La crítica al
darwinismo desde la voluntad de poder
Los estudios de Darwin sobre la evolución de la especie
sostienen que la supervivencia depende de la capacidad de adaptación al medio.
Los organismos que mejor se adaptan alcanzan su madurez, se reproducen y
transmiten sus características a la descendencia. En unos casos, lo que permite
que las especies se adapten es el mimetismo con el entorno; en otros, es su
agudeza visual, sensitiva, olfativa, etc., lo que les permite tener una ventaja
competitiva. De estas ideas básicas de Darwin se derivan dos conclusiones cruciales
desde el punto de vista de la evolución.
La primera conclusión es que resulta factible que el orden
se origine a partir de un desorden inicial. Esta posibilidad ya fue contemplada
por los atomistas griegos, principalmente por Demócrito, pero les resultó imposible explicar el mecanismo
por el que de una masa amorfa de materia (por ejemplo, la lava expulsada de los
volcanes) pudieran surgir cuerpos con forma reconocible. Darwin encontró ese
mecanismo en la llamada “struggle for
life”. Además, gracias a la heredabilidad de los caracteres adquiridos, las
capacidades para sobrevivir se transmiten a la descendencia. El mecanismo de la
supervivencia describe una lucha sin cuartel entre todos los seres vivos en la
que solo unos pocos son afortunados y logran reproducirse. Pero, aunque esto
pudiera parecer una cosmovisión terrible, en el fondo engendra beneficios
futuros, es decir, es una fuente de progreso. El resultado de la lucha por la
vida es que los organismos del futuro resultarán más perfectos, más adaptados y
mejorarán las capacidades de los pobladores actuales para superar los
obstáculos naturales.
La segunda conclusión de las tesis de Darwin es que, al haberse
localizado un mecanismo natural que se ha perfeccionado durante millones de
años, cualquier actuación cultural de signo contrario resulta prácticamente
inútil. Así, por ejemplo, una acción movida por la justicia se chocará contra
el muro de los millones de años de evolución natural. El ser humano está subido
a un tren del progreso y, además, ese tren no puede detenerse. Los seres
humanos están destinados a contemplar la sangrienta lucha por la supervivencia
sin intervenir, puesto que sus acciones frenarían el progreso en lugar de
impulsarlo.
Nietzsche se esforzó por explicar lo humano a partir de los
condicionamientos del cuerpo y de su entorno natural y social; sin embargo, en
su última etapa criticó con dureza las dos conclusiones fundamentales del
darwinismo, esto es, su lado más utilitario y mecánico, así como el ideal de
progreso inexorable que lleva asociado.
En efecto, Nietzsche insistió en que la ley o principio de
la vida no consiste en una mera lucha por la supervivencia de carácter
biológico, sino en la voluntad de poder. La crítica del utilitarismo inspira la
idea de que la lucha por la vida requiere unos medios que van más allá del
aumento de la fuerza. El utilitarismo no puede explicar la aparición de un
órgano; de hecho, mientras un órgano se forma no hay ninguna utilidad para la
vida. Son precisamente las deficiencias, las debilidades y la degeneración las
que sirven de estímulo para el desarrollo de otros órganos. Es en las
situaciones de impotencia cuando se ponen a prueba la resistencia y la cohesión
de los individuos. De esta forma, el planteamiento de Nietzsche es casi inverso
al de Darwin; es como si no fuera el más fuerte el que más posibilidades
tuviera de sobrevivir, sino el más débil, el envenenado, el degenerado, el
impotente.
En un aforismo póstumo de 1885, titulado Sobre el darwinismo, Nietzsche parece
recuperar la teoría darwiniana de los instintos sociales: cuanto más alta es la
solidaridad del grupo, más posibilidades tiene el individuo de sobrevivir. Sin
embargo, Nietzsche da completamente la vuelta al argumento al afirmar que es
precisamente la estabilidad del grupo la que puede conducir al embrutecimiento
del individuo:
“Las naturalezas que se degradan.- Las ligeras
degeneraciones son de la más alta importancia. Allá donde debe intervenir un
progreso, automáticamente hay un debilitamiento previo. Las naturalezas más
fuertes fijan el tipo y ellas aguantan. No es la lucha por la vida el principio
de todo. Aumento de la fuerza estable por un sentimiento común experimentado
por el hombre, posibilidad de alcanzar metas superiores gracias a naturalezas
que degeneran y por debilitamientos parciales de la fuerza estable. La
naturaleza más débil hace posible todo progreso”[1].
De esta forma, Nietzsche invierte el ideal de progreso
entendido como “the survival of the
fittest” (Spencer) y descubre que el verdadero progreso nace de la
degeneración de la especie. Un organismo, ya sea individual o colectivo, es
para Nietzsche un juego de fuerzas que se enfrentan y se constituyen en
jerarquía. El organismo se revelerá como sano y aumentará sus posibilidades de
selección en la medida en que consiga disciplinar, dirigir y explotar en su
provecho esas fuerzas antagónicas. Es más, Nietzsche llega a afirmar que la
salud supone la inoculación y el control de la enfermedad. La victoria mecánica
del más fuerte (Darwin) podría conllevar, paradójicamente, una estabilización
general, conduciendo a la especie hacia la esclerosis, la uniformización, el
triunfo de la mediocridad y la muerte entrópica. Aquello que puede ser útil
para la duración de un individuo puede ser nocivo para su fuerza y su
esplendor. Como decía Nietzsche, los alemanes compusieron las más grandes obras
musicales porque conocían el sufrimiento.
Otro hecho llamativo es que, a principios de los años
ochenta, Nietzsche lee la obra de Wilhelm Roux, célebre zoólogo y fundador de
la “mecánica de la evolución”. Roux refuerza su convicción de que el organismo
es un lugar de enfrentamiento de células antagónicas que pueden agruparse
provisionalmente bajo la tutela de una fuerza unificadora. Nietzsche utiliza
estos argumentos para rechazar la explicación general del evolucionismo, según
la cual la adaptación al medio es el factor principal de la evolución de la
especie. Más allá de la autoconservación, es la “voluntad de poder” la que
actúa como principio de la vida. La vida no es una adaptación de las
condiciones interiores a las exteriores, sino una voluntad de poder que, desde
el interior, se somete y se incorpora progresivamente a los elementos
exteriores. La adaptación es un comportamiento puramente reactivo que, según
Nietzsche, no puede conllevar un aumento de la fuerza interior. Desde entonces,
la “lucha por la vida” le parece una restricción del instinto de vida.
[1]
Fragmentos póstumos, Friedrich
Nietzsche. KSA VIII, p- 257/258. Citado en Gilbert Merlio, p. 133.
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