Según expone Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, los griegos utilizaron a dos divinidades, Apolo y Dioniso, como modelos para expresar una concepción muy particular del mundo. Estas divinidades, que representan en la esfera del arte modelos estilísticos opuestos y casi siempre en lucha, sólo una vez aparecen unidos: en la obra de arte de la tragedia ática, momento culminante de la voluntad helénica. Dioniso tiene que ver con lo irregular, lo súbito y lo cruel, con la omnipotencia del Ser, con la pujanza y la fuerza del vivir y el morir[1]. De ahí que mirar a Dioniso sea imposible, pues lo convierte todo en piedra. El carácter terrible y abyecto de esta verdad necesita un desvío, así como un modo de canalizar esta energía indomable. Es aquí donde aparece Apolo y el filtro o velo de la belleza[2].
De acuerdo con esta concepción de la tragedia como reconciliación resultante de la disputa, como sanación tras la enfermedad, resulta especialmente fructífero interpretar la relación Apolo-Dioniso desde un punto de vista terapéutico. Así, el Nietzsche de El nacimiento de la tragedia puede ser leído como el precursor de la autoconciencia de una grave enfermedad cultural que parecía pedir a gritos una nueva terapia. La racionalidad socrática, representada por Eurípides y los filósofos ilustrados, ha generado un sujeto estandarizado que parece anulado en su libertad y reducido a elemento subordinado al sistema productivo. En su lucha radical contra la superstición, la Ilustración ha despojado al individuo de su contenido mítico, lo ha abstraído de su vinculación con su base fisiológica-material y le ha robado su cuerpo, su alma, su sangre, su vida.
Igualmente, el extraño y retorcido Ensayo de autocrítica —que Nietzsche incluyó como prólogo a la segunda edición de El nacimiento de la tragedia, dieciséis años después de la publicación original— es un claro ajuste de cuentas contra todos los vicios wagnerianos y schopenhauerianos que detecta en su escrito de juventud. La conclusión del Nietzsche tardío es que el arte de Wagner representa un ejemplo de la incapacidad nihilista para afrontar la realidad. Comparado con el arte de los griegos, el modelo romántico de Wagner se opone en todos sus aspectos a la expansión de la vida y atiende, por el contrario, a todas las debilidades nihilistas. En esa medida, es más bien un “anti-arte”, un instrumento de difusión de la decadencia que encarna todo lo contrario de lo que debe ser el efecto del gran arte: favorecer la expansión de la vida reafirmando la autorregulación propia.
En definitiva, tanto la cura socrático-racionalista como la romántico-wagneriana, en la medida en que reprimen u olvidan la solución trágica ejemplificada en el equilibrio entre Dioniso y Apolo, resultan terapéuticamente contraproducentes. Y lo son a tenor de su enfermiza obsesión por la inmunización, esto es, por fomentar el acorazamiento individual frente al posible contagio de lo otro. De ahí la importancia de la reconciliación apolínea.
[1] Según Giorgio Colli: “Con la palabra dionisíaco se expresa: un apremio de unidad, un desarrollo más allá de la persona, de la cotidianeidad, de la sociedad, de la realidad, como abismo de olvido, un desbordamiento apasionadamente doloroso en oscuras situaciones completamente flotantes, un embelesado decir-sí como carácter total de la vida, como lo que es igual en todo cambio, lo igualmente poderoso, o igualmente beatífico; la gran alegría y dolor panteístas compartidos que también aprueba y santifica las características más terribles y problemáticas de la vida por una pura voluntad de procreación hacia la fertilidad, hacia la eternidad: como sentimiento de unidad de la necesidad de crear y de destruir.”
[2] Según Colli: “Con la palabra apolíneo se expresa: el apremio hacia un ser-para-sí perfecto, hacia el “individuo” típico, hacia todo lo que simplifica, destaca, potencia, aclara, priva de ambigüedad, tipifica: la libertad bajo la ley.”
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