Verdad y mentira en
sentido extramoral
El breve escrito póstumo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
(1873) consta de dos partes, la primera dedicada a la crítica del lenguaje
y de la idea de verdad, y la segunda, más breve, a la importancia de la
creación artística y la defensa del hombre intuitivo sobre el hombre racional.
Especialmente interesante resulta la primera
parte de la obra, donde Nietzsche, inclinándose hacia una concepción
naturalista del hombre, esboza un retrato de la condición humana en el que se
subraya la necesidad biológica de fingir para sobrevivir:
“El intelecto, como medio de
conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo,
puesto que este es el recurso merced al cual sobreviven los individuos débiles
y poco robustos, aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha
por la existencia, de cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña.
En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir (…); apenas hay
nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres
una inclinación pura y sincera hacia la verdad.[1]”
Según Nietzsche, el individuo del estado de
naturaleza, en la medida en que se quiere diferenciar frente a los demás
individuos, utiliza el intelecto la mayor parte de las veces solo para fingir;
pero como el hombre debe existir en sociedad, ya sea por necesidad o por
hastío, requiere un tratado de paz, y el primer paso en esa dirección es el
impulso hacia la verdad. Desde el momento en que el hombre necesita vivir en
paz con los otros, se establece lo que ha de ser “verdad” y se inventa una
forma de designar las cosas (el lenguaje) uniformemente válida y obligatoria.
Por lo tanto, la verdad no es más que un error
o una mentira útil para la vida: esa es la tesis principal de este ensayo. Después,
la costumbre y las convenciones sociales hacen que el hombre olvide ese origen falaz
y su función utilitaria. Lo que llamamos verdad, por tanto, es una gran mentira
colectiva, y el impulso de la verdad es un olvido o represión inconsciente de
esa mentira. El hombre solo desea la verdad en un sentido muy limitado: ansía
las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; pero
es indiferente al conocimiento puro e incluso hostil frente a las verdades
perjudiciales o desagradables.
“¿Qué es entonces la verdad? Una
hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas
cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y
adornadas poética y retóricamente y que, después de un uso prolongado, un
pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de
las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin
fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya
consideradas como monedas, sino como metal”[2].
El origen del lenguaje solo se comprende desde
la necesidad de comunicación necesaria para la supervivencia. Nietzsche se
opone radicalmente al pensamiento académico tradicional, según el cual la
verdad implica una correspondencia entre el sujeto cognoscente y el objeto
conocido, de tal modo que el objeto imprime una huella sobre el sujeto.
Nietzsche alega que, para probar esa correspondencia, deberíamos situarnos
fuera de nuestro propio conocimiento para poder compararlo con la realidad, lo
cual es imposible. Así, Nietzsche se sitúa en un terreno escéptico y pragmático,
ya que admite que nuestra actividad cognitiva es un instrumento de
supervivencia cuyo criterio de verdad no reside en la correspondencia del
sujeto cognoscente con la realidad exterior, sino en el éxito o utilidad que
esa actividad tiene para nosotros.
En consecuencia, si cada uno de nosotros
tuviese una percepción sensorial diferente, unos podríamos percibir como
pájaros, otros como gusanos, otros como plantas, y si unos percibiesen algunos
estímulos como azules, otros como rojos y otros los percibiesen como sonidos,
entonces sería imposible hablar de una regularidad en la naturaleza. A partir
de ahí, Nietzsche se pregunta por la supuesta uniformidad de la naturaleza, por
el modo en que la conocemos, por nuestra intervención en ese proceso de conocimiento:
“¿Qué es, en suma, para nosotros
una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus
efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su
vez, solo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas
esas relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos
resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad solo
conocemos en ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto,
las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que
precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza (…), reside única y
exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las
representaciones del espacio y del tiempo. (…) Este edificio es, efectivamente,
una imitación, sobre la base de metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo
y número”[3].
Como afirma Vaihinger, Nietzsche subraya la
gran importancia de las apariencias en los diferentes campos de la ciencia y la
vida. Frente a la inseguridad que nos provoca el cambiante y evanescente
“devenir”, nuestra necesidad de comprensión y control establece un mundo del
“ser” en el que todo aparece redondo y completo. De esta forma surge una
antítesis, una contraposición, un conflicto entre conocimiento y arte, entre
ciencia y sabiduría, que Nietzsche resuelve reconociendo que este mundo
“inventado” es un mito útil, y que la adhesión a esta ilusión es simplemente
una “mentira en sentido extramoral”. Aquel que destruye la ilusión en sí mismo
y en otros es castigado por el más severo de los tiranos: la naturaleza.
En la segunda parte de su breve ensayo,
Nietzsche proclama que el impulso del hombre hacia la construcción de metáforas
no queda ni mucho menos calmado o domado por el mero hecho de construir
conceptos; por ello, necesita encontrar un nuevo campo para su actividad, algo
que encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. El intelecto, ese “maestro
del fingir”, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual cuando puede
engañar y fabular sin causar daño. Por eso Nietzsche proclama la superioridad
del hombre intuitivo sobre el hombre racional, pues el primero, aposentado en
medio de una cultura, es capaz de conjurar los males y dejarse llevar por un
flujo de claridad, animación y liberación. El poeta trágico, que finge pasión,
está mucho más cerca de la vida que el poeta estoico, quien, instruido por la
experiencia y autocontrolado a través de los conceptos, representa en la
desgracia la obra maestra del fingimiento.
En definitiva, y siguiendo la exposición de
Habermas[4],
Nietzsche considera que el conocimiento tiene dos funciones: como medio de
autoafirmación frente a los demás y como instrumento para la dominación de la
naturaleza. La proyección de mundos simbólicos refleja, por un lado, ilusiones
y fantasías que permiten satisfacciones virtuales, la compensación de renuncias,
la negación de debilidades. Por otro lado, la red de formas simbólicas que
tendemos sobre la naturaleza pone bajo control un entorno que amenaza nuestra
existencia, asegurando la reproducción de la vida. Ahora bien, no basta con
inventar; solo olvidando esa fabulación original, ese primitivo mundo de
metáforas, es decir, solo olvidando su condición de sujeto, de sujeto artista y
creador, vive el hombre en sosiego y seguridad.
“En la formación de la razón, de la
lógica, de las categorías, fue determinante la necesidad: la necesidad, no de
conocer, sino de subsumir, de esquematizar, con el fin de entendernos, de
calcular… Las categorías son “verdades” solo en el sentido en que son
esenciales para nuestra vida: el espacio euclídeo es una de esas “verdades” que
son condición de nuestra vida… La coacción subjetiva que hace que no podamos
menos de aceptarla es una coacción de tipo biológico”.[5]
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