27 ago 2015

GIANNI VATTIMO Y LA MÁSCARA DEL ARTE



El alejamiento de Wagner significó para Nietzsche el descubrimiento de que la salida del mundo de la decadencia no puede ser un hecho puramente estético, y que, al contrario, el arte, en este mundo, comparte la suerte común de todas las formas simbólicas: la de funcionar como medio tranquilizador que en realidad reproduce y perpetúa la inseguridad. Pese a todo, la esperanza de Nietzsche de que se diera la posibilidad de una revolución estética capaz de sacar a la humanidad de la decadencia tenía una justificación, que depende precisamente de la posición peculiar del arte entre las formas del mundo moral-metafísico.

Al igual que la religión, el arte se le presenta a Nietzsche como un fenómeno del pasado: es como la juventud del individuo moderno, llena de errores, pero de la que nos acordamos con emoción. La humanidad se encuentra cerca ya del momento en que se celebrará, con respecto al arte, sólo “fiestas de la memoria”. Sin embargo, lo que llega a su ocaso no es el arte entendido como una imaginaria esencia suprahistórica, sino el arte como se ha venido determinando en el mundo de la racionalidad socrática. La primera razón del ocaso del arte parece ser su vínculo con la religión.

El arte, efectivamente, ha asumido un significado fundamental en nuestra civilización sólo en la medida en que se ha hecho portador de contenidos religiosos. Así, a través de su necesaria referencia a perspectivas metafísicas como la del carácter aparente del mundo y la existencia de algo permanente en el Ser, el arte actúa en sentido tranquilizador de modo análogo a como lo hace la metafísica. Sin embargo, hay una forma de otorgar tranquilidad que es propia del arte, ya que no consiste sólo en teorizar una perfecta racionalidad del todo, o en predicar una perfección y felicidad que se promete sólo para una vida futura. Esta forma de narcotizar propia del arte consiste en que invierte el mundo de tensión y de amenaza en el que por lo general se desarrolla nuestra vida.

Sin embargo, esta inversión sólo es engañosa y efímera. El “arte-narcótico” funciona como alivio pasajero, que ayuda incluso a soportar la esclavitud de los días no festivos. En el carácter temporal, casi fugaz, de este consuelo reside el carácter contradictorio del arte en el mundo presente, y también la raíz de su ocaso, al igual que ocurre con la metafísica, la religión y la moral. En esta dirección se ha desarrollado la condición del arte en nuestro mundo, que es el de la afirmación de la sociedad industrial y de la violencia que lo acompaña, el mundo en que se ha perdido el tiempo para el otium y el gusto por la forma. En esta condición, el arte no muere sólo como todas las formas espirituales de las que ya no sentimos necesidad, en la desaparición general de toda mediación simbólica entre exigencias productivas y exigencias de la organización y de la disciplina social. El arte muere también porque decae al mismo nivel que sus productos:

El arte en la época del trabajo.- Tenemos la conciencia de una edad laboriosa: esto no nos permite dar al arte las horas y las mañanas mejores, ni aunque se tratara del arte más grande y digno. Para nosotros es una cosa de ocio, de recreación, le dedicamos los restos de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas, y éste es el hecho más general por el que ha cambiado la posición del arte respecto a la vida (…). Para el arte podría haber llegado el final, por tanto, ya que le falta el aire y la libre respiración: o bien el gran arte busca, en una especie de vulgarización y disfraz, ambientarse en ese otro aire (o al menos resistir en él), que es justamente el elemento natural sólo para el pequeño arte, para el arte de la recreación, de la distracción placentera. Esto sucede hoy en todas partes; también los artistas del gran arte prometen recreación y distracción, también ellos se dirigen al cansado, también ellos le ruegan que les conceda las horas nocturnas de su jornada laboral exactamente igual que los artistas de la diversión, quienes se contentan con obtener una victoria contra la grave seriedad de las frentes y las ojeras. Pero ¿cuál es el artificio de sus compañeros mayores? Éstos tienen en sus cajas los más violentos medios de excitación. El pensamiento genera convulsiones lacrimosas; con éstas abruman al hombre cansado y lo lleva a una sobreexcitación fatigada por la vigilia, en un estar fuera de sí de éxtasis y de terror. Por la peligrosidad de sus medios, deberíamos encolerizarnos con el gran arte, en la forma en que vive hoy como ópera, tragedia y música. ¿Tendríamos que encolerizarnos como con una pérfida pecadora? Claro que no, porque preferiría cien veces vivir en el puro elemento del silencio matinal y dirigirse a las matutinas almas en espera, frescas y llenas de fuerza, de los espectadores y oyentes. Agradezcámosle el hecho de que prefiera vivir así antes que huir, pero confesémonos también que, para una edad que un día introducirá de nuevo en la vida días de fiesta y de alegría libres y plenos, nuestro gran arte será inutilizable”[1]

Los límites de la momentaneidad, especialización y artificiosidad de la experiencia estética representan uno de los aspectos relevantes de la supresión de la relativa autonomía de lo simbólico en la sociedad de la racionalidad socrática. Si el arte, para mantenerse, debe recurrir a los alicientes de las emociones fuertes, esto significa que tiende a rebajarse a las exigencias sensibles inmediatas, ya sea porque corresponde a exigencias más toscas, ya sea porque tiende a convertirse en función inmediata de la vida práctica, esto es, en pura y simple “reproducción de la fuerza de trabajo”. 

La funcionalización del arte para la reproducción de la fuerza de trabajo conduce a la experiencia estética hacia su ocaso como forma simbólica autónomamente relevante. El significado positivo, al menos parcial, que Nietzsche reconoce al arte se encuadra en ese fenómeno tan amplio que se puede indicar como la “relativa autonomía de lo simbólico”, hostil a esa reducción a la que lo quiere someter la racionalidad. En el período que supera esta fase del inicio de la civilización socrática, las varias formas espirituales han conservado siempre una autonomía relativa que les ha permitido diferenciarse y desarrollarse en figuras múltiples: las que constituyen la sustancia de nuestra tradición moral, filosófica, religiosa y artística. Como muestra de forma destacada el ejemplo del arte reducido a instrumento de recreación, o sea, de reproducción pura y simple de la fuerza de trabajo, en su fase de máximo despliegue la racionalidad tiende a eliminar las mediaciones simbólicas achatándolas en un vínculo de inmediata referencia a las exigencias de la producción y de la organización social. De este modo, la violencia oculta que siempre ha obrado incluso en el mundo del símbolo tiende a manifestarse y a explicitar sus vínculos con la violencia de las instituciones sociales. 


[1] El viajero y su sombra. 170.

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