24 ago 2015

EL NIETZSCHE DE TERRY EAGLETON: UN MATERIALISTA DIONISÍACO



Según el autor inglés Terry Eagleton, no resulta complicado establecer ciertos paralelismos entre el materialismo histórico y el pensamiento de Nietzsche. Por muy escasa que sea la atención de Nietzsche a cuestiones como la industria, el trabajo o las relaciones laborales, es indudable que se trata de un materialista puro y duro. Es el cuerpo, según Nietzsche, el que produce toda posible verdad a la que podamos acceder. El mundo es como es únicamente a causa de la estructura peculiar de nuestros sentidos, de tal modo que una biología distinta nos entregaría un universo completamente diferente. La verdad es sólo un efecto de nuestra interacción sensorial con nuestro entorno, el resultado de lo que necesitamos para sobrevivir y crecer: “Con bastante frecuencia me he preguntado si la filosofía en general, a grandes rasgos, no ha sido hasta ahora más que una interpretación y un malentendido del cuerpo.”[1]

Nietzsche, como Marx, introduce una sospecha en la ingenua confianza del pensamiento en su propia autonomía y, por ello, vuelve la mirada hacia el horror de la sangre y el esfuerzo en el que realmente brotan las ideas. Esa sangre y ese esfuerzo es lo que Nietzsche denomina “genealogía”, en contraste con el evolucionismo consolador de la “Historia”. La genealogía desenmascara los vergonzosos orígenes de las nociones nobles, arrojando luz sobre el oscuro taller donde se forja todo pensamiento. Los valores morales no son sino el resultado de una historia de deudas, tortura, obligación, venganza, en definitiva, de todo el horroroso proceso mediante el cual el animal humano ha sido sistemáticamente debilitado a fin de adaptarse a la sociedad civilizada.

Para Nietzsche, igual que para Marx, la “moralidad” no es tanto un conjunto de problemas como un problema en sí mismo; los filósofos pueden haber puesto en duda algunos valores morales concretos, pero todavía no han cuestionado el propio concepto de moralidad. Si para Marx las fuerzas productivas están constreñidas por un conjunto de relaciones sociales, para Nietzsche los instintos vitales productivos son reducidos y debilitados por lo que se conoce como la sujeción moral, la cobardía y la moralidad abstracta del “rebaño” de la sociedad convencional. La ley crea esa invención judeocristiana del sujeto “libre”, mientras una introyección masoquista abre ese espacio interior de culpabilidad, enfermedad y mala conciencia que algunos prefieren denominar “subjetividad”.

Eagleton, sin embargo, parece centrarse en una etapa de Nietzsche en la que aún quedan algunos restos de esteticismo wagneriano. Para el autor inglés, Nietzsche deduce el estímulo erótico de la tortura que la humanidad se inflige a sí misma y esto, insinúa, es lo que constituye la misma humanidad. Es más, esta criatura que tiende tan compulsivamente a la autoflagelación no es sólo una obra de arte en sí misma, sino la fuente de toda sublimación y, por extensión, de todos los fenómenos estéticos. La cultura hunde sus raíces en el autodesprecio.

Si bien parece difícil, a primera vista, encontrar un paralelismo entre el Nietzsche de Eagleton y el marxismo, el autor inglés encuentra claras similitudes en lo que concierne a la teleología de ambas posiciones. Para Nietzsche, el desmoronamiento de la vieja estructura instintiva del animal humano es, por un lado, una pérdida catastrófica que nos arroja a la más traicionera e ilusoria de todas las facultades humanas: la conciencia. Sin embargo, ese declive también marca un avance importantísimo; si la corrupción del instinto hace más precaria la vida humana, también abre de golpe nuevas posibilidades por lo que se refiere a experimentos y aventuras. La represión de los impulsos es la base de todo arte y de toda civilización, abriendo como hace un vacío en el ser humano que sólo la cultura puede llenar. 

El hombre moral es así un puente o transición al ultrahombre: sólo cuando las viejas inclinaciones salvajes han sido sublimadas por la imposición de la moralidad de “rebaño” será capaz el animal humano del futuro de tomar en su mano estas potencialidades y ligarlas a su voluntad autónoma. El individuo del futuro torcerá estos poderes forjándose a sí mismo en una criatura libre, liberando la diferencia, la heterogeneidad y su unicidad de la constricción de una ética homogénea. La muerte del instinto y el nacimiento del sujeto es en este sentido una feliz decadencia, en el que la peligrosa confianza en la razón calculadora supone a la vez un debilitamiento del carácter y la llegada de una existencia más rica.

Es precisamente en esta mitología del valle de lágrimas y la salvación donde Eagleton encuentra una clara analogía entre Nietzsche y el materialismo histórico. También para el marxismo la transición de la sociedad tradicional al capitalismo pasa por una ley falsamente homogeneizadora: la del intercambio económico o la democracia burguesa, que reduce la particularidad concreta hasta convertirla en un tornillo. Ahora bien, este declive es positivo, porque en el interior de ese caparazón de la desigualdad abstracta se desarrollan las mismas fuerzas que podrían abrir, más allá del reino de la necesidad, algún ámbito de libertad, diferencia y exceso. En la medida en que forma al trabajador organizado colectivamente y desarrolla una pluralidad de poderes históricos, el capitalismo, para Marx, siembra la semilla de su propia disolución con la misma seguridad con la que, a ojos de Nietzsche, prepara el terreno para el nacimiento de un hombre superior. Y Marx, como Nietzsche, a veces parece contemplar este vuelco como una superación de la moralidad como tal. Cuando Nietzsche habla del modo en el que la conciencia abstrae y empobrece lo real, su lenguaje es afín al discurso marxiano sobre el valor de cambio. A los ojos de Nietzsche la lógica es una ficción, puesto que no hay dos cosas que puedan ser idénticas; pero, igual que la equivalencia del valor de cambio, se trata de algo a la vez represivo y potencialmente liberador.

Si Marx y Nietzsche están de acuerdo en algo es en el rechazo del carácter anodino del idealismo y las doctrinas trascendentales. “El mundo verdadero”, comenta Nietzsche en un lenguaje que no sorprendería a Marx, “se ha erigido en contradicción con el mundo real”. Los dos reivindican un tipo de energía —de la producción, la vida o la voluntad de poder— que es la fuente y medida de todo valor, pero que al mismo tiempo subyace a ese valor. Están igualmente de acuerdo en su utopismo en clave negativa, que especifica las formas generales del porvenir más que prefigurar sus contenidos. Ambos imaginan el futuro en términos de excedente, exceso, superación, al recobrar una sensibilidad y especificidad perdidas a través de un concepto transfigurado de medida. 

Para Nietzsche, la conciencia en sí misma es incurablemente idealista, imprime engañosamente un ser estable en el proceso material regido por el cambio, el devenir, la multiplicidad, la oposición, la contradicción, la guerra. Para Marx, este impulso metafísico o reificador de la inteligencia parece ser inherente a las condiciones específicas del fetichismo de la mercancía, donde el cambio es congelado y naturalizado de una forma similar. Ambos se muestran escépticos respecto a la categoría de sujeto, aunque Nietzsche en mayor medida que Marx. Para el último Marx, el sujeto aparece simplemente como el sostén de la estructura social; desde el punto de vista de Nietzsche, el sujeto es un mero engaño gramatical, una ficción conveniente para sostener la acción.

Tanto sujetos como objetos son, para Nietzsche, meras ficciones, efectos provisionales de fuerzas más profundas. Este punto de vista excéntrico no es quizá más que la verdad diaria del orden capitalista: esos objetos que para Nietzsche constituyen nudos de fuerza transitorios no son, en cuanto mercancías, más que puntos de intercambio efímeros. El sujeto humano, a pesar de todos sus privilegios ontológicos, se disuelve igualmente en las condiciones actuales hasta reducirse al reflejo de procesos más profundos y más determinantes. Es este hecho el que Nietzsche pretende convertir en ventaja y en camino para el futuro ultrahombre. Como empresario ideal del futuro, esta criatura ha aprendido a renunciar a todos los viejos consuelos del alma —esencia, identidad, sustancia, continuidad—, viviendo provisionalmente y con iniciativa, dejándose llevar por la corriente vital de la propia existencia. 

El ultrahombre de Nietzsche, a los ojos de Eagleton, no es ningún samurái, sino un individuo moderado, refinado, profundamente vitalista y magnánimo en sus modales. En realidad, la objeción más pertinente que se podría dirigir contra ese modelo es que, a pesar de las alforjas con las que se presenta, a la hora de la verdad no parece que vaya a emprender un viaje al más allá. Y mientras Marx propone que la liberación de los poderes humanos individuales ha de conseguirse a través de la libre autorrealización de todo el mundo, Nietzsche, como Schiller, parece preferir un grupo de elite. El ultrahombre de Nietzsche puede manifestar benevolencia, pero más bien como ese monarca todopoderoso que necesita relajarse magnánimamente (y en el último segundo) ante el débil. 

Para Nietzsche, la vida es dura, salvaje, indiferente; pero esto constituye, tanto como un hecho, una fuente de energía exuberante, indestructible, que ha de ser éticamente imitada. La voluntad de poder no dicta valores particulares; sólo exige que tú hagas lo que ella hace, a saber: vivir en un estilo cambiante, experimental, proclive a la improvisación y dando forma a una multiplicidad de valores. 

Y si la voluntad de poder es el gran artefacto del ultrahombre, el arte es, de principio a fin, el gran tema de Nietzsche. Lo estético no es una cuestión de representación armoniosa, sino de energías productivas informes, en sí mismas vitales, que no paran de producir unidades constituidas provisionalmente en un juego eterno consigo mismo. Lo que es estético en la voluntad de poder es exactamente esta autodegeneración carente de fundamento y meta, el modo por el que se determina a sí misma de modo diferente en cada momento a partir de profundidades insonsables. El universo, para Nietzsche, es una obra de arte que se da luz a sí misma; y el artista o ultrahombre es aquel capaz de explotar este proceso en nombre de su propia y libre autoproducción. Esta estética de la producción es el enemigo de toda experiencia contemplativa al estilo kantiano, esto es, de esa mirada interesada al objeto estético reificado que suprime el turbulento proceso de su creación.

El ultrahombre es el enemigo de todas las costumbres establecidas socialmente, de todas las formas políticas adecuadas; su placer en afrontar el peligro, los riesgos, su incesante reconstrucción de sí mismo es ante todo una conducta que se rebela ante lo habitual, ante lo dado. Lo estético como autorrealización se contrapone radicalmente aquí a la estética como costumbre o inconsciente social. En virtud de una especie de inversión del proyecto clásico de la estética, el instinto ahora incorporará a la razón: la consciencia, adecuadamente estetizada como intuición corporal, asumirá las funciones conservadoras de la vida una vez satisfechas por los impulsos más bajos. La consecuencia será la deconstrucción de la oposición entre intelecto e instinto, voluntad y necesidad, de lo cual el arte es el paradigma supremo.

Sin embargo, a juicio de Eagleton, esta fuerza de estetización puede ser vista como el alimento ideal para una sociedad consumista, en la que el apremiante deseo de productividad infinita se convierte en un fin en sí mismo, con cada productor encerrado en un eterno combate con los demás. Es como si Nietzsche encontrara en el irracionalismo socialmente organizado algo de la propia naturaleza autotélica del arte. Vivir peligrosamente, experimentalmente, puede tal vez poner en peligro las certezas metafísicas, pero esta activa autoimprovisación no es un estilo de vida extraño en la sociedad de mercado. Nietzsche es un pensador sorprendentemente radical y capaz de demoler a golpes toda nuestra superestructura. Sin embargo, su radicalismo es infinitamente más tibio por lo que se refiere a los cimientos del edificio: “En lo que concierte a la base, sin embargo, su radicalismo deja todo exactamente como estaba, incluso más aún si cabe”, sentencia Eagleton. 


[1] La ciencia jovial, prólogo 2. 

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