5 may 2008

CONTRA LOS DERECHOS HUMANOS, de Slavoj Zizek

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AUTOR: SLAVOJ ZIZEK.
FUENTE:
New Left Review, nº 34 (edición en castellano, SEP/OCT 2005)

Las apelaciones contemporáneas a los derechos humanos dentro de nues­tras sociedades liberal-capitalistas descansan en general sobre tres supues­tos. El primero, que dichas apelaciones se oponen a modos de fundamentalismo que naturalizan o convierten en esenciales rasgos contingentes históricamente condicionados. En segundo lugar, que los dos derechos más básicos son la libertad de elección y el derecho a dedicar la propia vida a la búsqueda del placer (no a sacrificarlo por una causa ideológica superior). Y tercero, que la apelación a los derechos humanos puede for­mar la base para una defensa contra el «exceso de poder».

Empecemos por el fundamentalismo. A este respecto, el mal (por para­frasear a Hegel) reside a menudo en la mirada que lo percibe. Tomemos a los Balcanes durante la década de 1990, espacio de transgresiones ge­neralizadas de los derechos humanos. ¿En qué punto se «balcanizaron» –con todo lo que ese término designa para el imaginario ideológico eu­ropeo actual– los Balcanes, una región geográfica de la Europa suroriental? La respuesta es: a mediados del siglo XIX, cuando los Balcanes que­daron plenamente expuestos a los efectos de la modernización europea. La diferencia entre las anteriores percepciones de Europa occidental y la imagen «moderna» es asombrosa. Ya en el siglo XVI, el naturalista francés Pierre Belon podía señalar que «los turcos no obligan a nadie a vivir como turco». No sorprende, pues, que tantos judíos encontraran asilo y libertad religiosa en Turquía y en otros países musulmanes después de que Fer­nando e Isabel los expulsaran de España en 1492, con el resultado de que, en un supremo giro irónico, los viajeros occidentales se molestaran por la presencia pública de los judíos en las grandes ciudades turcas. He aquí, de entre una larga serie de ejemplos, un informe de N. Bisani, un italiano que visitó Estambul en 1788:

Un extranjero que haya contemplado la intolerancia de Londres y París se sor­prenderá mucho al ver aquí una iglesia entre una mezquita y una sinagoga, y un derviche al lado de un fraile capuchino. No sé cómo este gobierno puede haber admitido en su seno religiones tan opuestas a la suya. Debe de ser por una de­generación del mahometanismo por lo que se puede producir tan feliz contraste. Lo que asombra aún más es encontrar que este espíritu de tolerancia es generalizado entre el pueblo; porque aquí uno ve a turcos, judíos, católicos, armenios, griegos y protestantes conversando juntos sobre temas de negocios o de placer con tanta armonía y buena voluntad como si fueran del mismo país y religión1.

La mismísima característica que Occidente celebra hoy como signo de su superioridad cultural —el espíritu y la práctica de la tolerancia multicultural— se despacha, pues, como efecto de la «degeneración» islámica. El ex­traño destino de los monjes trapenses de Etoile Marie es igualmente re­velador. Expulsados de Francia por el régimen napoleónico, se instalaron en Alemania, pero fueron expulsados en 1868. Como ningún otro país cristiano estaba dispuesto a acogerlos, pidieron permiso al sultán para comprar tierra cerca de Banja Luka, en la parte serbia de la actual Bosnia, donde vivieron felices por siempre, hasta que se vieron atrapados en los conflictos balcánicos entre cristianos.

¿Dónde se originaron, entonces, las características fundamentalistas —intolerancia religiosa, violencia étnica, fijación con el trauma histórico— que Occidente asocia ahora con «lo balcánico»? Claramente, en el propio Occidente. En un buen ejemplo de la «determinación reflexiva» de Hegel, lo que los europeos oc­cidentales observan y deploran en los Balcanes es lo que ellos mismos intro­dujeron allí; lo que combaten es su propio legado histórico desbocado. No ol­videmos que los dos grandes crímenes étnicos imputados a los turcos en el siglo XX —el genocidio armenio y la persecución de los kurdos— no fueron co­metidos por fuerzas políticas musulmanas tradicionalistas, sino por los modernizadores militares que intentaban liberar a Turquía del lastre de su mundo an­tiguo y convertirla en un Estado-nación europeo. El viejo sarcasmo de Mladen Dolar, basado en una lectura detallada de las referencias de Freud a la región, que decía que el inconsciente europeo está estructurado como los Balcanes, es por consiguiente literalmente cierto: disfrazado de la Alteridad de lo «balcáni­co», Europa es consciente del «extraño que hay en sí», de su yo reprimido.

Pero deberíamos también examinar en qué aspectos la esencialización «fundamentalista» de rasgos contingentes es en sí misma un rasgo de la democracia liberal-capitalista. Está de moda quejarse de que la vida pri­vada se ve amenazada o que incluso está despareciendo, ante la capaci­dad de los medios para exponer en público los detalles personales más íntimos de uno. Cierto, con la condición de que les demos la vuelta a las cosas: lo que realmente está desapareciendo aquí es la vida pública, la es­fera pública propiamente dicha, en la que uno opera como agente sim­bólico que no se puede reducir a un individuo privado, a un conjunto de atributos, deseos, traumas e idiosincrasias personales. El tópico de la «so­ciedad del riesgo» –de acuerdo con el cual el individuo contemporáneo se experimenta a sí mismo como algo completamente «desnaturalizado», en referencia incluso a sus rasgos más «naturales», desde la identidad étnica hasta la preferencia sexual, como algo elegido, históricamente con­tingente, aprendido– es por consiguiente profundamente engañoso. Lo que observamos hoy es el proceso opuesto: una renaturalización sin pre­cedentes. Todos los grandes «asuntos públicos» se traducen ahora en ac­titudes hacia la regulación de idiosincrasias «naturales» o «personales».

Esto explica por qué, en un plano más general, los conflictos etnorreligiosos pseudonaturalizados son la forma de lucha que mejor se adapta al capitalismo planetario. En la era de la «pospolítica», cuando la política propiamente dicha está siendo progresivamente sustituida por una administración social exper­ta, el único resto de fuentes de conflicto legítimas son las tensiones cultura­les (religiosas) o naturales (étnicas). Y la «evaluación» es precisamente la re­gulación de la promoción social que encaja con esta renaturalización. Quizá haya llegado el momento de reafirmar, como verdad de la evaluación, la ló­gica pervertida a la que Marx hace referencia irónicamente cuando describe el fetichismo de la mercancía, citando el consejo de Dogberry a Seacoal al fi­nal del capítulo 1 de El Capital: «Ser un hombre bien parecido es un don de las circunstancias, pero saber leer y escribir viene de naturaleza». Hoy en día, ser un experto informático o un próspero gestor es un don de la naturaleza, pero tener unos labios o unos ojos hermosos es cuestión de cultura.


La falta de libertad de elección

En cuanto a la libertad de elección: he escrito en otra parte sobre la pseudoelección ofrecida a los adolescentes de las comunidades amish a quie­nes, tras la educación más estricta, se les invita a los diecisiete años a zambullirse en todos los excesos de la cultura capitalista contemporánea, un remolino de coches rápidos, sexo salvaje, drogas, alcohol, etc.2. Tras dos años, se les permite escoger si quieren volver a la senda amish. Como han sido educados en la práctica ignorancia de la sociedad estadouni­dense, los jóvenes están muy poco preparados para enfrentarse a tal per­misividad, lo cual en la mayoría de los casos genera una reacción de an­siedad insoportable. La enorme mayoría opta por volver a la reclusión de su comunidad. Es un perfecto ejemplo de las dificultades que invariable­mente acompañan a la «libertad de elección»: aunque a los muchachos amish se les da formalmente una libre elección, las condiciones en las que deben tomar su decisión hacen que ésta no sea libre.

El problema de la pseudoelección demuestra también las limitaciones de la actitud liberal habitual hacia las mujeres musulmanas que llevan velo: acep­table si es su propia elección y no algo impuesto por el esposo o la fami­lia. Sin embargo, en el momento en que una mujer se lo pone por decisión propia, el significado del velo cambia por completo: ya no es un signo de pertenencia a la comunidad musulmana, sino una expresión de individualidad idiosincrásica. En otras palabras, una elección es siempre una meta-elección, se elige la modalidad de la elección en sí: es sólo la mujer que decide no llevar velo la que efectivamente ejerce una elección. Por eso, en nuestras democracias liberales laicas, quienes mantienen una sustancial creencia religiosa se encuentran en una posición subordinada: su fe es «to­lerada» por constituir su propia elección personal, pero en el momento en que la presentan públicamente como lo que es para ellos –una cuestión de pertenencia sustancial– los acusan de «fundamentalismo». Claramente, el «tema de la libre elección», en el sentido multicultural «tolerante», sólo pue­de emerger como resultado de un proceso extremadamente violento de ser desarraigado del mundo y la vida particular de cada uno.

La fuerza sustancial de la noción ideológica de «libertad de elección» dentro de la democracia capitalista la ilustró bien el destino del ultramodesto pro­grama de reforma sanitaria presentado por el gobierno de Clinton. El grupo de presión médico (dos veces más fuerte que el desdichado grupo de pre­sión que la defendió) consiguió trasladar a la opinión pública la idea de que de alguna manera la asistencia sanitaria universal amenazaría la libertad de elección en dicho campo. Contra esta convicción, toda enumeración de los «datos puros» resultó ineficaz. Estamos aquí en el mismísimo centro nervio­so de la ideología liberal: la libertad de elección, basada en la noción del su­jeto «psicológico», dotado de propensiones que él o ella se esfuerza por com­prender. Y esto es especialmente aplicable hoy, en la era de la «sociedad del riesgo», en la que la ideología reinante se esfuerza por decirnos que las mis­mísimas inseguridades causadas por el desmantelamiento del Estado del bien­estar suponen una oportunidad para alcanzar nuevas libertades. Si la flexibilización del empleo supone que tienes que cambiar de trabajo cada año, ¿por qué no verlo como una liberación de las restricciones impuestas por una carrera profesional permanente, como una oportunidad de reinventar-se a uno mismo y de realizar el potencial oculto de tu personalidad? Si se produce una reducción en tu seguro sanitario básico y en tu plan de jubila­ción, que te obliga a contratar una cobertura añadida, ¿por qué no percibir­lo como una oportunidad adicional de escoger entre un mejor estilo de vida hoy o la seguridad a largo plazo? Si este aprieto te causa ansiedad, los ideó­logos de la «segunda modernidad» diagnosticarán que deseas «escapar de la libertad», de que te aferras de manera inmadura a las viejas formas estables. Mejor aún, cuando esto se inscribe en la ideología del sujeto en cuanto in­dividuo «psicológico», preñado de habilidades naturales, la persona tenderá automáticamente a interpretar todos estos cambios como el resultado de su personalidad, no como el resultado de haber sido sacudida por las fuerzas del mercado.


La política del goce

¿Y qué decir del derecho básico a la búsqueda del placer? La política de hoy se preocupa cada vez más por las formas de solicitar y controlar el jouissance. La oposición entre el Occidente liberal-tolerante y el islam fundamentalista se condensa muy frecuentemente como la oposición en­tre, por un lado, el derecho de una mujer a la libre sexualidad, incluida la libertad de mostrarse o exhibirse y de provocar o incomodar a los hom­bres; y, por el otro, los desesperados intentos masculinos de suprimir o controlar esta amenaza. (Los talibanes prohibieron a las mujeres llevar ta­cones con punta metálica, porque los sonidos del taconeo debajo de un burka que todo lo tapa podrían suponer un atractivo erótico irresistible.)

Ambos bandos, por supuesto, disfrazan ideológica y moralmente su postura. Para Occidente, el derecho de las mujeres a exhibirse provocativamente ante el deseo masculino se legitima como el derecho a disfrutar de su cuerpo como les plazca. En el islam, el control de la sexualidad femenina se legitima por la defensa de la dignidad de las mujeres contra el hecho de ser reducidas a ob­jetos de la explotación masculina. Por consiguiente, cuando el Estado francés prohíbe a las niñas musulmanas llevar velo en el colegio, se puede decir que se les permite disponer de su cuerpo como quieran. Pero también se puede sostener que la verdadera razón traumática de quienes critican el «fundamen-talismo» musulmán es que había mujeres que no participaban en el juego de poner su cuerpo a disposición de la seducción sexual, o del intercambio so­cial y la circulación implicada en esto. De una manera u otra, todas las demás cuestiones –el matrimonio entre homosexuales y la adopción, el aborto, el di-vorcio– hacen referencia a esto. Lo que ambos polos comparten es un méto­do disciplinario estricto, dirigido de manera diferente: los «fundamentalistas» regulan la autoexhibición femenina para impedir la provocación sexual; los li­berales feministas políticamente correctos imponen una reglamentación del comportamiento no menos severa, destinada a contener las formas de acoso.

Las actitudes liberales hacia el otro se caracterizan por el respeto a la al-teridad, la apertura a ella, y un temor obsesivo al acoso. En resumen, el otro es bien recibido siempre que su presencia no sea intrusiva, en la me­dida en que no sea realmente el otro. En consecuencia, la tolerancia coin­cide con su opuesto. Mi deber de ser tolerante con el otro o la otra significa en realidad que no debería acercarme demasiado a ellos, no in­miscuirme en su espacio; en resumen, que debería respetar su intoleran­cia a mi exceso de proximidad. Esto está emergiendo cada vez más como el derecho humano fundamental de la sociedad capitalista avanzada: el derecho a no ser «acosado», es decir, a mantenerse a una distancia segu­ra de los demás. Lo mismo se puede decir de la lógica emergente del mi­litarismo humanitario o pacifista. La guerra es aceptable en la medida en que intente provocar la paz, o la democracia, o las condiciones para dis­tribuir la ayuda humanitaria. ¿Y no es válido esto mismo para la demo­cracia o los propios derechos humanos? Los derechos humanos están bien si se «replantean» para incluir la tortura y el estado de emergencia per­manente. La democracia está bien si se limpia de sus excesos populistas y se limita a quienes poseen la madurez suficiente para practicarla.

Atrapados en el ciclo vicioso del jouissance imperativo, la tentación es optar por lo que parece su opuesto «natural», la renuncia violenta al jouissance.

Quizá éste sea el motivo subyacente de los denominados fundamentalismos: el esfuerzo por contener (lo que a ellos les parece) un excesivo «hedonismo narcisista» de la cultura laica contemporánea con un llamamiento a reintro-ducir el espíritu de sacrificio. Una perspectiva psicoanalítica nos permite in­mediatamente ver por qué dicho esfuerzo es equivocado. El gesto en sí de desechar el goce –«¡Basta de autoindulgencia decadente! ¡Renuncia y purifí-cate!»– produce de por sí un goce añadido. ¿Acaso no exudan el hedor de la fascinación por un letal juissance obsceno todos los universos «totalitarios» que exigen de sus súbditos un violento (auto)sacrificio a la causa? Por el con­trario, una vida orientada a la búsqueda de placer exigirá la dura disciplina de un «estilo de vida sano» –correr, hacer dieta, relajación mental– para dis­frutar al máximo. La orden de diversión emitida por el superego está inhe­rentemente entrelazada con la lógica del sacrificio. Ambos forman un ciclo vicioso, en el que cada extremo apoya al otro. No es nunca una mera elec­ción entre cumplir con el deber o esforzarse por obtener placer y satisfacción. Esta elección elemental siempre va unida a otra, entre elevar a deber supre­mo el esfuerzo por alcanzar el placer, o cumplir con el deber no por el de­ber en sí sino por la gratificación que proporciona. En el primer caso, los pla­ceres son mi deber, y la búsqueda «patológica» del placer se sitúa en el espacio formal del deber. En el segundo, el deber es mi placer, y cumplir con mi deber se sitúa en el espacio formal de las satisfacciones «patológicas».


¿Defensa contra el poder?

Pero si bien los derechos humanos en cuanto oposición al fundamentalismo y búsqueda de la felicidad nos conducen a contradicciones inflexibles, ¿no constituyen después de todo una defensa contra el exceso de poder? En sus análisis sobre 1848, Marx formuló la extraña lógica de que por su propia na­turaleza el poder se da «en exceso». En El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte y en Las luchas de clase en Francia de 1848 a 1850, «complicó» de una manera adecuadamente dialéctica la lógica de la representación social (los agentes políticos que representan a las clases y a las fuerzas económicas). Al hacerlo, fue mucho más allá de la idea habitual sobre estas «complicaciones», de acuerdo con la cual la representación política nunca refleja directamente la estructura social: un solo agente político puede representar a diferentes grupos sociales, por ejemplo, o una clase puede renunciar a su representa­ción directa y dejar a otra la tarea de garantizar las condiciones político-jurí­dicas de su gobierno, como hizo la clase capitalista inglesa al dejar en ma­nos de la aristocracia el ejercicio del poder político. Los análisis de Marx apuntan a lo que Lacan articularía, más de un siglo después, como la «lógica del significante». Acerca del Partido del Orden, creado tras la derrota de la in­surrección de junio, Marx escribió que sólo después de que la victoria elec­toral de Luis Napoleón el 10 de diciembre permitiera a dicho partido «alejar» a su camarilla de republicanos burgueses se reveló el secreto de su existencia, la coalición de orleanistas y legitimistas en un partido. La clase burguesa se dividió en dos grandes facciones –los grandes terratenientes bajo la monarquía restaurada y la aristocracia financie­ra y la burguesía industrial bajo la monarquía de julio– que habían mantenido alternativamente el monopolio del poder. Borbón era el nombre monárquico para la influencia predominante de los intereses de una facción, Orleans el nombre monárquico para la influencia predominante de los intereses de la otra facción; el ámbito sin nombre de la república era el único en el que am­bas facciones podían mantener con igual poder el interés común de clase sin abandonar su rivalidad mutua3.

Ésta es, por consiguiente, la primera complicación. Cuando tratamos con dos grupos económicos o más, su interés común sólo puede representar­se disfrazado de negación de la premisa compartida por ambos: el deno­minador común de las dos facciones monárquicas no es el monarquismo, sino el republicanismo. (Al igual que hoy, el único agente político que re­presenta de manera congruente los intereses del capital propiamente di­cho, en su universalidad, por encima de facciones particulares, es la Ter­cera Vía «social liberal».) En consecuencia, en El dieciocho Brumario, Marx diseccionó la composición de la Sociedad del 10 de diciembre, el ejérci­to privado de secuaces de Luis Napoleón:

Junto a los roués decadentes con dudosos medios de subsistencia y de origen dudoso, junto a los vástagos arruinados y aventureros de la burguesía, había vagabundos, soldados desmovilizados, delincuentes habituales excarcelados, esclavos de galeras fugitivos, estafadores, asaltadores de bancos, lazzaroni, carteristas, embaucadores, jugadores, maquereaux [«proxenetas»], dueños de burdeles, porteadores, literatos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en resumen, toda la masa indefinida y desintegrada, arrojada aquí y allá, que los franceses llaman la bohème; a partir de este elemento afín Bonaparte formó el núcleo de la Sociedad del 10 de diciembre […]. Este Bona-parte, que se constituye en jefe del lumpemproletariado, que sólo entonces re­descubre en forma de masa los intereses que él personalmente persigue, que reconoce en esta escoria, estos despojos, desechos de todas las clases la úni­ca clase en la que se puede basar de manera incondicional, es el verdadero Bonaparte, el Bonaparte sans phrases4.

La lógica del Partido del Orden se lleva aquí a su conclusión radical. Del mismo modo que el único denominador común de todas las facciones monárquicas es el republicanismo, el único denominador común de to­das las clases es el exceso excremental, los residuos, las sobras, de todas las clases. Es decir, en la medida que el líder se considere por encima de todos los intereses de clase, su base de clase inmediata sólo puede estar constituida por los restos excrementales de todas las clases, los rechaza­dos desclasados de cada clase. Y, como Marx desarrolla en otro pasaje, es este respaldo de lo «abyecto social» el que permite a Bonaparte cambiar de posición según lo necesite, representando por turno a cada clase con­tra las demás.

En cuanto autoridad ejecutiva que se ha hecho independiente, Bonaparte sien­te que su tarea es salvaguardar el «orden burgués». Pero la fuerza de este or­den burgués radica en la clase media. Por consiguiente, él se presenta como representante de la clase media y emite decretos en este sentido. No obstan­te, sólo es alguien porque ha roto el poder de esa clase media y sigue rom­piéndolo a diario. Se muestra, por consiguiente, como un opositor al poder político y literario de la clase media5.

Pero hay más. Para que este sistema funcione –es decir, para que el líder se mantenga por encima de las clases y no actúe como representante di­recto de una clase cualquiera– también tiene que actuar como represen­tante de una clase particular: de la clase que, precisamente, no está sufi­cientemente constituida para actuar como agente unido que exige una representación activa. Esta clase de personas que no pueden representar­se a sí mismas y por consiguiente sólo pueden ser representadas es, por supuesto, la de los pequeños campesinos, que forman una enorme masa, cuyos miembros viven en condiciones similares pero sin establecer múltiples relaciones entre sí. Su modo de producción los aísla a unos de otros en lugar de reunirlos en un intercambio mutuo […]. En consecuencia son incapaces de imponer sus intereses de clase en su propio nombre, ya sea mediante un parlamento o mediante una convención. No pue­den representarse, necesitan ser representados. Su representante debe al mis­mo tiempo parecer su señor, una autoridad sobre ellos, un poder guberna­mental ilimitado que los protege contra las demás clases y les envía la lluvia y el sol desde arriba. La influencia política de los pequeños campesinos, por consiguiente, encuentra su expresión suprema en el poder ejecutivo que su­bordina la sociedad a sí mismo6.

Estas tres características juntas forman la estructura paradójica de la repre­sentación populista bonapartista: mantenerse por encima de todas las cla­ses, cambiar de una a otra, supone basarse directamente en los abyec­tos/restos de todas las clases, más la referencia suprema a la clase de aquellos incapaces de actuar como un agente colectivo que exige repre­sentación política. Esta paradoja se basa en el exceso constitutivo de re­presentación sobre los representados. Desde el punto de vista de la ley, el poder estatal meramente representa los intereses de sus súbditos; está al servicio de éstos, es responsable ante ellos, y está sometido a su control. Sin embargo, desde el punto de vista del superego subyacente, el mensa­je público de responsabilidad está complementado por el mensaje obsceno del ejercicio incondicional del poder: «las leyes no me obligan real­mente, puedo hacer lo que quiera, puedo tratarte como si fueras culpable si así lo decido, puedo destruirte a capricho». Este exceso obsceno es un ingrediente necesario de la noción de soberanía. La asimetría aquí es es­tructural: la ley sólo puede sostener su autoridad si los súbditos escuchan en ella el eco de la obscena e incondicional autoafirmación del poder.

Este exceso de poder nos lleva al argumento primordial contra las «grandes» intervenciones políticas que buscan una transformación global: las experien­cias terroríficas del siglo XX, una serie de catástrofes que precipitó una vio­lencia desastrosa a escala inaudita. Hay tres teorías principales sobre estas catástrofes. En primer lugar, la versión ejemplarizada por el nombre de Habermas: la Ilustración es en sí un proceso positivo y emancipador sin poten­cial «totalitario» inherente; las catástrofes acaecidas meramente indican que es todavía un proyecto inacabado, y nuestra tarea debería ser la de completar dicho proyecto. En segundo lugar, el punto de vista asociado con la Dialéc­tica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer y, hoy, con Agamben. La in­clinación «totalitaria» de la Ilustración es inherente y definitiva, su verdadera consecuencia es el «mundo administrado», y los campos de concentración y los genocidios son el punto final negativo y teleológico de toda la historia oc­cidental. En tercer lugar, el punto de vista desarrollado en las obras de Etienne Balibar, entre otros: la modernidad abre un campo de nuevas libertades, pero, al mismo tiempo, de nuevos peligros, y no hay una garantía teleológica suprema del resultado. La contienda sigue abierta y no está decidida.

El punto de partida del texto de Balibar sobre la violencia es la insuficiencia de la idea convencional hegeliana y marxista de «convertir» la violencia en instrumento de la Razón histórica, una fuerza que engendre una nueva for­mación social7. La brutalidad «irracional» de la violencia es así aufgehoben, «superada» en el estricto sentido hegeliano de la palabra, reducida a una «mancha» particular que contribuye a la armonía general del progreso histó­rico. El siglo XX nos enfrentó a catástrofes –algunas dirigidas contra las fuer­zas políticas marxistas, otras generadas por el propio compromiso marxista– que no pueden «racionalizarse» de esta forma. La instrumentación que las convierte en herramientas de la Astucia de la Razón no sólo es éticamente inaceptable sino también teóricamente errónea, ideológica en el sentido más firme del término. En su lectura atenta de Marx, Balibar percibe no obstante una oscilación entre esta «teoría de la conversión» teleológica de la violencia, y una noción mucho más interesante que percibe la historia como un pro­ceso abierto de luchas antagónicas, cuyo resultado «positivo» final no está ga­rantizado por ninguna necesidad histórica que lo englobe.

Balibar sostiene que, por razones estructurales necesarias, el marxismo es incapaz de pensar en el exceso de violencia que no se puede integrar en el relato del Progreso histórico. De manera más específica, es incapaz de proporcionar una teoría adecuada sobre el fascismo y el estalinismo y so­bre sus resultados «extremos», el holocausto y el gulag. Nuestra tarea es, por consiguiente, doble: desplegar una teoría para establecer que la violencia histórica es algo que ningún agente político puede instrumentar, que ame­naza con engolfar a ese mismo agente en un ciclo vicioso autodestructivo; y también plantear la cuestión de cómo convertir el proceso revoluciona­rio propiamente dicho en una fuerza civilizadora. Como contraejemplo, to­memos el proceso que condujo a la masacre del día de San Bartolomé. El objetivo de Catalina de Médicis era limitado y preciso: la suya era una tra­ma maquiavélica para asesinar al almirante de Coligny –un poderoso pro­testante partidario de la guerra contra España en Holanda– y hacer que la culpa recayera sobre la excesivamente poderosa familia católica de los Gui­sa. Catalina pretendía de esa forma diseñar la caída de las dos casas que suponían una amenaza para la unidad del Estado francés. Pero el intento de enfrentar a sus enemigos entre sí degeneró en un frenesí de sangre des­controlado. En su despiadado pragmatismo, Catalina no comprendió la pa­sión con la que los hombres se aferran a sus creencias.

Las intuiciones de Hannah Arendt son cruciales a este respecto, al hacer hin­capié en la distinción entre el poder político y el mero ejercicio de la violen­cia. Las organizaciones dirigidas por una autoridad apolítica directa –ejército, iglesia y escuela– representan ejemplos de violencia (Gewalt), no de poder político en el sentido estricto del término8. En este extremo, sin embargo, ne­cesitamos recordar la distinción entre la ley pública simbólica y su comple­mento obsceno. La noción del doble complemento obsceno del poder impli­ca que no hay poder sin violencia. El espacio político nunca es «puro» sino que siempre supone una cierta confianza en la violencia prepolítica. Por su­puesto, la relación entre el poder político y la violencia prepolítica es de im­plicación mutua. No sólo hace falta la violencia para complementar el poder, sino que el propio poder está siempre ya en la raíz de cualquier relación «apo­lítica» de violencia. La violencia aceptada y directa dentro del Ejército, la Igle­sia, la familia y otras formas sociales «apolíticas» es en sí misma una reificación de cierta lucha ético-política. La tarea del análisis crítico es la de discernir el proceso político oculto que sostiene estas relaciones «apolíticas» y «prepolíti-cas». En la sociedad humana, lo político es el principio estructurador general, de forma que toda neutralización de un contenido parcial caracterizándolo de «apolítico» es un gesto político par excellence.


La pureza humanitaria

Dentro de este contexto podemos situar la destacadísima cuestión de los derechos humanos: los derechos de quienes están muriéndose de ham­bre o expuestos a una violencia asesina. Rony Brauman, que coordinó la ayuda a Sarajevo, ha demostrado que la propia presentación de aquella crisis como «humanitaria», la propia transformación de un conflicto políti­co y militar en humanitario, estuvo sostenida por una decisión eminente­mente política; básicamente, la de adoptar el lado serbio en el conflicto. La celebración de la «intervención humanitaria» en Yugoslavia ocupó el lu­gar de un discurso político, sostiene Brauman, descalificando así por ade­lantado cualquier debate en contra9.

A partir de esta intuición particular podemos problematizar, a escala ge­neral, la política supuestamente despolitizada de los derechos humanos y verla como una ideología del intervencionismo militar que sirve a unos propósitos políticos y económicos específicos. Como Wendy Brown ha sugerido en referencia a Michael Ignatieff, dicho humanitarismo se presenta como una especie de antipolítica, una defensa pura de los ino­centes y de los impotentes frente al poder, una defensa pura del individuo contra las maquinarias inmensas y potencialmente crueles o despóticas de la cultura, el Estado, la guerra, el conflicto étnico, el tribalismo, el patriarcado, y otras movilizaciones o ejemplos del poder colectivo contra el individuo10.


Sin embargo, la cuestión es: ¿qué tipo de politización realizan quienes inter­vienen en defensa de los derechos humanos puestos en movimiento contra los poderes a los que ellos se oponen? ¿Son partidarios de una formulación diferente de la justicia, o se oponen a los proyectos de justicia colectivos? Por ejemplo, está claro que el derrocamiento de Saddam Hussein dirigido por Es­tados Unidos, legitimado con la disculpa de poner fin al sufrimiento del pue­blo iraquí, no sólo estuvo motivado por intereses políticos y económicos rea­listas sino que también se basó en una idea determinada sobre las condiciones políticas y económicas en las que se debía proporcionar la «libertad» al pue­blo iraquí: capitalismo liberal-democrático, inserción en la economía mundial de mercado, etc. La política puramente humanitaria y apolítica de meramen­te evitar el sufrimiento equivale, por lo tanto, a la prohibición implícita de ela­borar un verdadero proyecto colectivo de transformación sociopolítica.

En un plano aún más general, podríamos problematizar la oposición en­tre los derechos humanos universales (prepolíticos) poseídos por todo ser humano «en cuanto tal» y los derechos políticos específicos de un ciuda­dano, o miembro de una comunidad política particular. En este sentido, Balibar aboga por la «reversión de la relación histórica y teórica entre “hombre” y “ciudadano”» que procede «explicando que es la ciudadanía la que hace al hombre, no el hombre a la ciudadanía»11. Balibar alude aquí a la idea manifestada por Arendt sobre la situación de los refugiados:

La concepción de los derechos humanos basados en la existencia asumida de un ser humano como tal se rompió en el preciso momento en el que quienes profesaban creer en ella se vieron por primera vez frente a personas que ha­bían perdido de hecho todas las cualidades y relaciones específicas excepto la de seguir siendo humanos12.

Esta línea, por supuesto, conduce directamente a la noción del homo sacer planteada por Agamben, el ser humano reducido a la «vida desnuda». En una dialéctica propiamente hegeliana de lo universal y lo particular, es precisamente cuando el ser humano queda privado de la identidad socio-política particular que explica su ciudadanía determinada cuando –en un solo movimiento– cesa de ser reconocido o tratado como humano13. Pa­radójicamente, quedo privado de los derechos humanos en el momento preciso en el que quedo reducido a un ser humano «en general» y me con­vierto en el portador ideal de esos «derechos humanos universales» que me pertenecen independientemente de la profesión, el sexo, la nacionalidad, la religión, la identidad étnica, etcétera.

¿Qué les ocurre entonces a los derechos humanos cuando son los dere­chos del homo sacer, de los excluidos de la comunidad política; es decir, cuando ya no son útiles, porque son los derechos de aquellos que, pre­cisamente, no tienen derechos, y son tratados como inhumanos? Jacques Rancière propone una destacada inversión dialéctica: «cuando no son úti­les, se hace lo mismo que las personas caritativas con su ropa vieja. Se las dan a los pobres. Esos derechos que parecen inútiles en su lugar se envían al extranjero, junto con medicinas y ropa, a personas privadas de medicina, ropa y derechos». No obstante, no se vacían, porque «los nom­bres políticos y los lugares políticos nunca quedan meramente vacíos». Por el contrario, el vacío lo llena alguien o algo distinto:

si quienes sufren represión inhumana son incapaces de promulgar los derechos humanos que son su último recurso, alguien tendrá que heredar sus derechos para aplicarlos en su lugar. Esto es lo que se denomina el «derecho a la interfe­rencia humanitaria»; un derecho que algunos países asumen para supuesto be­neficio de poblaciones discriminadas, y muy a menudo contra el consejo de las propias organizaciones humanitarias. El «derecho a la interferencia humanitaria» podría describirse como una especie de «devolución al remitente»: los derechos no utilizados que habían sido enviados a quienes carecen de derechos son de­vueltos a los remitentes14.

Por consiguiente, por decirlo al estilo leninista: lo que «los derechos huma­nos de las víctimas sufrientes del Tercer Mundo» significan realmente hoy, en el discurso predominante, es el derecho de las potencias occidentales a in­tervenir política, económica, cultural y militarmente en los países del Tercer Mundo que decidan en nombre de la defensa de los derechos humanos. La referencia a la fórmula de la comunicación de Lacan (en la que el remitente re­cibe su propio mensaje devuelto del receptor-destinatario en su forma inverti­da, es decir, verdadera) viene muy al caso aquí. En el discurso reinante del in­tervencionismo humanitario, el Occidente desarrollado está recibiendo del Tercer Mundo discriminado su propio mensaje en su forma verdadera.

Así, pues, en el momento en que los derechos humanos se despolitizan, el discurso relacionado con ellos tiene que cambiar: la oposición prepolítica en­tre el Bien y el Mal debe movilizarse de nuevo. El actual «nuevo reinado de la ética», claramente invocado, por ejemplo, en la obra de Ignatieff, descansa por consiguiente en un gesto violento de despolitización, privando al otro dis­criminado de cualquier subjetivación política. Y, como señala Rancière, el hu­manitarismo liberal à la Ignatieff se encuentra inesperadamente con la postu­ra «radical» de Foucault o Agamben respecto a esta despolitización: la noción que estos autores presentan de la «biopolítica» como culminación del pensa­miento occidental acaba cayendo en una especie de «trampa ontológica», en la que los campos de concentración aparecen como destino ontológico: «cada uno de nosotros estaría en la situación del refugiado de un campo. Cualquier diferencia entre democracia y totalitarismo se desvanece y cualquier práctica política demuestra estar ya encerrada en la trampa biopolítica»15.

Llegamos así a una posición «antiesencialista» convencional, una especie de versión política de la idea foucaultiana de que el sexo está generado por la multitud de prácticas de la sexualidad. El «hombre», el portador de los derechos humanos, está generado por un conjunto de prácticas polí­ticas que materializan la ciudadanía; los «derechos humanos» son, como tales, una falsa universalidad ideológica, que enmascara y legitima una política concreta del imperialismo occidental, las intervenciones militares y el neocolonialismo. ¿Es esto suficiente, sin embargo?


El retorno de la universalidad

La interpretación sintomática marxista puede demostrar de modo convin­cente el contenido que da a la noción de los derechos humanos su es­pecífico giro ideológico burgués: los derechos humanos universales son de hecho el derecho de los varones blancos propietarios a intercambiar libremente en el mercado, explotar a los trabajadores y a las mujeres, y ejercer el dominio político. Esta identificación del contenido particular que hegemoniza la forma universal es, sin embargo, sólo la mitad de la historia. Su otra mitad crucial consiste en plantear una pregunta suple­mentaria aún más difícil: la de la emergencia de la forma de la propia uni­versalidad. ¿Cómo –en qué condiciones históricas específicas– se con­vierte la universalidad abstracta en un «hecho de la vida (social)»? ¿En qué condiciones se experimentan los individuos a sí mismos como sujetos de los derechos humanos universales? Ahí reside el meollo del análisis que Marx hace del «fetichismo de la mercancía»: en una sociedad en la que pre­domina el intercambio de mercancías, en la vida diaria los individuos se relacionan consigo mismos, y con los objetos que encuentran, como con encarnaciones contingentes de nociones universales abstractas. Lo que yo soy, en relación con mis circunstancias sociales o culturales concretas, se experimenta como contingente, ya que lo que en último término me defi­ne es la capacidad universal «abstracta» de pensar o de trabajar. De igual modo, cualquier objeto que pueda satisfacer mi deseo se experimenta como contingente, ya que mi deseo se concibe como una capacidad for­mal «abstracta», indiferente a la multitud de objetos particulares que pue­den satisfacerlo pero nunca lo consiguen plenamente.

O tomemos el ejemplo de la «profesión»: la noción moderna de profesión im­plica que yo me experimento como un individuo que no ha «nacido directa­mente en» su rol social. Aquello en lo que me convierta depende del inter­cambio entre las circunstancias sociales contingentes y mi libre elección. En este sentido, el individuo de hoy tiene una profesión, de electricista, camare­ro o conferenciante, mientras que carece de sentido afirmar que el siervo me­dieval fuera campesino de profesión. En las condiciones sociales específicas de intercambio de mercancías y de economía de mercado mundial, la «abs­tracción» se convierte en una característica directa de la vida social real, la for­ma en que individuos concretos se comportan y se relacionan con su destino y con su entorno social. A este respecto, Marx comparte la idea hegeliana de que la universalidad sólo surge «por sí misma» cuando los individuos ya no identifican completamente el núcleo de su ser con su situación social particu­lar; sólo en la medida en que se experimentan como «desconectados» para siempre de ella. La existencia concreta de la universalidad es, por consi­guiente, el individuo sin un lugar apropiado en el edificio social. El modo de aparición de la universalidad, su entrada en la existencia real, es así el acto ex­tremadamente violento de desestabilizar el equilibrio orgánico precedente.

No basta con plantear el manido argumento marxista de la diferencia entre la apariencia ideológica de la forma jurídica universal y los intereses parti­culares que efectivamente la sostienen. A este respecto, el contraargumento (presentado, entre otros, por Lefort y Rancière), de que la forma nunca es «mera» forma sino que supone una dinámica propia, que deja rastros en la materialidad de la vida social, es completamente válido. Fue la «libertad for­mal» burguesa la que puso en movimiento las exigencias y las prácticas po­líticas muy «materiales» del feminismo o del sindicalismo. Rancière insiste bá­sicamente en la ambigüedad radical presente en la idea marxista de la «diferencia» entre la democracia formal –los derechos del hombre, las liber­tades políticas– y la realidad económica de explotación y dominio. Esta di­ferencia podemos interpretarla de la manera «sintomática» convencional: la democracia formal es una expresión necesaria pero ilusoria de una realidad social concreta de explotación y dominio de clase. Pero también se puede interpretar en el sentido más subversivo de tensión en la que la «apariencia» de égaliberté no es «mera apariencia» sino que contiene una eficacia propia, que permite poner en movimiento la rearticulación de las relaciones socio­económicas reales al «politizarlas» progresivamente. ¿Por qué no se iba a per­mitir votar también a las mujeres? ¿Por qué no deberían convertirse de igual manera las condiciones de trabajo en cuestión de interés público?

Podríamos quizá aplicar a este respecto el viejo término de «eficiencia sim­bólica» establecido por Lévi-Strauss: la apariencia de égaliberté es una fic­ción simbólica que, como tal, posee eficacia real propia; debería resistirse la tentación comprensiblemente escéptica de reducirla a una mera ilusión que oculta una realidad diferente. No basta meramente con plantear una auténtica articulación de una experiencia del mundo o de la vida de la que después se reapropian quienes están en el poder para servir a sus intere­ses particulares o para convertir a sus súbditos en dóciles eslabones de la máquina social. Mucho más interesante es el proceso opuesto, en el que los súbditos toman de repente, como medio para articular sus quejas «au­ténticas», algo que originalmente fue un edificio ideológico impuesto por sus colonizadores. Un ejemplo clásico sería el de la Virgen de Guadalupe en un México recientemente colonizado: con su aparición a una humilde india, la población indígena se apropió del cristianismo –que hasta enton­ces había constituido una ideología impuesta por los colonizadores españoles– como medio para simbolizar sus terribles desgracias.

Rancière ha propuesto una solución muy elegante a la antinomia entre los derechos humanos, pertenecientes al «hombre como tal», y la politización de los ciudadanos. Aunque los derechos humanos no se pueden plantear como un Más Allá «esencialista» y ahistórico con respecto a la esfera contingente de las luchas políticas, como «derechos naturales del hombre» universales exen­tos de historia, tampoco deberían tacharse de fetiche reificado, producto de procesos históricos concretos de politización de los ciudadanos. La diferen­cia entre la universalidad de los derechos humanos y los derechos políticos de los ciudadanos no es, por consiguiente, una diferencia entre la universa­lidad del hombre y la especificidad de la esfera política. Por el contrario, «se­para a toda la comunidad de sí misma»16. Lejos de ser prepolíticos, los «dere­chos humanos universales» designan el espacio preciso de la politización propiamente dicha; a lo que equivalen es al derecho de universalidad como tal: el derecho del agente político a afirmar la no coincidencia radical consi­go mismo (en su identidad particular), a presentarse como el «supernumera­rio», aquel sin un lugar adecuado en el edificio social; y por consiguiente como agente de la universalidad de lo social en sí. Se trata, por consiguien­te, de una paradoja muy precisa, y simétrica a la paradoja de los derechos humanos universales en cuanto derechos de aquellos reducidos a la inhu­manidad. En el preciso instante en que intentamos concebir los derechos po­líticos de los ciudadanos sin referencia a los derechos humanos universales «metapolíticos», perdemos la propia política; es decir, la reducimos a un jue­go «pospolítico» de negociación de intereses particulares.

1 Citado en Bozidar Jezernik, Wild Europe: The Balkans in the Gaze of Western Travellers, Londres, 2004, p. 233.

2 «The constitution is dead. Long live proper politics», The Guardian (4 de junio de 2005).

3 K. Marx y F. Engels, Selected Works, vol. I, Moscú, 1969, p. 83 [ed. cast.: K. Marx y F. Engels,
Obras escogidas (2 vols.), Madrid, Akal, 1975].

4 K. Marx y F. Engels, Collected Works, vol. XI, Moscú, 1975, p. 149.

5 K. Marx y F. Engels, Collected Works, cit., vol. XI, p. 194.

6 K. Marx y F. Engels, Collected Works, cit., vol. XI, pp. 187-188.

7 Etienne Balibar, «Gewalt», entrada incluida en Historisch-Kritisches Wörterbuch des Marxis-mus, Wolfgang Fritz Haug, Hamburgo, 2002.

8 Hannah Arendt, On Violence, Nueva York, 1970.

9 Rony Brauman, «From Philanthropy to Humanitarianism», South Atlantic Quarterly 103, 2-3
(primavera-verano de 2004), pp. 398-399 y 416.

10 Wendy Brown, «Human Rights as the Politics of Fatalism», ibid., p. 453.

11 Etienne Balibar, «Is a Philosophy of Human Civic Rights Posible?», ibid., pp. 320-321.

12 Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism, Nueva York, 1958, p. 297.

13 Véase Giorgio Agamben, Homo sacer, Stanford, 1998.

[4 Jacques Rancière, «Who is the Subject of the Rights of Man?», South Altantic Quarterly, cit., pp. 307-309.

15 Ibid., p. 301

16 Ibid., p. 305


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