18 jul 2016

NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. Introducción.



INTRODUCCIÓN:

La idea para este proyecto surgió por azar, a partir de una relectura del Juan de Mairena de Antonio Machado. Y no por el estilo aforístico, ágil y poco académico del alter ego de Machado —el cual podría emparentarse, siquiera superficialmente, con el de las últimas obras de Nietzsche—, sino por algo mucho más anecdótico, casi insignificante: la relación que establece el profesor Juan de Mairena entre Nietzsche y el darwinismo en un aforismo de 1938:

“El filósofo de la abominable Alemania hitleriana es el Nietzsche malo, borracho de darwinismo, un Nietzsche que ni siquiera es alemán...[1]”.

Son muchas las preguntas que inspira este fragmento. ¿Tiene sentido hablar de varios Nietzsches? ¿Puede hablarse aún con seriedad de un “Nietzsche malo”? ¿Hay un Nietzsche interesado en las ciencias naturales, hasta el punto de emborracharse de naturalismo y evolucionismo? Si Nietzsche es el filósofo del cuerpo, ¿hasta qué punto pudieron seducirle los descubrimientos de Wallace y Darwin sobre la evolución de la especie? ¿En qué período de una obra tan compleja y ambigua como la nietzscheana puede encontrarse su posición respecto de lo que él mismo denominó “el clima cultural de su tiempo”?

Las preguntas suscitadas por el aforismo de Juan de Mairena han sido infinitas, y la búsqueda de respuestas no se ha detenido desde entonces. Incluso dos personas muy próximas a Nietzsche, su amiga Lou Salomé y su hermana Elisabeth, escribieron sendos libros sobre el filósofo alemán con orientaciones muy diferentes y pistas contrapuestas. De un lado, Lou Salomé presenta a un Nietzsche librepensador e ilustrado, admirador de Voltaire, interesado en los debates científicos de su tiempo, apasionado por el problema de la verdad y la crítica del conocimiento; es el Nietzsche de la llamada “trilogía ilustrada”: Humano, demasiado humano (1878-1880), Aurora (1881) y La ciencia jovial (1882). Del otro lado, la hermana del filósofo hizo hincapié en el último Nietzsche, obsesionado por la crítica de los valores y la necesidad de una transvaloración, con tintes a veces proféticos, tal como reflejan Así habló Zaratustra (1883-1886), Más allá del bien y del mal (1886) y la Genealogía de la moral (1887), para culminar con el texto póstumo La voluntad de poder (1901), una obra sobre cuya autoría hay mucha polémica.

Por si fuera poco, las preguntas que pretende resolver este trabajo se han topado con otro Nietzsche menos célebre y no menos escurridizo, el Nietzsche joven, recién nombrado catedrático de filosofía clásica en Basilea cuando apenas contaba con 25 años. Frente a los lugares comunes que lo muestran como un seguidor incondicional de Schopenhauer y Wagner (véase El nacimiento de la tragedia) o como un relativista radical (véase Sobre verdad y mentira en sentido extramoral), aparece también un Nietzsche menos relativista y más pragmático, interesado por el materialismo, lector y amigo de Lange y Rée, admirador de Heráclito pero también de Demócrito, no muy alejado de Kant y fuente de inspiración para ciertos epistemólogos contemporáneos.

Este trabajo no pretende reinventar por enésima vez a Nietzsche, y mucho menos retorcer sus afirmaciones para convertirlo en un ilustrado radical o en un centinela de la ciencia. Se trata más bien de descubrir a través de sus obras su relación con la ciencia en general y con el evolucionismo en particular, sin dar por válidos los estereotipos creados en torno a su figura y su obra. A lo largo de la obra de Nietzsche hay huellas suficientes que permiten adivinar, por un lado, un claro interés por los avances de las ciencias naturales y, por otro, una crítica a un “evolucionismo vulgar” que convierte al hombre en un ser mecanizado, biologizado y encadenado a las ciegas leyes de la evolución. En ese cruce de caminos encontramos un Nietzsche que alumbra nuevos modos de subjetividad y nos invita a esquivar el conformismo insustancial de los “últimos hombres”.




[1] Antonio Machado. Juan de Mairena. Notas inactuales, a la manera de Juan de Mairena. LXXV, p. 344.

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