El eterno retorno de lo idéntico
Durante su estancia en Sils-Maria en el verano de 1881,
Nietzsche consigue reunir material sobre el cultivo biológico y la evolución
biológica. Su interés por los avances de las ciencias naturales no ha cesado
nunca, pero, como hemos visto, en su obra hay un interés mucho mayor por otro
tipo de cultivo y de desarrollo: el del “superhombre”, concebido como ser
individual. Además, este superhombre encarna una transvaloración total, pero no
por ello es un modelo nuevo; por el contrario, recuerda a un tipo de sujeto que
ya apareció en la historia y que no representaría, en absoluto, un estadio
superior o definitivo en la evolución de la especie humana.
El principal modo de selección para este superhombre sería
la aceptación del “eterno retorno de lo idéntico”, paradigma absolutamente
incompatible con el de la evolución. Aquel que es capaz de desvincularse de
cualquier fe en el progreso, en un telos,
en una trascendencia, y acepta que sus acciones pueden volver a repetirse, e
incluso gozar con ello (amor fati),
ese sujeto ya se ha elevado por encima de los últimos hombres. Es un modelo
accesible para pocos, pero no inalcanzable: consiste en una reeducación de los instintos
para su cura y sublimación.
La idea del eterno retorno le
sirve al superhombre, a su voluntad de poder, como un criterio para la acción,
como una guía para preferir y determinar lo que debe hacer. Es como si el superhombre
debiera moverse en una tensión constante entre la voluntad de poder, que
establece sus preferencias, sus síes y sus noes, sus impulsos ascendentes, y la
aceptación del eterno retorno como límite de la realidad, como un sí a todo lo
real (amor fati), lo que le obliga a
retorcerse, a sacrificarse, a conocerse.
La segunda consecuencia del amor fati es que otorga al individuo un reconocimiento
de su temporalidad, algo que resulta imposible desde la concepción lineal del
tiempo. Frente a la linealidad judeo-cristina, que no es más que una traducción
de la historia de la salvación (creación, pecado, valle de lágrimas, redención),
y frente al optimismo progresista de la evolución, el pensamiento del eterno
retorno consigue reunir en una síntesis las determinaciones temporales de
pasado, presente y futuro, lo que permite que cada instante sea igual a la
eternidad. En cada momento presente se condensa la totalidad del tiempo como
eterno retorno de pasado y futuro. De esta forma, el superhombre se muestra dispuesto
a luchar para que las cosas que deben suceder, sucedan; para que aquello que
merece existir, exista: "Vive este momento de tal modo que desees
revivirlo".
En definitiva, el amor fati, lejos de suponer un fatalismo
o un modo de resignación ante el destino individual, nos anima a vencer esas
resistencias que nos someten al miedo paralizante, a la resignación escéptica y
a la siniestra pulsión inmunizadora que atraviesan al ser humano contemporáneo.
El amor fati es un “sí a todo lo
real”, una muestra de la indisociabilidad entre “yo” y “mundo”, una prueba de
la armonía entre libertad y necesidad, un estímulo para lograr una vida artística
que se desarrolle eternamente.
Al mismo tiempo, Nietzsche invocará
también un proceso de “renaturalización” para proponer la necesidad de acabar
con la desconfianza, el miedo y la represión de las fuerzas instintivas, por un
lado, y sustituirlas por la confianza y la integración de las propias energías
pulsionales, por otro. “El hombre es un animal cuyo tipo aún no está fijado”,
afirma Nietzsche en Más allá del bien y
del mal[1]. Lo que Nietzsche parece atisbar como terapia consiste,
pues, es desmontar todas las capas de cultura que han esculpido, a lo largo de
los siglos, el tipo de “hombre bueno”, cristiano, altruista, domesticado, para alumbrar
espíritus lo bastante fuertes como para empujar hacia valoraciones
contrapuestas e invertir “valores eternos”. Se trata de sujetos que, a partir
de unos valores e instintos “sanos”, consigan “coaccionar a la voluntad de
milenios a seguir nuevas vías”[2],
aunque para ello deban convertirse en las malas conciencias de su época.
Las limitaciones del naturalismo y del
positivismo llevaron a Nietzsche a buscar un excedente en el hombre que
permitiera encontrar una vía de reconciliación total de los impulsos, una
síntesis entre “voluntad de poder” y “amor
fati”. A diferencia del “genio” romántico de su primera época, el superhombre
será el resultado de grandes esfuerzos, de un sabio autoconocimiento personal y
de un duro trabajo de cultivo sobre sí mismo.
Solo así podrá alcanzar una síntesis de naturaleza y cultura, de pasado y
futuro, de instintos y cualidades intelectuales a menudo enfrentadas. El superhombre,
en consecuencia, designa menos una raza que un modelo de conducta individual,
cultural, social, artístico.
Pero, por más que Nietzsche alumbre un nuevo
camino, cualquier intento de elevación se encontrará con un obstáculo terrible:
la “muerte de Dios”. El hombre necesita para vivir la ilusión de la salvación,
de la justicia o de la verdad. Ahora bien, ¿cómo se puede otorgar un sentido a
la vida y evitar el conformismo de los “últimos hombres” después de la “muerte
de Dios”, cuando ya no hay un marco de valores único y común para todos, cuando
se ha perdido un discurso de salvación compartido? ¿Qué papel juega la cultura
en la formación del superhombre y qué papel juega uno mismo?
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