uniformización, el triunfo de la mediocridad y la muerte entrópica. Aquello que puede ser útil para la duración de un individuo puede ser nocivo para su fuerza y su esplendor. Como decía Nietzsche, los alemanes compusieron las más grandes obras musicales porque conocían el sufrimiento.

Otro hecho llamativo es que, a principios de los años ochenta, Nietzsche lee la obra de Wilhelm Roux, célebre zoólogo y fundador de la “mecánica de la evolución”. Roux refuerza su convicción de que el organismo es un lugar de enfrentamiento de células antagónicas que pueden agruparse provisionalmente bajo la tutela de una fuerza unificadora. Nietzsche utiliza estos argumentos para rechazar la explicación general del evolucionismo, según la cual la adaptación al medio es el factor principal de la evolución de la especie. Más allá de la autoconservación, es la “voluntad de poder” la que actúa como principio de la vida. La vida no es una adaptación de las condiciones interiores a las exteriores, sino una voluntad de poder que, desde el interior, se somete y se incorpora progresivamente a los elementos exteriores. La adaptación es un comportamiento puramente reactivo que, según Nietzsche, no puede conllevar un aumento de la fuerza interior. Desde entonces, la “lucha por la vida” le parece una restricción del instinto de vida.




[1] Fragmentos póstumos, Friedrich Nietzsche. KSA VIII, p- 257/258. Citado en Gilbert Merlio, p. 133.

22 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. EL NIETZSCHE ILUSTRADO DE HUMANO, DEMASIADO HUMANO.



El Nietzsche ilustrado de Humano, demasiado humano

A mediados de la década de los setenta, por tanto, Nietzsche está iniciando un giro que lo alejará de Wagner y, en menor medida, de Schopenhauer. Siente la necesidad de iniciar una investigación de nuestras construcciones gnoseológicas y morales, con el fin de desenmascarar el pretendido carácter absoluto de lo que en realidad es histórico y de sustituir las grandes e improbables tesis metafísicas por los modestos pero importantes resultados de las ciencias naturales.

La aproximación de Nietzsche a la ciencia ha de ser comprendida, pues, como parte de su crítica a las interpretaciones metafísicas y suprahistóricas. Gracias a su valor metodológico, la ciencia es un procedimiento interpretativo más riguroso que el propio de las explicaciones metafísicas. Al mismo tiempo, en virtud de su valor histórico-cultural, la ciencia es el tipo de actividad cognoscitiva que mejor sintoniza con un tipo de civilización más abierta, segura de sí, consciente del carácter experimental de la existencia y de la inconveniencia de hipótesis demasiado extremas y cerradas para fundar sus discursos y prácticas:

“Pecado original de los filósofos.— Todos los filósofos tienen el defecto común de partir del hombre actual y cree que con un análisis del mismo llegan a la meta. (…) El pecado original de todos los filósofos es la falta de sentido histórico. (…) Ahora bien, todo lo esencial de la evolución humana sucedió en tiempos remotos, muchos antes de esos cuatro mil años que nosotros más o menos conocemos; en estos el hombre no puede haber cambiado mucho. Pero entonces el filósofo percibe en el hombre actual “instintos” y supone que estos forman parte de los datos inalterables del hombre y pueden, por tanto, ofrecer una clave para la comprensión del mundo en general. Toda la teleología está construida sobre el hecho de que se habla del hombre en los últimos cuatro milenios como de un hombre eterno al que todas las cosas del mundo están naturalmente orientadas desde un principio. Pero todo ha devenido; no hay datos eternos, lo mismo que no hay verdades absolutas. Por eso de ahora en adelante es necesario el filósofo histórico y con este la virtud de la modestia.[1]


En este párrafo se puede apreciar cómo Nietzsche acepta el hecho de la evolución y, al mismo tiempo, critica su teleología implícita, si bien acusa de esta a los filósofos. Nietzsche opondrá a la mirada metafísica de los filósofos la seria observación psicológica, histórica y antropológica. El darwinismo cumple así un papel importante para Nietzsche, en la medida en que le permite replantear en términos científicos aquellos temas y problemas que habían despertado su atención desde el principio: la búsqueda de una verdad de presupuestos pragmáticos y sociales, el carácter “fluido” de nuestras experiencias y el impulso a un conocimiento sin engaños.

No es casualidad que Humano, demasiado humano comience con el rechazo del dualismo metafísico entre un mundo real y un mundo trascendente y promoviendo la imposibilidad de realizar una filosofía histórico-crítica sin contar con las ciencias naturales. Es, sin duda, la obra de Nietzsche más deudora con el joven prusiano Paul Rée, admirador del darwinismo y con quien compartió en Sorrento la gestación de este título. No es tampoco casual que en esa misma época, concretamente en 1877, Rée publicara El origen de los sentimientos morales, una obra que trata de tender un puente entre el darwinismo y las ciencias humanas. La huella de Rée se deja apreciar especialmente en el estudio de los conceptos clave de “egoísmo” y “altruismo”, que son reconducidos a las estrategias de conservación del hombre.

En este período, Nietzsche parece estar dispuesto a suscribir un punto de vista utilitarista para la definición de los valores morales. En el ser humano primitivo, el punto de vista utilitarista coincide completamente con la conservación del grupo al que pertenece; pero, anticipando la que será su necesidad de libertad frente a la comunidad, Nietzsche reivindica una moral del individuo maduro que intente cosas nuevas y no se limite a conformarse con el mantenimiento del orden en la tribu. Las naturalezas degeneradas tienen en este punto una importancia extraordinaria. Allá donde se produzca un progreso tiene que haber un debilitamiento. Así, la lucha por la existencia no sería el principio más importante para el progreso; por el contrario, sería la naturaleza más degenerada, en cuanto más libre y más noble, la que haría posible el progreso:

“Ennoblecimiento por degeneración.— (…) No parece que la famosa lucha por la existencia sea el único punto de vista desde el que pueda explicarse el progreso o el fortalecimiento de un hombre, de una raza. Más bien deben concurrir dos factores: en primer lugar, el aumento de la fuerza estable mediante la ligazón de los espíritus en una fe y en un sentimiento comunal, luego la posibilidad de alcanzar metas superiores debido a la aparición de naturalezas que degeneran y, como consecuencia de estas, debilitamiento y lesiones parciales de la fuerza estable; precisamente la naturaleza más débil, en cuanto la más delicada y libre, es la que hace posible todo progreso en general. Un pueblo que en algún punto se gangrena y se debilita, pero que en conjunto está todavía fuerte y sano, es capaz de absorber y de incorporar con ventaja la inoculación de lo nuevo. En el hombre singular, la tarea de la educación reza así: imbuirle tal firmeza y seguridad, que como conjunto no pueda ser nunca desviado de su meta. Pero entonces en educador tiene que infligirle heridas o aprovechar las heridas para que le asesta el destino, y cuando han nacido así el dolor y la enfermedad, entonces puede también inoculársele en los lugares heridos algo noble y nuevo. Toda su naturaleza lo acogerá y más tarde dejará que el ennoblecimiento se perciba en sus frutos. (…) Solo dada la máxima duración, seguramente cimentada y garantizada, es posible, en general, una evolución constante y una inoculación ennoblecedora. Por supuesto, contra ello se defenderá habitualmente la autoridad, la peligrosa acompañante de toda duración.[2]


En este párrafo se vuelve a apreciar la recepción ambivalente del darwinismo por parte de Nietzsche. De un lado, aceptación del hecho evolutivo; de otro, insuficiencia de esa hipótesis para realizar una genealogía, un diagnóstico o una crítica histórico-cultural de la modernidad y del individuo contemporáneo. Frente a la tesis de la “lucha por la existencia”, la hipótesis del “ennoblecimiento mediante la degeneración” —tematizada por primera vez en Humano, demasiado humano— se convertirá ya en una constante en la obra de Nietzsche: será el signo distintivo de las naturalezas superiores, capaces de soportar incursiones causales en la propia conformación orgánica e instintiva.

El método genealógico que comienza a aplicar a partir de Humano, demasiado humano aspira a retroceder hasta el origen de los fenómenos humanos y, muy especialmente, de los sentimientos morales, los cuales se presentan como el resultado de una larga evolución orgánica, desde el nacimiento de la vida hasta el desarrollo de la razón y de la consciencia. Nietzsche, al igual que Darwin, considera que la consciencia es una producción de la vida, por lo que subraya la utilidad vital o social de algunos valores humanos y morales. Todos estos valores no son más que instrumentos útiles en la lucha por la vida.

Sin embargo, también en esta etapa empiezan a detectarse las grietas insalvables que separan a Nietzsche de Darwin. Lo que les aleja es, básicamente, la importancia que el primero concede a la historia y la moral en perjuicio de los procesos físicos-químicos del organismo humano. Darwin considera que lo que llamamos moral es un resultado de la evolución, un progreso de la especie y una afirmación de la vida, mientras que para Nietzsche es más bien una amenaza, una fuente de degeneración, una reducción de la vitalidad contra la que hay que rebelarse:

“Ciclo de la humanidad.— Quizá no sea toda la humanidad más que una fase evolutiva de una determinada especie animal de duración limitada, de modo que el hombre procede del mono y volverá a convertirse en mono, mientras que no hay nadie que se tome ningún interés en este sorprendente desenlace de comedia. Así como con la decadencia de la cultura romana y su causa más importante, la propagación del cristianismo, prevaleció dentro del Imperio romano un afeamiento general del hombre, así también podría la venidera decadencia de la cultura terrestre general acarrear un afeamiento mucho más acusado y finalmente un embrutecimiento del hombre hasta lo simiesco. Precisamente porque podemos encarar esta perspectiva, estamos quizá en condiciones de prevenir semejante final futuro”[3].





[1] Humano, demasiado humano. Aforismo 2, p. 44.
[2] Humano, demasiado humano. Aforismo 224, pags. 151 y 152.
[3] Humano, demasiado humano. Aforismo 247, p. 162.