La “gran razón del
cuerpo” y el cultivo de sí
En primer lugar, la terapia
de la cultura buscará que algunos individuos sean capaces de sustituir un modo
de interpretar la vida por otro. Y esto es algo que no puede suceder en el
plano de la racionalidad socrática. Sería inútil una labor de concienciación
social basada en el suministro de información, tratando de aumentar el
conocimiento del ‘pueblo’ a la manera de una nueva ilustración. La racionalidad
no es más que una construcción secundaria, muchas veces superflua o accesoria
respecto al verdadero funcionamiento del organismo en relación con su medio.
Son los impulsos los que funcionan como una especie de memoria de evaluaciones
vitales incorporadas a los mecanismos de la acción. Y eso es lo efectivo, lo
que funciona como primera instancia en nuestros comportamientos reales, como lo
demuestra el hecho de que no basta con que sepamos que algo es malo para que
dejemos de hacerlo.
La cultura engloba una moral,
una religión, una ciencia, unas instituciones políticas, un derecho, unas prácticas
artísticas, instrumentos todos ellos con los que se generalizan determinadas
condiciones de existencia que los individuos incorporan bajo la forma de un
conjunto de valores. El efecto de todos estos agentes culturales no se dirige a
la razón de los individuos, sino a sus cuerpos, obligando a una tarea de
grabación neurológica y de incorporación de sus juicios de valor en la forma de
“instintos”. Del cuerpo es de donde brota originariamente toda interpretación,
y frente a esta primera fuerza generadora de sentido la razón no es más que un
instrumento subalterno encargado de revestir intelectual o ideológicamente las
interpretaciones:
“No debemos
equivocarnos sobre el método en este punto: una mera disciplina de los
sentimientos y los pensamientos es casi igual a cero; es preciso persuadir
primero al cuerpo (…). Es decisivo para la suerte de los pueblos y de la
humanidad el que se comience la cultura por el lugar justo: no por el alma (ésa
fue la funesta superstición de los sacerdotes); el lugar justo es el cuerpo”[1].
El cuerpo del que habla
Nietzsche no es un conjunto de órganos. No es un “objeto” que podamos
contemplar desde fuera, como en una radiografía. El cuerpo de Nietzsche es
devenir, un complejo inagotable de impulsos, un caos de fuerzas en lucha. Por
eso, la potencia del übermensch es
imposible de abarcar con los descubrimientos ofrecidos por la biología y la
neurociencia, por muy enriquecedores que sean (y lo son). La vida, diría
Nietzsche, es “cabalmente voluntad de poder”, no es adaptación de las
condiciones internas a las externas, “sino voluntad de poder que continuamente
somete y se incorpora de lo exterior”. El superhombre ha de tener el coraje de
ver las cosas como son, reconocer la realidad y elevarse a partir de ahí, sin
conformarse con lo dado.
Y si la voluntad de poder es
el gran artefacto del ultrahombre, el arte es, de principio a fin, el gran
medio para elevarse por encima de lo real. Lo estético no es una cuestión de
representación, sino de energías productivas que participan en un juego eterno
consigo mismas. El universo, para Nietzsche, es una obra de arte que se da luz
a sí misma; y el artista o ultrahombre es aquel ser capaz de explotar este
proceso en nombre de su propia y libre autoproducción. El superhombre es el
enemigo de todas las costumbres establecidas socialmente, de todas las formas
políticas adecuadas; su placer en afrontar el peligro, su tendencia al riesgo,
su incesante reconstrucción de sí mismo es ante todo una conducta que se rebela
ante lo habitual, ante el pasto del que se alimentan los últimos hombres.
La apuesta de Nietzsche por
la elevación a través de la estética, su afirmación del ethos trágico, posiblemente ha tenido su mejor continuación en la
etapa final del filósofo francés Michel Foucault, obsesionado por construir una
nueva subjetividad a partir del “souci de
soi”. Curiosamente, el “cuidado” o “inquietud” de sí planteado por Foucault
encontró su fuente de inspiración en el helenismo tardío, concretamente en los
textos griegos y latinos de los siglos I y II de nuestra era. Lo que Foucault
descubrió en esos textos es la insistencia en la atención que conviene
concederse a uno mismo: “La modalidad, la amplitud, la permanencia, la
exactitud de vigilancia que se pide; la inquietud en relación con esas perturbaciones
del cuerpo y del alma que hay que evitar por medio de un régimen austero; la
intensificación de la relación con uno mismo por la que se constituye uno mismo
como sujeto de sus actos”[2].
El cultivo de sí no debe
interpretarse como un individualismo solipsista, ni como un endurecimiento de
las prohibiciones, ni tan siquiera como una práctica de severidad o austeridad
acrecentada. La inquietud por uno mismo se refiere más a la manera como el
individuo debe constituirse como sujeto. También implica una redefinición del
trabajo que uno ha de hacer sobre sí mismo. La soberanía sobre uno mismo, el
gobierno de sí, se amplía hacia un horizonte en el que la relación con uno
mismo toma la forma no solo de un dominio, sino de un goce sin deseo y sin
turbación, a la manera del “contento de sí” spinoziano.
Foucault, siguiendo los
planteamientos de Nietzsche, intenta abrir un nuevo espacio para el individuo
que desborde los discursos de la represión, la liberación sexual, el
emprendimiento capitalista o el reduccionismo biológico-neurocientífico.
Intenta invitarnos a realizar una “ontología de nosotros mismos” en tanto que
sujetos que vivimos, deseamos, creemos, producimos, nos reproducimos y nos
relacionamos en el seno de una sociedad de “últimos hombres”, dominada por una
forma de racionalidad que ata a los seres humanos al poste del momento. Más que
encerrarnos en identidades que nos son impuestas desde fuera, debemos
desprendernos de nosotros mismos para poder fundar una nueva subjetividad
basada en el cultivo de sí, en el dominio de sí, en la síntesis y
reconciliación de nuestros impulsos caóticos.
En cualquier caso, ni
Nietzsche ni Foucault hubieran aceptado un “cultivo de sí” como mera reclusión
al ámbito privado. El gobierno de uno mismo, entendido como “autonomía”, es
ante todo una forma de resistencia frente a los “poderes pastorales” encarnados
por la moral, esto es, por la doma cristiana. El cristianismo introdujo la
creencia de que Dios era el único marco de valores y solo él podía ser un
referente de confianza, por lo que la comunidad se convirtió en el contexto
insustancial de un drama estrictamente individual. Nietzsche primero y Foucault
un siglo después detectaron que el cristianismo trastocó totalmente la temática
pagana del cuidado de sí, al introducir la esperanza en una salvación en el más
allá. En el mundo griego y romano clásico solo hay un “más allá” del que uno
pueda ocuparse, y ese “más allá” está aquí, en el presente, en el terreno donde
se desarrolla la tragedia de la vida. Por lo tanto, el cuidado de sí exige
estar centrado en uno mismo, en el puesto que el sujeto ocupa entre los otros, en
esa fusión de pasado y futuro donde el instante se hace eterno.
Solo desde esa perspectiva se
puede entender el interés de Nietzsche por el estilo, por el espectáculo, por
la “superficie”, por el ejercicio público de la excelencia. Si la estética es
importante para Nietzsche es, precisamente, porque expresa “poder”, pero no entendido
como “lucha por la vida” o como “dominio” despótico sobre los demás, sino como
una forma de desbordar esa animalidad que indudablemente somos; en definitiva,
un “poder” interpretado como “arte de vivir”.
1 comentario:
A estas importantes reflexiones, se suma Freud en su texto del "Malestrar del hombre en la cultura". Igualmente la terapia de pareja y familiar sistémica, que en su intento de abordaje de las familias y parejas como parte importante del entramado social, viven conflictos constantes de violencia, abandono, erotismo, etc. etc. Sin duda que la pareja y la familia se vuelven un campo interesante para contemplar y repensar continuamente estas ideas.
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