26 jul 2016

2. NIETZSCHE Y EL EVOLUCIONISMO. BALANCE: EL SUPERHOMBRE FRENTE AL MODELO DEL DARWINISMO SOCIAL.



Balance: el superhombre frente al modelo del darwinismo social

A pesar de su crítica a Darwin en aspectos concretos, Nietzsche no puede sustraerse a la importancia de su planteamiento general. Hay en el científico inglés una idea general que Nietzsche, como todo el ambiente cultural de la época, acepta como incuestionable suposición de fondo: la aplicación de la hipótesis de la evolución a la sustancia biológica.

Nietzsche acepta que la antropogénesis a partir del reino animal conllevó una drástica desvirtuación del hombre y un mazazo a cualquier tesis idealista, sustancialista y dualista. El simio se convierte en un pariente cercano del hombre. La definición del hombre como producto de la evolución biológica conllevó que el llamado espíritu se entendiera como una función de una parte del cuerpo, de la cabeza, de la médula, del sistema nervioso. Nietzsche adquiere así un refuerzo científico a su intuición de que existe una “gran razón” del cuerpo. Ahora bien, esta naturalización del espíritu y la desvirtuación del hombre es solo una de las grandes consecuencias del darwinismo.

La segunda lección que extrae Nietzsche, en contra del sentido común de la época, es que esa “evolución” no es ni mucho menos un motivo de euforia. Si la evolución nos ha llevado hasta el hombre tal como lo conocemos, ¿qué nos hace pensar que todo era un proceso que conducía hasta este punto? ¿Acaso somos nosotros el tipo más elevado de hombre? ¿Acaso no puede haber, antes o después, un tipo de superhombre, un tipo más elevado incluso biológicamente?

Darwin nunca entró en tales fantasías, aunque fueron una tentación general en los debates intelectuales de la época. David Friedrich Strauss, por ejemplo, proclamó sin limitaciones la idea del crecimiento biológico. Eugen Dühring, al que Nietzsche leyó con interés, desarrolló el planteamiento de que la evolución condena a la mayoría de las especies a la degeneración y a la muerte, aunque el hombre probablemente tiene ante sí una enorme historia de éxitos. Son solo dos ejemplos que permiten sostener que las fantasías sobre la posibilidad de alcanzar un tipo biológicamente superior de hombre eran contemporáneas al auge del darwinismo.

Es precisamente este “darwinismo vulgar” lo que Nietzsche intenta dejar atrás. Su superhombre no tiene nada que ver con el darwinismo, por mucho que acepte la tesis básica de la evolución, ni tampoco con el idealismo alemán. Llegados a este punto, la cuestión consiste en descifrar si las tesis de Nietzsche sobre la voluntad de poder y el restablecimiento de la salud a partir de la enfermedad no anulan el naturalismo que parecía inspirar sus primeras interpretaciones, dando lugar a una humanización de la naturaleza más que a una naturalización del hombre.

Lo que sí es indudable es que la evolución de la especie humana no ha seguido, para Nietzsche, un curso conforme a la selección natural positiva descrita por los darwinistas. Por el contrario, el auge del nihilismo y la rebelión de los esclavos es una historia humana, demasiado humana, que muestra la victoria de los débiles sobre los fuertes, de los resentidos frente a los fuertes. Por eso le parece que afirmar un “progreso de la especie” no es más que la afirmación menos sensata posible, y sostener que los individuos superiores se han desarrollado a partir de los inferiores es algo que no está probado en absoluto.

Es así como Nietzsche va más allá de una mera crítica del utilitarismo mecanicista de Darwin y ataca más bien el ideal de progreso que encierra el evolucionismo. El hombre como especie no es un progreso. Por mucho que existan hombres individuales excelentes, esa excelencia no se mantiene. El hombre como especie no representa ningún progreso en relación con otro animal. Igualmente, el mundo de los animales y de las plantas no pasa de lo inferior a lo superior, sino que todo se desarrolla al mismo tiempo, en constante lucha, en una interconexión permanente, siendo los tipos más complejos, los seres superiores, los primeros en desaparecer:

“Anti-Darwin.- En lo que se refiere a la famosa “lucha por la vida”, a mí a veces me parece más aseverada que probada. Se da, pero como excepción; el aspecto de conjunto de la vida no es la situación menesterosa, la situación de hambre, sino más bien la riqueza, la exuberancia, incluso la prodigalidad absurda, —donde se lucha, se lucha por el poder—. No debe confundirse a Malthus con la naturaleza. Pero suponiendo que esa lucha exista —y de hecho se da—, termina, por desgracia, al revés de como lo desea la escuela de Darwin, al revés de cómo acaso sería lícito desearlo con ella: a saber, en detrimento de los fuertes, de los privilegiados, de las excepciones afortunadas. Las especies no van creciendo en perfección: los débiles dominan una y otra vez a los fuertes —es que ellos son el gran número, es que ellos son también más inteligentes…—- Darwin ha olvidado el espíritu (¡eso es inglés!), los débiles tienen más espíritu. Hay que tener necesidad de espíritu para llegar a adquirirlo, se lo pierde cuando ya no se tiene necesidad de él. Quien tiene fortaleza prescinde del espíritu (¡dejad que se extinga!, se piensa ahora en Alemania, nos quedará necesariamente el Reich). Yo entiendo por espíritu, como se ve, la previsión, la paciencia, la astucia, la simulación, el gran dominio de sí mismo y todo lo que es mimicry (mimetismo); esto último abarca una gran parte de la llamada “virtud”.”[1]


Como se puede apreciar, Nietzsche no discute tanto el plano científico del darwinismo (“suponiendo que esa lucha exista —y de hecho se da”) como las consecuencias morales que implica, con la victoria de los débiles “en detrimento de los fuertes, de los privilegiados, de las excepciones afortunadas”. Nietzsche lamenta la teología moral que reflejan los ideales humanitarios “vulgares” de su época, claramente empapados de moralismo cristiano.

El propio Darwin no escapó a esa tentación moralizante en su obra El origen del hombre (1871), donde postula, siguiendo la tradición moral inglesa, un progreso constante gracias a la selección natural y el ascenso de toda la humanidad a una moral universalista y humanista. Es contra esta moralización contra la que se rebela Nietzsche en su última etapa. Se burla de los intentos de Spencer por disolver la contradicción entre egoísmo y altruismo y condena la asimilación que realiza entre lo bueno y lo útil. Para Nietzsche, son innegables los efectos de la maldad y la crueldad en los fenómenos evolutivos. Sería difícil imaginar el destino del ser humano sin sus impulsos de maldad, envidia o codicia. El hombre de Spencer, para Nietzsche, es un sujeto castrado y uniformizado. Por lo tanto, las referencias al Nietzsche tardío como darwinista-social (Machado) no pueden ser más desafortunadas. A los ojos de Nietzsche, Spencer no es más que un decadente que postula una filosofía de tendero.

El progresismo del darwinismo —o, lo que es lo mismo, el llamado “darwinismo social”— es para Nietzsche una consecuencia del proceso nihilista de la cultura europea. Nietzsche busca una recuperación de un modelo de hombre más digno, pletórico, múltiple, abierto y excelente, sin negar por ello el gran descubrimiento de Darwin, a saber: que el hombre comparte una historia evolutiva con el simio y que, en gran medida, es un simio. Como Darwin y como Rée, Nietzsche cree en el origen natural de la moral. Puede aceptar parcialmente la teoría darwiniana de los “instintos sociales” por su utilidad para la vida. Sin embargo, mientras que Darwin interpreta la moral humanista como un progreso, el vitalismo de Nietzsche postula que la moral y la consciencia acaban siendo principios hostiles a la vida. La moral se ha convertido en un arma en la lucha por la vida, pero siempre al servicio de la voluntad de poder negativa o reactiva, de la vida resentida de los esclavos o de esos hombres gregarios y conformistas cuyo triunfo anuncia.

Así habló Zaratustra (1883) comienza con un planteamiento que nos permite comprobar cómo Nietzsche, aun afirmando expresamente la tesis central del darwinismo, se aleja del optimismo del evolucionismo y busca un modelo de hombre diferente. Zaratustra sale de su cueva y anuncia al pueblo la evolución recorrida:

“¡Habéis ya recorrido el sendero que va desde el gusano al hombre, pero queda aún en vosotros mucho de gusano! En tiempos pasados fuisteis simios, ¡pero ahora es el hombre más simio que cualquier simio! Y el más sabio de todos vosotros no pasa de ser una realidad disparatada, un ser híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os digo yo que os transforméis en plantas o fantasmas? Escuchadme, os diré qué es el superhombre: el superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!”.[2]


En definitiva, Nietzsche hace un llamamiento a la voluntad humana y no a una ley o a un ciego mecanismo evolutivo. No es la especie humana o la evolución en general lo que preocupa a Nietzsche, sino la emergencia de vidas afirmativas, de espíritus trágicos, de dominadores de sí mismos. No es el progreso de la humanidad lo que busca, sino una denuncia del modelo de hombre sumido en el conformismo —el “homo pamphagus” que se alimenta de todo, sin criterio alguno— para estimular la emergencia de hombres superiores, y que lo sean por algo más que el fruto del azar:

“La humanidad no representa, tal como hoy se cree, una evolución hacia algo mejor, más fuerte, más elevado. El “progreso” no es más que una idea moderna, y por consiguiente una idea falsa. El europeo de hoy continúa estando, en cuanto a su valor, muy por debajo del europeo del Renacimiento. Evolucionar hacia el futuro no significa, por definición y en virtud de una especie de necesidad, elevarse, realzarse, fortalecerse. Por el contrario, se puede observar que, en puntos muy distintos de la tierra y surgiendo del seno de las más diferentes culturas, aparecen continuamente casos excepcionales. Tales casos constituyen un tipo superior que, de hecho, se presenta a sí mismo sin más; que, respecto al conjunto de la humanidad, es una especie de superhombre. Esos casos afortunados extraordinariamente logrados han sido posibles, y tan vez continúen siéndolo siempre. En especiales circunstancias, esa buena suerte puede afectar a generaciones, a estirpes, a pueblos enteros”[3]




[1] El crepúsculo de los ídolos, aforismo 14, p. 101.
[2] Así habló Zaratustra. Pag. 6.
[3] El Antricristo, aforismo 4, p. 31.

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