Darwin, Spencer y la
anglofobia de Nietzsche
La crítica al optimismo progresista y al carácter
utilitario y mecánico de las explicaciones darwinistas se acentúa debido a la
innegable y visceral anglofobia de Nietzsche. El sistema de Darwin, según
Nietzsche, parece una reescritura en el terreno biológico de las tesis
económicas de Malthus, en el sentido de que la lucha por la vida parece
desencadenarse en situaciones de penuria. Darwin, por su parte, nunca negó su
deuda con Malthus, e incluso en El origen
de las especies aceptó expresamente el principio malthusiano según el cual
los recursos siempre son inferiores a las necesidades. De acuerdo con este
principio, tiene que producirse una competición dentro de la misma especie para
lograr alimentos, al igual que entre distintos grupos de organismos:
“Es esta (la lucha por la existencia entre
todos los seres orgánicos) la doctrina de Malthus aplicada al conjunto de los
reinos animal y vegetal. Como de cada especie nacen muchos más individuos de
los que pueden sobrevivir y como, en consecuencia, hay una lucha por la vida,
que se repite frecuentemente, se sigue que todo ser, si varía, por débilmente
que sea, de algún modo provechoso para él bajo las complejas y a veces
variables condiciones de vida, tendrá mayor probabilidad de sobrevivir y de ser
así naturalmente seleccionado”[1].
Más duro aún será Nietzsche con otro autor inglés en boga,
Herbert Spencer, que captó su atención durante los años ochenta y a quien se
enfrenta expresamente en sus obras posteriores a Humano, demasiado humano. El interés de Nietzsche por la obra de
Spencer titulada The data of ethics
(1879)[2]
revela la oposición del filósofo alemán a los intentos evolucionistas de
proponer un fundamento moral en la historia evolutiva de la especie. En
concreto, lo que a Nietzsche le parece totalmente insostenible del
planteamiento de Spencer es el establecimiento de esa linealidad universal
desde lo simple hasta lo complejo, desde lo homogéneo hasta lo heterogéneo. Una
linealidad, además, unida siempre a un progresivo perfeccionamiento de los
organismos, como si la naturaleza actuara guiada hacia un fin último, dirigida
por unas leyes ascendentes e inexorables que siguen un plan previamente
diseñado.
Nietzsche no duda en calificar a Spencer de “exaltador del
finalismo de la evolución”, ya que parece conocer cuáles son las circunstancias
favorables para el desarrollo de un ser orgánico, y eso, para Nietzsche, es penetrar
en un terreno insondable. No es posible conocer a priori el camino hacia el que se dirige la especie, pues en la
naturaleza se asiste a una progresiva adaptación de los organismos y las
funciones, con el fin de incrementar y conservar la vida. Nietzsche objeta
explícitamente a Spencer que precisamente “la desazón que deriva de la no
adaptación, condiciones transitorias y causales de desarrollo, podrían
demostrarse en cambio como lo más útil”[3].
Nietzsche considera que estas teleologías son meros
consuelos e ilusiones que buscan hacer del “altruismo” un resultado moral
derivado de leyes fisiológicas. Nietzsche no puede mirar con más escepticismo
tales planteamientos, ya que reconoce la huella de las ideas modernas, del nihilismo,
de ese proceso de decadencia y empeñecimiento del ser humano y de sus valores
que llevaba años criticando con intensidad creciente. Los “últimos hombres”
denostados por Nietzsche no aspiran más que a una vida inmunizada, a una
autoconservación, a un equilibrio estático al que la moral dominante, apoyada
por la moda evolucionista, intenta ponerle el refrendo de la naturaleza. Los
estudiosos y los moralistas, y muy especialmente los ingleses, intentan hacer
creer que la biología empuja hacia la cooperación y la sociabilidad, haciendo
pasar por científico y natural lo que no es más que una construcción humana,
demasiado humana. La “lucha por la vida” darwiniana aparece a los ojos de
Nietzsche como el “conatus” de Spinoza, esto es, como un síntoma de una
fisiología decadente, muy alejada de su proyecto de los “hombres superiores” y
de su tesis sobre la “voluntad de poder”.
En efecto, el interés de Nietzsche por hacer de la
“voluntad de poder” un hilo conductor de toda su filosofía hay que ponerlo en
relación con su disputa con este “clima cultural” positivista y evolucionista
que los ingleses empezaban a propagar por toda Europa. El dinamismo vital
propuesto por Nietzsche contrasta con el mecanismo de la adaptación, que pasa
por alto la fuerza activa y espontánea del organismo y se ocupa solamente de su
componente reactivo.
Frente a la “mediocridad” del espíritu inglés, Nietzsche
pone como ejemplo a Jean-Baptiste Lamarck, naturalista francés que para él
representa un “evolucionismo” más sutil e inteligente. La tesis nietzscheana de
la voluntad de poder, esto es, de crecimiento y autosuperación, consiste en un
exceso o excedente de fuerzas interiores que buscan apropiarse y moldear lo
exterior. Así se comprende mucho mejor por qué a Nietzsche le atrae mucho más
el transformismo lamarckiano, que pone el acento sobre el esfuerzo individual y
el uso de los órganos en la transmisión
hereditaria de los caracteres adquiridos, que las tesis darwinianas, según las
cuales la selección natural consiste en adaptaciones mecánicas del organismo a
las condiciones exteriores.
[1]
Charles Darwin El origen de las especies.
Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral (2002).
[2] Tal como revela María Cristina Fornari (Nietzsche y el darwinismo, p. 97),
Nietzsche pidió insistentemente a su editor esta obra en su traducción alemana,
y aún hoy se sigue conservando en la biblioteca de Nietzsche, llena de notas y
glosas al margen. Por lo tanto, el interés de Nietzsche por rebatir los
argumentos de Spencer es incuestionable.
[3]
Íbidem, p. 98.
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