3 abr 2008

CONTRA LA EXCEPCIONALIDAD ESPAÑOLA. España no es diferente


Entristece echar un vistazo a las listas de libros más vendidos en España. Cada semana, junto a los ya habituales títulos de Ken Follet o J. K. Rowling, entre los pelotazos mediáticos de Punset y José Antonio Marina, encontramos siempre algún gran tomo relacionado con aquello que coloquialmente solemos denominar, con más o menos acierto, “la idea de España”. Así, desde célebres historiadores hasta filósofos de renombre, desde tertulianos de emisora de radio hasta ex presidentes del gobierno, son muchos los autores que se lanzan a la aventura de encontrar o relanzar la excepcionalidad española. Los títulos de estas obras suelen rozar lo épico y lo angustioso, la exaltación romántica y el pesimismo desgarrador; se habla del regreso de las dos Españas, de las diecisiete ideas de España, de España ante el desafío de la Modernidad, de la España plural en la encrucijada, de España como problema, España no es un mito, España amenazada, Zapatero I de Expaña o, como en el caso de Sánchez Dragó, que ha recurrido a un chiste fácil: y si habla mal de España... es español.

Este panorama editorial resulta deprimente por varios motivos. En primer lugar, entristece porque permite confirmar que los españoles no sólo compran pocos libros y leen aún menos, sino que además tienen un gusto literario bastante trasnochado. En segundo lugar, demuestra que una gran parte de la derecha española, educada tal vez en los valores románticos y épicos de otros tiempos, mantiene una tendencia masoquista y morbosa que le lleva a hurgar continuamente en su herida más dolorosa, a saber, la del fracaso de España como imperio, como guía universal y como faro evangelizador y romántico frente a los perversos valores que representaba una Europa moderna, laica y liberal (a decir verdad, sólo una parte de Europa). Por último, permite comprobar que todavía se insiste en estereotipos (la imagen romántica de España), crisis históricas (el desastre del 98, el fracaso de la II República, la guerra civil, la posguerra, etc) e interpretaciones culturales e historiográficas (la picaresca como freno para la modernización social, la ausencia de una revolución burguesa, el fracaso de la industrialización en el sur de España, etc) para configurar un panorama dramático y extremadamente pesimista de la España contemporánea.

A decir verdad, somos muchos los que creemos que España no es un país especial. Esa es nuestra modesta y desapasionada posición. Desde luego no trataremos de negar la importancia de algunos acontecimientos excepcionales de nuestra historia reciente, como la guerra civil y la posterior dictadura militar de cuarenta años. Se trata, sencillamente, de atribuir estos problemas a factores económicos, sociales e históricos, y no a la particular forma de ser de los españoles. Precisamente fue el estereotipo de la España romántica lo que sirvió a los tecnócratas del Opus Dei para legitimar la dictadura franquista. Se decía que los españoles no estaban preparados para vivir en democracia, que eran demasiado apasionados, que tenían una tendencia innata a la pereza y que no sabían resolver sus diferencias de forma pacífica. También se decía que los españoles eran feos y de corta estatura, aunque los últimos treinta años hayan servido, entre otras cosas, para confirmar que las mejoras políticas y económicas también pueden tener unos efectos sorprendentes en los cuerpos, en la sexualidad e incluso en el gusto estético.

En definitiva, no aceptamos la “excepcionalidad española”. Es cierto que el siglo XIX español no fue como el francés, el alemán o el británico, pero tampoco fue muy diferente al portugués, al griego, al serbio o al turco. Junto a los fracasos colectivos hubo también otras realidades positivas: primeros códigos de leyes, construcción de una administración de justicia, industrialización en el norte del país, crecimiento económico más o menos sostenido desde 1870, desarrollo de algunas ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao, formación de una sociedad civil, primeros movimientos obreros y primeros pasos para proyectos educativos como la Institución Libre de Enseñanza.

La ausencia de una gran transformación industrial y liberal en la España contemporánea admite diferentes explicaciones. Y me atrevería a asegurar que todas ellas, mal que les pese a los historiadores y ensayistas románticos, no se deben a problemas de conciencia nacional ni a la singularidad del carácter español. Las causas deben buscarse en otros factores. Por apuntar sólo algunos, habría que insistir en el escaso empuje de los incentivos favorables a la inversión y la innovación ante un marco institucional que discriminaba la reinversión de los excedentes en el proceso de producción; en las desventajas derivadas de una orografía poco favorable para el desarrollo en infraestructuras y una climatología poco propicia para la diversificación productiva; en la baja calidad de la tierra en una gran parte del territorio peninsular, especialmente en las zonas centro y sur; o en la ausencia de los recursos naturales fundamentales para el crecimiento económico hasta bien entrado el siglo XX.

Estas explicaciones causales, confirmadas por historiadores tan prestigiosos como Juan Pablo Fusi, José Álvarez Junco, Jordi Palafox o Gabriel Tortella, son el resultado de importantes trabajos empíricos y de interminables discusiones académicas. Ninguno de estos argumentos, no obstante, es suficiente para vender un best-seller, ni para crear una bitácora polémica, ni para mantener una divertida tertulia de café junto a intelectuales literarios, y mucho menos para transformar algunos de los tópicos más arraigados acerca de la “españolidad”, la “esencia de España” o el destino fatal de España (o Expaña, como dicen los malos agoreros). Ni tan siquiera el debate político suele canalizarse a través de estos argumentos.

Es por esta actitud, por esta falta de profundidad, por esta extraña pereza mental de algunos españoles, por esta aceptación casi inconsciente de los estereotipos y las visiones esencialistas frente a las explicaciones causales y los trabajos empíricos, por lo que algunos hemos llegado a asegurar que la España contemporánea huele a cloaca. Con esto no queremos ofender a nadie; no dictamos una condena a cadena perpetua, ni tampoco una pena de muerte. Reconocemos la capacidad de nuestro reo para cambiar, para abandonar sus malos hábitos y para asearse un poco el rostro, los dientes e incluso el recto. Del mismo modo que hemos aprendido que los españoles no somos enanos y feos por naturaleza, también podemos aprender a asearnos y a respetar el derecho de los demás a respirar bien. Pero para ello, claro, antes habrá que aceptar que fue la modernidad la que nos trajo los grifos con agua caliente, y que hasta la roña más incrustada puede desaparecer cuando uno dispone de las condiciones necesarias para que así suceda.

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