El Marx humanista de los manuscritos y la crítica del trabajo enajenado
“¡Qué contradictorio sería que cuanto más subyuga el hombre a la naturaleza mediante su trabajo, cuanto más superfluos vienen a resultar los milagros de los dioses en razón de los milagros de la industria, tuviese que renunciar el hombre, por amor a estos poderes, a la alegría de la producción y al goce del producto!”.
Cuando Marx publica sus Manuscritos de Economía y Filosofía, en 1844, la burguesía europea se encuentra en un momento triunfante. Luis Felipe de Orléans acaba de ascender al trono francés, Bélgica consolida su independencia y casi toda la Europa occidental disfruta de los beneficios de una monarquía constitucional. La burguesía disfruta de sus nuevos privilegios y encuentra nuevos ídolos como el progreso o la ética calvinista. Sus éxitos son interpretados como una señal de salvación o como el resultado de su superioridad espiritual. Mientras tanto, los trabajadores de las fábricas y las minas son explotados en jornadas de trabajo superiores a las doce o catorce horas y, aunque la literatura naturalista empieza a reflejar su situación, generalmente son considerados como víctimas de su propia inferioridad.
Marx sabe que para conocer al hombre de su tiempo es necesario conocer la sociedad en la que vive. Y eso es exactamente lo que Marx persigue en 1843, cuando decide trasladarse a París. Allí no sólo existe la industria moderna, sino también las penalidades de la miseria y la prostitución. La ciencia nuclear de esa sociedad es la llamada Economía política, entendida como estudio de la producción y la distribución, de la riqueza y de la miseria. Marx estudia esta ciencia en París y de su indignación nacen los Manuscritos: “Nuestra tarea es ahora, por tanto, la de comprender la conexión esencial entre la propiedad privada, la codicia, la separación de trabajo, capital y tierra, la de intercambio y competencia, valor y desvalorización del hombre, monopolio y competencia; tenemos que comprender la conexión de toda esta enajenación con el sistema monetario”.
Marx considera que el mundo humano es obra del hombre y, en consecuencia, ha de ser siempre estudiado y comprendido en función de una determinada idea de hombre, de una “antropología”. Limitarse a aceptar lo dado, tratar positivamente al hombre y la sociedad existentes, es aceptar la idea del hombre que esa sociedad y ese hombre realizan. La rebelión de Marx contra la Economía política consiste, por tanto, en denunciar su filosofía oculta, esto es, su carácter ideológico. Lo que más le escandaliza es posiblemente la frialdad y exactitud de la antropología que se esconde detrás de esta nueva ciencia. El hombre aparece en ella en una sola de sus facetas, como un homo oeconomicus obsesionado con la acumulación de riquezas y movido exclusivamente por el cálculo racional y astuto, pero sin profundidad ni horizonte, sin sentido, incapaz de trascender el más estrecho interés individual.
La unión de Economía y Filosofía, por tanto, es el primer paso de Marx para denunciar el carácter ideológico de la Economía política. Y este avance epistemológico, aunque superado posteriormente, comienza precisamente en los Manuscritos, ese texto de profunda sensibilidad ante la explotación, la objetivación del hombre y la enajenación de las capacidades humanas. En el capítulo dedicado al “trabajo enajenado”, Marx expone que cualquier análisis social realizado a partir de las reglas de la Economía política demuestra que el trabajador queda rebajado a la más miserable de las mercancías y que la miseria del obrero está en razón inversa de la potencia y magnitud de su producción.
Para Marx, la realización del trabajo en este contexto sólo puede dar lugar a la desrealización del trabajador. El trabajador se ve sometido a tal “objetivación” que incluso se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida, sino incluso para el trabajo. El trabajo mismo se convierte en un objeto del que el trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones: “La enajenación del trabajador en su producto significa no solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independiente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; que la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil”.
De esta manera, cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño y objetivo que crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior. El trabajador pone su vida en el objeto, pero a partir de entonces ya no le pertenece a él sino al objeto. El trabajador se convierte así en siervo de su objeto en un doble sentido: primero porque recibe un objeto de trabajo, es decir, porque recibe trabajo; y segundo porque recibe medios de subsistencia. Es decir, en primer término porque puede existir como trabajador y, en segundo término, porque puede existir como sujeto físico. “El colmo de esta servidumbre”, afirma Marx, “es que ya sólo en cuanto trabajador puede mantenerse como sujeto físico y que sólo como sujeto físico es ya trabajador.”
¿En qué consiste, pues, la enajenación en el trabajo? Primeramente en que el trabajo se ha convertido en algo externo al trabajador, de suerte que ya no pertenece a su ser; en que en su actividad laboral, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Marx admite que el trabajo produce maravillas para los ricos, pero genera privaciones para el trabajador. Produce palacios para unos, pero para la mayoría chozas. Produce belleza, pero también deformidades para el trabajador. Produce espíritu para unos, pero causa estupidez y cretinismo para la mayoría.
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