Resulta evidente que el fenómeno de las migraciones internacionales se ha convertido en uno de los más complejos y polémicos de las sociedades contemporáneas. En España, por ejemplo, acabamos de vivir recientemente un episodio —la negativa del Ayuntamiento de Vic a empadronar a “indocumentados”— que ha venido a confirmar lo que muchos temíamos: la creciente xenofobia de una sociedad en crisis, recién despertada de un falso sueño de prosperidad y ansiosa por encontrar un chivo expiatorio sobre el que descargar toda la frustración y ansiedad acumuladas. Pero el problema de las migraciones contiene más ingredientes. Se observa xenofobia, es cierto, pero también una preocupante impotencia a la hora de dirigir el debate hacia el verdadero núcleo de la cuestión, esto es, la jerarquía global de la división del trabajo entre países ricos y pobres y la creación de un "mercado de trabajo de los desterrados" (la ilegalidad como explotación). Tanto el xenófobo pequeñoburgués como el ilustrado conformista que se preocupa por el futuro de los servicios públicos y sociales parecen caer en una peligrosa miopía de sesgo nacional(ista). Y más allá de estos discursos, ¿qué hay?
No hay demasiado, tristemente. Un rápido vistazo a la actual literatura sociológica sobre migraciones nos llevaría a identificar tres grandes esquemas de análisis: en primer lugar, una línea de pensamiento ortodoxa y liberal, encabezada por Giovanni Sartori, en la que predomina la crítica al multiculturalismo y la defensa de las políticas de integración (o más bien asimilación) frente a las de ciudadanización; en segundo lugar, una línea sociológica de tipo académico, encabezada por Saskia Sassen, que se centra en el carácter sistémico, estructurado y autorregulado de los movimientos migratorios, concediendo una importancia decisiva a las políticas de inclusión y ciudadanización; y, por último, una línea alternativa, claramente influida por la Escuela de Frankfurt y el postestructuralismo de Foucault, Deleuze y Negri, que trata de huir de la victimización del migrante para encontrar en él una condición, cuando menos, ambivalente: negación de un orden internacional, por un lado, pero también afirmación de una lucha consciente por abandonar una zona de sombra y salir al encuentro de una nueva forma de vida, por otro.
Esta última línea, totalmente alejada de los habituales debates mediáticos e institucionales, parece ofrecer nuevas herramientas conceptuales para enfocar el debate sobre las migraciones internacionales. Obviamente, no se trata de erigir al migrante en el nuevo sujeto político revolucionario, como parecen sugerir Negri y Hardt en algunos pasajes de Imperio y Multitud, ni de caer en una ingenua celebración de su supuesta condición híbrida y nómada, como harían multiculturalistas y posmodernos. El migrante al que nos referimos no es un estudiante europeo de posgrado, dotado de un pasaporte granate, políglota, con un futuro relativamente asegurado y ansioso por acumular experiencias personales. El migrante que nos preocupa es un trabajador poco cualificado que se ha visto obligado a “exiliarse” de su país a causa de la pobreza, la violencia o la falta de esperanza imperantes en su región, y para el que la integración en un nuevo país supone una experiencia muchas veces traumática. Esta es la línea de estudio en la que podemos encuadrar la obra Derecho de fuga. Migraciones, ciudadanía y globalización, de Sandro Mezzadra.
El migrante que describe Mezzadra nos interesa por dos razones principalmente políticas: de un lado, por su condición ambivalente, en tanto que objeto de la constricción ejercida por unas fuerzas económicas y tecnológicas despiadadas, pero también como sujeto de un cambio, de una experiencia, de un éxodo. De otro lado, nos interesa su capacidad para poner de manifiesto las paradojas de ese propio modelo político-económico (democracia-liberal) de pretensiones globales, que concede una libertad infinita a mercancías y capitales, pero no a personas; que “exporta” y exige cínicamente a otros unos derechos humanos que ella misma restringe cuando le conviene (léase el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, sobre la libertad de circulación y residencia); y que incluso condiciona la residencia del migrante a la obtención de una situación laboral de duración indeterminada, aun cuando su propia ortodoxia economicista remarca obsesivamente que se trata de una modalidad de contratación anticuada, “rígida” y poco adecuada para las bonanzas que promete el nuevo capitalismo.
En esa difícil encrucijada, sorteando cualquier tentación victimizadora o pesimista, Sandro Mezzadra observa la migración bajo un nuevo prisma: el derecho de fuga. Deleuze utilizó a menudo el concepto de “línea de fuga” para designar una huida por la cual se abandona lo que se debía ser para ir al encuentro de otras formas de vida. La huida no constituye una renuncia a la acción: es un movimiento absolutamente activo. Por esta razón, afirma Mezzadra, “la fuga, como categoría política, ha sido vista siempre con desconfianza. Cercada entre el oportunismo, el miedo y la cobardía, aparece peligrosamente cercana a la traición”. Pero Mezzadra no ignora que el fugitivo, el desertor, también ha inspirado imaginarios de emancipación, rebeldía y ruptura con un orden social injusto. El migrante no es un héroe, ni lo pretende; pero tampoco es una mera víctima o un espécimen exótico llegado para despertar la curiosidad y servir de inspiración a bohemios y artistas. El migrante es una figura heterogénea, ambivalente, compleja, necesitada de igualdad pero también de diferenciación.
Según Mezzadra, la tendencia de algunos analistas a poner el acento sobre los elementos sistémicos —es decir, sobre los factores geopolíticos y político-económicos que impulsan las migraciones— es más que discutible en unas sociedades marcadas por continuos elementos de imprevisibilidad, además de por la multiplicación y aceleración de las interconexiones del mundo globalizado. Así, apoyándose en las investigaciones feministas que desde los años setenta observan la subjetividad de las mujeres migrantes, Mezzadra sostiene que la migración no representa solamente una respuesta obligada y casi automática ante situaciones de necesidad económica, sino también una voluntad consciente de abandonar el yugo de sociedades dominadas por el patriarcado, la violencia o, evidentemente, la miseria. Esto no supone negar los aspectos objetivos y socioeconómicos que subyacen a la división internacional del trabajo. Al contrario, la reivindicación de ese “derecho de fuga” permite superar, en el plano conceptual, la interesada distinción entre “migrantes” y “prófugos”, en virtud de la cual se podía dar un estatus diferenciado al recién llegado: como mano de obra barata, si huía de la miseria; como “refugiado”, si huía de un gobierno o grupo étnico violento. En definitiva, la categoría de “derecho de fuga” permite recuperar “la naturaleza en última instancia política de las disputas que genera hoy el fenómeno migratorio, en una situación en la que, como escribió Zygmunt Bauman, la libertad de movimiento tiende a transformarse en el principal factor de estratificación de las sociedades contemporáneas y en uno de los criterios fundamentales alrededor de los cuales se definen las nuevas jerarquías sociales”.
Continuando con este sutil juego de equilibrios entre el reconocimiento de la subjetividad y la diferencia del migrante, por un lado, y la denuncia de las nuevas jerarquías sociales del mundo globalizado, por otro, Mezzadra se centra también en la cuestión de la ciudadanía y el problema de la pertenencia. La fuga de un espacio político, social y cultural no lleva aparejada, por lo general, una demanda de plena adhesión a un nuevo espacio político, social y cultural. De hecho, cada vez son más numerosos los migrantes que reclaman una doble pertenencia, es decir, que pretenden otorgar contenido político a un ámbito hasta ahora aterritorial como es el transnacional. “¿Es posible una política de ciudadanía que valore —se pregunta Mezzadra— el elemento de la disidencia, la experiencia común de la no pertenencia, la reivindicación colectiva de una irrepetible diferencia?”. Frente a una concepción de la ciudadanía como un marco jurídico-institucional previo, de naturaleza rígida y excluyente, Mezzadra observa la pertenencia no como un “estatus legal”, sino como “una forma de identificación, un tipo de identidad política: algo que debe ser construido y que no está dado empíricamente”. En definitiva, Mezzadra desconfía de una política de “ciudadanización” que, por un lado, pretende resolver de una vez y para siempre los problemas de la migración por medio de una inclusión pensada como integración y, por otro, ignora las demandas de ciudadanía de los inmigrantes, que muy raras veces desarrollan una petición de integración total.
El análisis de Mezzadra tampoco pasa por alto, como es lógico, la mediación del Estado en el intento de control despótico de la movilidad del trabajo. Es innegable que la migración se está convirtiendo en un banco de prueba para la puesta en práctica de nuevas formas de intervención jurídico-administrativa. Los casos más llamativos serían los de la criminalización del "indocumentado" (incluyendo a sus "cómplices" y "encubridores") y su reclusión en los llamados Centros de Internamiento de Extranjeros (Unión Europea). Sin embargo, el régimen de gobierno de las migraciones trasciende el estrecho marco del Estado-nación. A pesar de que los efectos más evidentes y “mediáticos” consistan en el endurecimiento de las políticas de extranjería, en la fortificación de las fronteras nacionales o en la agilización de los procesos de expulsión, lo cierto es que el régimen global de gobierno de las migraciones está construido sobre un esquema esencialmente híbrido de soberanía, en cuyo funcionamiento concurren los Estados nacionales, organizaciones postnacionales como la Unión Europa y organismos internacionales como la Organización Internacional para las Migraciones. Este régimen global no apunta tanto a la exclusión como a encauzar y disciplinar la movilidad del trabajo.
Por último, resulta inevitable subrayar la clara influencia que la corriente operaísta ejerce sobre el pensamiento de Mezzadra. Su defensa de la autonomía de las migraciones, entendida como “la posibilidad que ofrece de reconstruir un cuadro de las transformaciones del capitalismo contemporáneo desde el punto de vista del trabajo vivo y de su subjetividad”, entronca con aquella concepción del joven Marx según la cual la economía política olvida que los trabajadores son seres vivos y se limita a considerarlos, únicamente, por su valor como mercancía.
No hay demasiado, tristemente. Un rápido vistazo a la actual literatura sociológica sobre migraciones nos llevaría a identificar tres grandes esquemas de análisis: en primer lugar, una línea de pensamiento ortodoxa y liberal, encabezada por Giovanni Sartori, en la que predomina la crítica al multiculturalismo y la defensa de las políticas de integración (o más bien asimilación) frente a las de ciudadanización; en segundo lugar, una línea sociológica de tipo académico, encabezada por Saskia Sassen, que se centra en el carácter sistémico, estructurado y autorregulado de los movimientos migratorios, concediendo una importancia decisiva a las políticas de inclusión y ciudadanización; y, por último, una línea alternativa, claramente influida por la Escuela de Frankfurt y el postestructuralismo de Foucault, Deleuze y Negri, que trata de huir de la victimización del migrante para encontrar en él una condición, cuando menos, ambivalente: negación de un orden internacional, por un lado, pero también afirmación de una lucha consciente por abandonar una zona de sombra y salir al encuentro de una nueva forma de vida, por otro.
Esta última línea, totalmente alejada de los habituales debates mediáticos e institucionales, parece ofrecer nuevas herramientas conceptuales para enfocar el debate sobre las migraciones internacionales. Obviamente, no se trata de erigir al migrante en el nuevo sujeto político revolucionario, como parecen sugerir Negri y Hardt en algunos pasajes de Imperio y Multitud, ni de caer en una ingenua celebración de su supuesta condición híbrida y nómada, como harían multiculturalistas y posmodernos. El migrante al que nos referimos no es un estudiante europeo de posgrado, dotado de un pasaporte granate, políglota, con un futuro relativamente asegurado y ansioso por acumular experiencias personales. El migrante que nos preocupa es un trabajador poco cualificado que se ha visto obligado a “exiliarse” de su país a causa de la pobreza, la violencia o la falta de esperanza imperantes en su región, y para el que la integración en un nuevo país supone una experiencia muchas veces traumática. Esta es la línea de estudio en la que podemos encuadrar la obra Derecho de fuga. Migraciones, ciudadanía y globalización, de Sandro Mezzadra.
El migrante que describe Mezzadra nos interesa por dos razones principalmente políticas: de un lado, por su condición ambivalente, en tanto que objeto de la constricción ejercida por unas fuerzas económicas y tecnológicas despiadadas, pero también como sujeto de un cambio, de una experiencia, de un éxodo. De otro lado, nos interesa su capacidad para poner de manifiesto las paradojas de ese propio modelo político-económico (democracia-liberal) de pretensiones globales, que concede una libertad infinita a mercancías y capitales, pero no a personas; que “exporta” y exige cínicamente a otros unos derechos humanos que ella misma restringe cuando le conviene (léase el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, sobre la libertad de circulación y residencia); y que incluso condiciona la residencia del migrante a la obtención de una situación laboral de duración indeterminada, aun cuando su propia ortodoxia economicista remarca obsesivamente que se trata de una modalidad de contratación anticuada, “rígida” y poco adecuada para las bonanzas que promete el nuevo capitalismo.
En esa difícil encrucijada, sorteando cualquier tentación victimizadora o pesimista, Sandro Mezzadra observa la migración bajo un nuevo prisma: el derecho de fuga. Deleuze utilizó a menudo el concepto de “línea de fuga” para designar una huida por la cual se abandona lo que se debía ser para ir al encuentro de otras formas de vida. La huida no constituye una renuncia a la acción: es un movimiento absolutamente activo. Por esta razón, afirma Mezzadra, “la fuga, como categoría política, ha sido vista siempre con desconfianza. Cercada entre el oportunismo, el miedo y la cobardía, aparece peligrosamente cercana a la traición”. Pero Mezzadra no ignora que el fugitivo, el desertor, también ha inspirado imaginarios de emancipación, rebeldía y ruptura con un orden social injusto. El migrante no es un héroe, ni lo pretende; pero tampoco es una mera víctima o un espécimen exótico llegado para despertar la curiosidad y servir de inspiración a bohemios y artistas. El migrante es una figura heterogénea, ambivalente, compleja, necesitada de igualdad pero también de diferenciación.
Según Mezzadra, la tendencia de algunos analistas a poner el acento sobre los elementos sistémicos —es decir, sobre los factores geopolíticos y político-económicos que impulsan las migraciones— es más que discutible en unas sociedades marcadas por continuos elementos de imprevisibilidad, además de por la multiplicación y aceleración de las interconexiones del mundo globalizado. Así, apoyándose en las investigaciones feministas que desde los años setenta observan la subjetividad de las mujeres migrantes, Mezzadra sostiene que la migración no representa solamente una respuesta obligada y casi automática ante situaciones de necesidad económica, sino también una voluntad consciente de abandonar el yugo de sociedades dominadas por el patriarcado, la violencia o, evidentemente, la miseria. Esto no supone negar los aspectos objetivos y socioeconómicos que subyacen a la división internacional del trabajo. Al contrario, la reivindicación de ese “derecho de fuga” permite superar, en el plano conceptual, la interesada distinción entre “migrantes” y “prófugos”, en virtud de la cual se podía dar un estatus diferenciado al recién llegado: como mano de obra barata, si huía de la miseria; como “refugiado”, si huía de un gobierno o grupo étnico violento. En definitiva, la categoría de “derecho de fuga” permite recuperar “la naturaleza en última instancia política de las disputas que genera hoy el fenómeno migratorio, en una situación en la que, como escribió Zygmunt Bauman, la libertad de movimiento tiende a transformarse en el principal factor de estratificación de las sociedades contemporáneas y en uno de los criterios fundamentales alrededor de los cuales se definen las nuevas jerarquías sociales”.
Continuando con este sutil juego de equilibrios entre el reconocimiento de la subjetividad y la diferencia del migrante, por un lado, y la denuncia de las nuevas jerarquías sociales del mundo globalizado, por otro, Mezzadra se centra también en la cuestión de la ciudadanía y el problema de la pertenencia. La fuga de un espacio político, social y cultural no lleva aparejada, por lo general, una demanda de plena adhesión a un nuevo espacio político, social y cultural. De hecho, cada vez son más numerosos los migrantes que reclaman una doble pertenencia, es decir, que pretenden otorgar contenido político a un ámbito hasta ahora aterritorial como es el transnacional. “¿Es posible una política de ciudadanía que valore —se pregunta Mezzadra— el elemento de la disidencia, la experiencia común de la no pertenencia, la reivindicación colectiva de una irrepetible diferencia?”. Frente a una concepción de la ciudadanía como un marco jurídico-institucional previo, de naturaleza rígida y excluyente, Mezzadra observa la pertenencia no como un “estatus legal”, sino como “una forma de identificación, un tipo de identidad política: algo que debe ser construido y que no está dado empíricamente”. En definitiva, Mezzadra desconfía de una política de “ciudadanización” que, por un lado, pretende resolver de una vez y para siempre los problemas de la migración por medio de una inclusión pensada como integración y, por otro, ignora las demandas de ciudadanía de los inmigrantes, que muy raras veces desarrollan una petición de integración total.
El análisis de Mezzadra tampoco pasa por alto, como es lógico, la mediación del Estado en el intento de control despótico de la movilidad del trabajo. Es innegable que la migración se está convirtiendo en un banco de prueba para la puesta en práctica de nuevas formas de intervención jurídico-administrativa. Los casos más llamativos serían los de la criminalización del "indocumentado" (incluyendo a sus "cómplices" y "encubridores") y su reclusión en los llamados Centros de Internamiento de Extranjeros (Unión Europea). Sin embargo, el régimen de gobierno de las migraciones trasciende el estrecho marco del Estado-nación. A pesar de que los efectos más evidentes y “mediáticos” consistan en el endurecimiento de las políticas de extranjería, en la fortificación de las fronteras nacionales o en la agilización de los procesos de expulsión, lo cierto es que el régimen global de gobierno de las migraciones está construido sobre un esquema esencialmente híbrido de soberanía, en cuyo funcionamiento concurren los Estados nacionales, organizaciones postnacionales como la Unión Europa y organismos internacionales como la Organización Internacional para las Migraciones. Este régimen global no apunta tanto a la exclusión como a encauzar y disciplinar la movilidad del trabajo.
Por último, resulta inevitable subrayar la clara influencia que la corriente operaísta ejerce sobre el pensamiento de Mezzadra. Su defensa de la autonomía de las migraciones, entendida como “la posibilidad que ofrece de reconstruir un cuadro de las transformaciones del capitalismo contemporáneo desde el punto de vista del trabajo vivo y de su subjetividad”, entronca con aquella concepción del joven Marx según la cual la economía política olvida que los trabajadores son seres vivos y se limita a considerarlos, únicamente, por su valor como mercancía.
*Sandro Mezzadra es profesor de Teoría Política Contemporánea y de Estudios poscoloniales en la Università di Bologna. Codirector de la revista DeriveApprodi y colaborador de publicaciones italianas como Il Manifesto, ha sido animador del Colectivo Genova Città Aperta que impulsó las jornadas de movilizaciones en la ciudad de Génova el pasado 2001 y ha participado en distintas experiencias ligadas a los Centros Sociales italianos.
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