Precisamente un discípulo de Hannah Arendt, el sociólogo estadounidense Richard Sennett, considera que existe una oposición fundamental entre el comportamiento del consumidor moderno y el artesano que busca realizarse haciendo bien una actividad por el simple hecho de hacerla bien.
En su práctica cotidiana, el buen artesano es mucho más que un técnico mecánico. Quiere entender por qué una pieza de madera o un código de ordenador no funcionan; y, al esforzarse, el problema se vuelve atractivo y, en consecuencia, genera una adhesión objetiva. Este ideal cobra vida en habilidades tradicionales como pueda ser la confección de instrumentos musicales, pero también en prácticas intelectuales modernas como las desarrolladas en un laboratorio científico. Ante una dificultad, el sujeto-artesano no sólo no huye del problema sino que presta más atención.
En los modos de consumo contemporáneo, sin embargo, es difícil pensar como un artesano. Compramos por puro aburrimiento o porque un objeto nos resulta cómodo o práctico, lo que implica, en general, que como consumidores no tenemos que molestarnos en saber cómo funciona el objeto, sea un ordenador o un coche. Esta división entre fabricante y consumidor se ve reflejada en el argumento del gurú de la informática John Seely Brown, para quien el desafío comercial de los artilugios electrónicos modernos consiste en “hacer que la tecnología deje de ser un obstáculo”. Las nuevas máquinas deben tener el mismo atractivo técnico que un teléfono y ser tan fáciles de usar como éste.
Posiblemente a nadie le gusta reprogramar su ordenador. Sin embargo, la comodidad a la que estamos acostumbrados como usuarios en la sociedad tecnológica es algo que se refleja en nuestra conducta diaria, especialmente como sujetos políticos. La democracia requiere que los ciudadanos estén dispuestos a hacer un esfuerzo para descubrir cómo funciona el mundo que los rodea. Por ejemplo, los millones de deudores hipotecarios actuales no sabían ni tenían interés en saber que el coste de construcción de una vivienda difícilmente supera los 50.000 euros. Igualmente asombroso resulta que el consumidor compulsivo de prendas textiles fabricadas en Bangladesh no sepa cuál es la situación laboral de quienes elaboran materialmente esas prendas. El ciudadano-artesano haría en ambos casos un esfuerzo de averiguación. Cuando la democracia se articula según el patrón del consumo, se vuelve cómoda para el usuario y esa voluntad de saber se desvanece.
Por ello, Sennett insiste en que el espíritu artesanal es un valor que indiscutiblemente podría contrarrestar la cultura del nuevo capitalismo. Representa el desafío más radical, pero también es el más difícil de imaginar en términos de política. En sentido amplio, la artesanía implica el deseo de hacer bien algo por el simple hecho de hacerlo bien. Todos los seres humanos desean tener la satisfacción de hacer algo bien y todos desean creer en lo que hacen. Sin embargo, en el trabajo, en la educación y en la política el nuevo orden no satisface ni puede satisfacer ese deseo. El nuevo orden del trabajo es demasiado móvil para que el deseo de hacer algo bien por el simple hecho de hacerlo bien eche raíces en la experiencia de una persona a lo largo de años y décadas.
El espíritu artesanal desafía el yo idealizado por las nuevas autoridades del trabajo, educativas, psicológicas y políticas. Es un yo aficionado al cambio, pero no como una mónada posmoderna sino como amo y señor del proceso. En sus orígenes, psicólogos como Abraham Maslow celebraron ese ideal del yo como un ideal responsable, abierto a la experiencia y capaz de crecimiento, como un yo de capacidades potenciales. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que la preocupación por hacer algo bien moviliza elementos obsesivos del yo; incluso, en el peor de los casos, puede conducir a un tipo de sentido de la posesión desprovisto de generosidad. La competencia no es extraña al espíritu artesanal, y los buenos artesanos, ya se trate de programadores informáticos, músicos o científicos, pueden ser muy intolerantes con los incompetentes o con los que simplemente no son tan buenos.
Pese a todo, el espíritu artesanal tiene una virtud fundamental que brilla por su ausencia en el trabajador, estudioso o ciudadano idealizados por la nueva cultura: el compromiso. No es que el artesano obsesivo y competitivo esté simplemente empeñado en hacer algo bien, sino que también cree en el valor objetivo de lo que ha hecho. Si una persona puede utilizar las palabras “correcto” o “perfecto” para decir que algo está bien hecho es porque cree en un patrón objetivo al margen de sus deseos y al margen de las recompensas de los otros. Hacer algo bien, aun cuando no se obtenga nada de ello, es el espíritu de la artesanía. Y únicamente este tipo de compromiso desinteresado puede enaltecer emocionalmente a las personas. De lo contrario, sucumben en la lucha por sobrevivir y su vida activa, poco a poco, queda reducida a mera vida biológica.
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