Si bien es cierto que hay muchos brotes prometedores de resistencia regional e internacional contra el neoliberalismo, también cabe preguntarse: ¿cuál es la situación respecto al frente de combate contra el neoimperialismo? Aquí el escenario sigue siendo más sombrío. Los primeros Foros Sociales han evitado cuidadosamente el tópico —aparentemente demasiado candente— del nuevo belicismo norteamericano. En Europa, hubo no poca gente que engullendo la idea de un humanismo militar en defensa de los derechos humanos apoyó el bombardeo de Belgrado. Entre los gobiernos, naturalmente, se ve aún menos apetito para enfrentar la potencia hegemónica en su terreno más fuerte, el campo militar. La reacción de los varios gobiernos latinoamericanos a la invasión de Iraq podría resumirse en el repudio inmediato del cual fue objeto el desgraciado embajador chileno en las Naciones Unidas por parte del presidente socialdemócrata Lagos, cuando en un momento distraído de una charla informal condenó la agresión angloamericana y por ello recibió una telegrama furioso por parte de la Moneda en donde se le ordenaba rectificar su lapsus. Chile no condenó la agresión; la “lamentó”. Los otros gobiernos latinoamericanos no han demostrado mayor coraje: las únicas dos excepciones fueron Cuba y Venezuela.
Ahora bien, este frente de resistencia a la nueva hegemonía mundial exige una crítica consistente de sus conceptos clave. Aquí la batalla de ideas para la construcción de una alternativa tiene que concentrar sus miras en dos puntos decisivos: los derechos humanos y las Naciones Unidas, que se han convertido en día instrumentos de la estrategia global de la potencia hegemónica.
Tomemos primero los derechos humanos. Históricamente, la declaración que los introdujo al mundo, de 1789, ha sido una de las grandes proezas políticas de la revolución francesa. Pero, como era de esperarse, a esta noción –fruto de la ideología de una gran revolución burguesa– le faltaba una base filosófica que la sostuviera. El derecho no es un fenómeno antropológico: es un concepto jurídico, que no tiene significado fuera de un marco legal que instituye tal o cual derecho en un código de leyes. No puede haber derechos humanos en abstracto, es decir, trascendente respecto a cualquier estado concreto, sin la existencia de un código de leyes. Hablar de derechos humanos como si estos pudieran preexistir mas allá de las leyes que les darían vida –como es común– es una mitificación. Fue por eso que el pensador utilitarista clásico, Jeremy Bentham, las denominó “tonterías en zancos” y Marx, cuya opinión de Bentham no era muy alta, en este punto le dio toda la razón, sin dudar en citarlo a tal propósito.
El hecho obvio es que no puede haber derechos humanos como si fueran dados de una antropología universal, no solamente porque su idea es un fenómeno relativamente reciente, sino también porque no hay ningún consenso universal en la lista de tales derechos. De acuerdo con la ideología dominante, la propiedad privada –inclusive, naturalmente la que concierne los medios de producción– es considerada un derecho humano fundamental, proclamado como tal, por ejemplo, en la guerra contra Yugoslavia, cuando el ultimátum norteamericano a Rambouillet que deflagró el ataque de la OTAN exigió no solamente libertad y seguridad para la población de Kosovo, el libre movimiento de las tropas de la OTAN a través del territorio yugoslavo, sino también tranquilamente estipuló –cito– que “Kosovo tiene que ser una economía del mercado”. Incluso, dentro de los parámetros de la ideología dominante en EU, se contrapone diariamente el derecho a decidir con el derecho a vivir respecto al tema del aborto. No hay ningún criterio racional para discriminar entre tales construcciones, pues los derechos son constitutivamente maleables y arbitrarios como toda noción política: cualquiera puede inventar uno a su propio antojo. Lo que normalmente representan son intereses y es el poder relativo de estos intereses lo que determina cuál de las diversas construcciones rivales predomina. El derecho al empleo, por ejemplo, no tiene ningún estatuto en las doctrinas constitucionales de los países del Norte; el derecho a la herencia, sí. Entender esto no implica ninguna postura nihilista. Si bien los derechos humanos (pero no los derechos legales) son una confusión filosófica, existen necesidades humanas que en efecto prescinden de cualquier marco jurídico y corresponden en parte a fenómenos antropológicos universales –tales como la necesidad de alimentación, de abrigo, de protección contra la tortura o el maltrato– y en parte corresponden a exigencias que son, hegelianamente, productos del desarrollo histórico –tales como las libertades de expresión, diversión, organización y otras–. En este sentido, en vez de derechos, es siempre preferible hablar de necesidades: una noción más materialista y menos equívoca.
Pasemos ahora a nuestro humanismo militar, escudo ilustrado de los derechos humanos en la nueva hegemonía mundial. He observado que el Foro Social y más generalmente los movimientos alterglobalistas han prestado poca atención al neoimperialismo, prefiriendo concentrar su fuego en el neoliberalismo. Sin embargo, hay un lema internacional movilizador muy sencillo que podrían adoptar. Este consiste en exigir el cierre de todas —repito todas— las bases militares extranjeras en todo el mundo. Actualmente, EU mantiene tales bases en más de cien —repito, cien— países alrededor del planeta. Debemos exigir que cada una de estas bases sea cerrada y evacuada, desde la más antigua e infame de todas, aquí en Guantánamo, hasta las más nuevas, en Kabul, Bishkek y Bagdad; lo mismo para las bases británicas, franceses, rusas y otras. ¿Qué justificación tienen estos tumores innumerables en el flanco de la soberanía nacional, si no es simplemente la raison d’etre del Imperio y sus aliados?
Las bases militares norteamericanas constituyen la infraestructura estratégica fundamental de la potencia hegemónica. Las Naciones Unidas, ellas, proveen una superestructura imprescindible de sus nuevas formas de dominación. Desde la primera Guerra del Golfo en adelante, la ONU ha funcionado como un instrumento dócil de sus sucesivas agresiones, manteniendo durante un decenio el bloqueo criminal de Iraq, que ha causado entre 300 y 500 mil muertos, la mayoría niños, consagrando el ataque de la OTAN contra Yugoslavia, donde propició y sigue propiciando servicios posventas a los agresores en Kosovo, y ahora colaborando con los ocupantes de Iraq para edificar un gobierno de marionetas norteamericanas en Bagdad y coleccionando fondos de otros países para financiar los costos de la conquista del país. Desde la desaparición de la Unión Soviética, el mando de Washington sobre la ONU se volvió casi ilimitado. La Casa Blanca escogió directamente, sin ningún pudor, al actual Secretario General como su mayordomo administrativo en Manhattan, descartando a su predecesor como insuficientemente servil a Estados Unidos. El FBI abiertamente escucha a escondidas a todas las delegaciones extranjeras en la Asamblea General. La CIA penetró sin siquiera desmentir sus actividades —del conocimiento público— el cuerpo de los así llamados inspectores en Iraq, de pie a cabeza. No hay medida de soborno o chantaje que no utilice diariamente el Departamento de Estado para doblegar a los representantes de las naciones a su voluntad. Hay ocasiones, aunque cada vez más raras, cuando la ONU no aprueba explícitamente los proyectos y decisiones de EU en los que Washington toma la iniciativa unilateralmente y entonces la ONU lo autoriza posfacto, como un hecho consumado. Lo que jamás acontece ahora es que la ONU rechace o condene una acción estadounidense.
La raíz de esta situación es muy simple. La ONU fue construida en los tiempos de Roosevelt y Truman como una máquina de dominación de las grandes potencias sobre los demás países del mundo, con una fachada de igualdad y democracia en la Asamblea General y una concentración férrea del poder en manos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, arbitrariamente escogido entre los vítores de una guerra que no tiene ninguna relevancia hoy. Esta estructura profundamente oligárquica se presta a cualquier tipo de mando y manipulación diplomáticos. Es esto lo que ha conducido a la organización –que en principio debería ser un baluarte de la soberanía nacional de los países pobres del mundo– a su prostitución actual, convertida en una mera máscara para la demolición de esta soberanía en nombre de los derechos humanos, transformados a su vez –naturalmente– en el derecho de la potencia hegemónica de bloquear, bombardear, invadir y ocupar países menores, según le venga en gana.
¿Qué remedio es concebible a esta situación? Todos lo proyectos de reforma del Consejo de Seguridad se han hundido a partir del rechazo de los monopolistas del veto a renunciar a sus privilegios, que ellos tienen además el poder de proteger. Todos los reclamos de la Asamblea General para una democratización de la organización han sido, y serán, en vano. La única solución plausible a este impasse parecería ser el retiro de la organización de uno o varios países grandes del Tercer Mundo, que podrían deslegitimarla hasta que el Consejo de Seguridad sea forzado a aceptar su ampliación y una redistribución de poderes reales dentro de la Asamblea General. De la misma manera, además, la única esperanza de desarme nuclear serio es el retiro de uno o varios países del Tercer Mundo del infame Tratado de No Proliferación Nuclear —que debiera ser llamado el Tratado para la Preservación del Oligopolio Nuclear— para forzar a los verdaderos detectores arrogantes de los armamentos de destrucción masiva a renunciar a sus privilegios. Samir Amin ha hablado aquí de la necesidad de restaurar cualquier resistencia seria a la nueva hegemonía mundial. Estoy de acuerdo. Añadiré que los principios de tal igualdad tienen que ser no solamente económicos y sociales dentro las naciones, sino también políticos y militares entre las naciones.
Estamos lejos de esto hoy, tan lejos como puede verse en la última resolución del Consejo de Seguridad, votada en el pasado mes de octubre. En ésta, el órgano supremo de Naciones Unidas solemnemente ha dado su bienvenida al consejo títere de las fuerzas de ocupación de Iraq designándolo como la encarnación de la soberanía iraquí, condenado los actos de resistencia a la ocupación, llamado a todos los países a ayudar en la reconstrucción de Iraq bajo los designios de esas mismas fuerzas títeres y nombrado a Estados Unidos como el mandatario reconocido de una fuerza multinacional de ocupación del país. Esta resolución, que no es otra cosa que el acto de bendición de la ONU a la conquista de Iraq, fue aprobada unánimemente. La firmaron Francia, Rusia, China, Alemania, España, Bulgaria, México, Chile, Guinea, Camerún, Angola, Siria, Pakistán, Reino Unido y Estados Unidos. La Francia supuestamente gaullista, la China supuestamente popular, Alemania y Chile supuestamente socialdemócratas, Siria supuestamente baasista, Angola rescatada una vez por Cuba de su propia invasión, para no hablar de los demás clientes mas familiares de EU, todos cómplices de la recolonización de Iraq. Esta es la nueva hegemonía mundial. Combatámosla.
El autor es Editor de la revista New Left Review. El texto es la intervención en la Conferencia General del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), La Habana, Cuba, 30 de octubre de 2003.
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