El experimento tiene que ponerse en marcha sin perder el sentido de la realidad. No se puede pretender la formación de un tipo de hombre superior a partir de la nada. Cualquier cambio sustancial debe ser pensado como una metamorfosis progresiva de la situación en la que nos encontramos, pero conociendo a fondo, eso sí, las condiciones que determinan aquello que se pretende cambiar. La idea de Nietzsche parece ser la de una elite de individuos con nuevos valores e instintos “sanos” que, fortaleciendo en todo lo posible una voluntad de poder afirmativa, fueran quienes iniciasen el proceso de autosuperación: “Para lograr aquel fin se necesitaría (…) estar acostumbrado al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran salud. ¡Se necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud! Pero ¿hoy es ésta simplemente posible?”[1].
Lo que Nietzsche parece atisbar como “remedio” son espíritus lo bastante fuertes y originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para invertir “valores eternos”. Se trata de precursores, esto es, hombres del futuro que “coaccionen a la voluntad de milenios a seguir nuevas vías”[2]. Por eso deberán tener las propiedades que distinguen al crítico del escéptico: una cierta seguridad en los criterios de valoración, un método adecuado y el poder responder de sí mismos al reconocer un cierto placer en el decir no.
La terapia de la cultura tendrá que consistir, pues, en intentar que algunos individuos puedan sustituir un modo de interpretar la vida por otro. Esto no es algo que pueda suceder en el plano de la racionalidad socrática. No servirá de mucho una labor de concienciación social basada en el suministro de información, tratando de aumentar el conocimiento del ‘pueblo’, como si se tratara de una nueva ilustración. La racionalidad no es más que una construcción secundaria, muchas veces superflua o accesoria respecto al verdadero funcionamiento del organismo en relación con su medio. Son los impulsos los que funcionan como una especie de memoria de evaluaciones vitales incorporadas a los mecanismos de la acción. Y eso es lo efectivo, lo que funciona como primera instancia en nuestros comportamientos reales, como lo demuestra el hecho de que no basta con que sepamos que algo es malo para que dejemos de hacerlo.
En definitiva, a una enfermedad no se le puede hacer frente con argumentos. No se puede refutar una forma de interpretar la realidad que forma parte de las condiciones de existencia de los individuos. Se puede contradecir una opinión o una convicción haciendo ver lo que tienen de incoherentes, de arbitrarias o incluso de perjudiciales. Sin embargo, la razón no tiene la fuerza suficiente para suprimir una necesidad que el individuo interpreta como indispensable. Si se la quiere cambiar hay que actuar precisamente sobre esa necesidad: “Los falsos valores no pueden ser eliminados mediante argumentos racionales, como tampoco una óptica falseada en el ojo de un enfermo. Hay que comprender la necesidad por la que existen; son una consecuencia de causas que no tienen nada que ver con argumentos racionales”[3].
La cultura engloba una moral, una religión, una ciencia, unas instituciones políticas, un derecho, unas prácticas artísticas, instrumentos todos ellos con los que se generalizan determinadas condiciones de existencia que los individuos incorporan bajo la forma de un conjunto de valores. El efecto de todos estos agentes culturales no se dirige a la razón de los individuos, sino a sus cuerpos, obligando a una tarea de grabación neurológica y de incorporación de sus juicios de valor en la forma de “instintos”. Del cuerpo es de donde brota originariamente toda interpretación, y frente a esta primera fuerza generadora de sentido la razón no es más que un instrumento subalterno encargado de revestir intelectual o ideológicamente las interpretaciones: “No debemos equivocarnos sobre el método en este punto: una mera disciplina de los sentimientos y los pensamientos es casi igual a cero; es preciso persuadir primero al cuerpo (…). Es decisivo para la suerte de los pueblos y de la humanidad el que se comience la cultura por el lugar justo: no por el alma (ésa fue la funesta superstición de los sacerdotes); el lugar justo es el cuerpo”[4].
Por eso, el gran arte que pretende recuperar Nietzsche es inconcebible sin una nueva antropología, sin un nuevo modelo de sujeto que sea capaz de armonizar una multiplicidad de impulsos caóticos y articularlos a través de una voluntad unificadora. El übermensch de Nietzsche no es el gran negador romántico ni un déspota viril con uniforme nazi, sino un individuo cargado de cierto exceso, firme, sensual, vigoroso, consciente (pero no temeroso) de su naturaleza. Schiller vio en los juegos del arte el medio ideal para que cada ser humano pudiera volver a ser un todo, una totalidad en pequeño. Marx denunció el trabajo enajenado como aquella práctica que roba al ser humano su carácter genérico y universal. Nietzsche, por su parte, confía en la reconciliación entre Apolo y Dioniso como la única terapia capaz de hacernos recuperar el cuerpo, esto es, la naturaleza perdida.
[1] La genealogía de la moral. 10, aforismo 24.
[2] Más allá del bien y del mal, 203.
[3] Fragmentos póstumos, 16 (83).
[4] Incursiones intempestivas, aforismo 47.
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